El gozoso enigma griego

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Stratís Tsircas

Ciudades a la deriva

Edición de  Ioanna Nicolaidou,

traducción de Vicente Fernández González,

Ioanna Nicolaidou, María López

Villalba y Leandro García Ramírez, Madrid,

Cátedra, 2011, 1008 pp.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nikos Dimou

La desgracia de ser griego

Traducción de Vicente Fernández González,

Barcelona, Anagrama, 2013, 104 pp.

Sostiene Nikos Dimou al comienzo de su luminosa colección de aforismos que podemos llamar desgracia a la distancia que media entre deseo y realidad. Es una proposición intachable, de la que deduce una regla particular: los griegos padecen una distancia mayor que los demás, de manera que, si ser humano implica ya la certeza de cierta cantidad de desgracia, ser griego augura una cuota mayor. Y mientras que R su breve tratado constituye un intento por explicar las razones de semejante condición nacional, la trilogía de Stratís Tsircas es su monumental novelización, una obra magna que concentra el problema griego en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial y demuestra, de paso, que su especificidad no carece de resonancias universales. Es Tsircas un escritor de la fértil diáspora helena, nacido en El Cairo en 1911, instalado en Atenas en 1963 tras el declive de la colonia griega y fallecido allí diecisiete años más tarde. Dimou, por su parte, es un ateniense de formación germánica que publica esta obrita por vez primera en 1975; ahora, la enésima variante de la debacle griega ha desembocado en una trigésima edición. Es razonable suponer que Tsircas leyó los aforismos de Dimou; más difícil es saber si los recibió con resignación o con alegría. Porque también hay, como concluye Dimou, una felicidad de ser griego: felicidad de la desgracia de serlo. Y es tirando de ese hilo como puede comprenderse este país fascinante y desgarrado.

Pues bien, no es exagerado considerar que la traducción al castellano de Ciudades a la deriva es un acontecimiento literario. Se trata de una obra ambiciosa y extraordinaria, que Fernando Lafuente ha llamado con razón “la gran novela griega”. Su aparición se debe al empeño del equipo de traductores formado por Vicente Fernández González (que traduce también el librito de Dimou), Ioanna Nicolaidou (que escribe una completísima introducción y es responsable de la edición), María López Villalba y Leandro García Ramírez, que han vertido en un espléndido castellano la prosa precisa, llena de relámpagos líricos y vibrante emoción, de Tsircas. Que los traductores sean cuatro tiene su lógica, por poseer la novela una estructura intrincada al servicio de una voz narrativa polifónica, donde son muchos los personajes que toman la palabra o son acompañados por el narrador mediante una rigurosa construcción del punto de vista que, a su vez, se expresa en distintos registros, al servicio de diferentes problemas: sobriedad en el abordaje de la guerra y la política, fuerza evocadora en la recreación de la infancia, reflexiva poesía al hablar del amor en sus distintas encarnaciones. Hay ecos del Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell en la estructura, los escenarios y los temas de Tsircas, pero también una voz propia y un acento político más marcado o, si se quiere, más genuino. Aquí como allí, empero, se nos muestran los intersticios de la gran historia, el pie de página humano de esa abstracción llamada pasado colectivo. Pero si en la popular novela histórica de ahora mismo los personajes son a menudo marionetas que solo poseen la vida que les insufla el episodio que se pretende novelar, aquí es la plausibilidad de los personajes lo que da cuerpo a la historia y de paso la hace inteligible.

Son tres las ciudades y los escenarios de la obra: Alejandría, El Cairo, Jerusalén. En ellas, tanto a través de sus callejuelas como en las fiestas de sociedad, seguimos los pasos de una amplia serie de personajes que se mueven al compás de una trama de dispersa cronología cuyo motor es la retaguardia bélica, llena de esperanza, intrigas y unas pasiones agudizadas por el clima desordenado de un mundo en guerra. Si hay un personaje central, este es Manos, un soldado comunista griego que experimenta una creciente rebeldía ante el dogmatismo ideológico de sus superiores, en lo que constituye una temprana crítica de la criminal inflexibilidad estalinista. Junto a Manos, desfilan compañeros de ejército y de partido, expatriados y madres coraje, británicos que simpatizan con la causa griega que su país trata de socavar, griegos de la diáspora endurecidos por el exilio y apegados a una vida solar cuya genuina meridionalidad el autor captura a la perfección. También, claro, mujeres que simbolizan amores imposibles o resignados. Y están las ciudades, retratadas a la perfección, vivas, marco de las vidas cuyo entretejimiento se relata en esta trilogía. Pero no son ciudades cualquiera; como señala Nicolaidou en su introducción, las ciudades de la diáspora son un espacio híbrido donde confluyen distintas culturas –sirios, griegos, armenios, medos, alemanes, judíos, británicos– hasta dotarlas de una dimensión universal. Que es la misma que posee la resistencia humanista de Tsircas ante la deriva totalitaria del estalinismo y las diversas razones de Estado que pululan por la retaguardia bélica.

Junto a ello, sin embargo, hay en la novela un estudio narrativo de la misma particularidad de la que se ocupa Dimou: la particularidad griega. Si Tsircas nos sitúa en el momento auroral de la nueva Grecia llamada a emerger dificultosamente de la Segunda Guerra Mundial, Dimou nos habla desde la constatación de que ese proyecto, treinta años después, ha fracasado. Y fracasa en parte por razones que remiten a la condición fronteriza de la cultura griega, escindida entre dos mundos. De ahí la advertencia que un exministro austriaco venido a menos lanza a su esposa en las primeras páginas de la trilogía: “Esto no es Europa, frau Bobretzberg, ¡compréndelo! Esto es Oriente.” Esto se dice de Alejandría, pero vale para Grecia: Dimou apunta que los griegos no se sienten europeos: “Nos sentimos ‘fuera’.” Resulta obvio que esta lectura culturalista tiene plena actualidad y es aplicable también a nuestro país, no menos sometido históricamente a influencias orientales a través de la larga presencia árabe en la Península: ocho siglos dan para algo más que el brasero. Sin embargo, la fuerza de los personajes individuales en la novela de Tsircas desmiente, de algún modo, esa sobredeterminación cultural, otorgando así a Oriente fuerza como mito cultural y estético antes que como código cerrado de conducta. No en vano, el propio Dimou denuncia la búsqueda de chivos expiatorios como una mala excusa: “El mito de las ‘influencias’ es un opio que adormece el sentido de la responsabilidad en el alma griega.” ¡Y no solamente en la de los griegos!

En definitiva, quien crea conocer las grandes novelas europeas y no haya leído Ciudades a la deriva haría bien en descubrirla, porque no la olvidará. Y quien desee ahondar en el problema griego, que en parte es el nuestro, disfrutará los desencantados aforismos de Dimou. Y todo para concluir que Grecia es un enigma sin solución posible.~

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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


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