Diario de un loco, de Lu Hsun

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En 1966 el periodista polaco K.S. Karol recorrió China. Eran los primeros meses de la Revolución Cultural y, más entusiasta que desconfiado, Karol –quien a sus cuarenta y dos años ya era veterano del ejército rojo y ex prisionero del gulag– veía en las movilizaciones revolucionarias lanzadas por Mao Zedong el anhelado y tantas veces pospuesto cumplimiento del sueño igualitario y justiciero del comunismo. En el reportaje que quedó de aquel viaje, Karol deja testimonio de su visita, en Shanghái, al museo dedicado al escritor chino Lu Hsun: “Pocos hombres tan venerados en China como Lu Hsun, el gran escritor progresista de la década de 1930. Se le compara a menudo con Gorki, por sus escritos y sus carreras ofrecen, en efecto, semejanzas. Ni uno ni otro fueron miembros del partido, pero ambos prestaron su prestigio y sus fuerzas a la lucha de la extrema izquierda. Fueron de los primeros en introducir temas proletarios en la literatura de su país. Inclusive físicamente, tienen puntos en común: los dos eran altos, delgados, tenían bigotes poblados y los dos eran tuberculosos.”1

Lo que dice Karol de Lu Hsun (pseudónimo que debe escribirse completo y que también ha sido transcrito como Lu Xun o Lu Sin) es más o menos cierto salvo por un detalle. Lu Hsun no era alto: apenas medía un metro con cincuenta y cuatro centímetros. (Alto el Gran Timonel, que media más de un metro con ochenta.) Que Karol se equivoque en cuanto a la estatura de Lu Hsun es revelador de lo desconocido que era el clásico revolucionario no sólo entre los occidentales sino entre los comunistas de distintas obediencias. El periodista polaco no estaba escribiendo, además, sobre un oscuro letrado perdido en un escondrijo de la cronología de los reinos y de las dinastías, sino sobre el más famoso de los escritores chinos de su tiempo, quien quizá sea, hasta la fecha, el escritor que más estatuas tiene en el planeta (contando las muchas que se le han erigido en China y hasta en Japón). Y Lu Hsun, en los días en que Karol visitó su museo en Shanghái, era el arma que los guardias rojos arrojaban contra el resto de los aterrorizados intelectuales.

Cuando Lu Hsun murió precozmente, víctima de la tuberculosis, el Partido Comunista Chino (PCCh) pidió al Kuomintang (KMT), el movimiento nacionalista que gobernaba en Shanghái, que al escritor se le dedicaran honras fúnebres en su calidad de “alma de China”. La petición no fue atendida y tocó a Mao organizar, antes y después de la proclamación de la República Popular China, el culto a Lu Hsun, que es, por sí mismo, una rama completa de la cultura literaria china, que va desde la erudición a la beatitud, pasando por el teatro y el cine.

Excepción hecha de la solitaria defensa que de su figura literaria hizo el sinólogo belga Simon Leys, no había de Lu Hsun, hasta la publicación de The True Story of Lu Xun (2002), de David E. Pollard, una fuente de información confiable, dentro o fuera de China. Antes de esta biografía, breve y eficaz, escrita por un profesor de la universidad de Hong Kong, acercarse a Lu Hsun requería de paciencia. Más allá de sus cuentos, retraducidos una y otra vez, y de alguna antología política realizada en Francia, había que consultar Selected Works, cuatro tomos publicados en Pekín en 1961 que ofrecían, junto a un puñado de cuentos, una selección intransitable de los artículos políticos y ensayos didácticos de Lu Hsun. Se trataba, como es natural, de los textos más representativos de sus años finales, en que fue jefe de la Liga de Escritores de Izquierda y el más atractivo de los compañeros de viaje del comunismo chino. En el caso de Lu Hsun se trataba, menos que de una falsificación propiamente dicha, de sacar una obra de su contexto y colocarla en condiciones que, ocultando la mitad, significara otra cosa. En el Lu Hsun oficial podía reconocerse al verdadero. Pero, para bien y para mal, la estatura era otra.2

Lu Hsun nació, bajo el nombre de Zhou Zhangshou, en Shaoxing, provincia de Zhejiang, el 25 de septiembre de 1881. Pertenecía una familia de altos funcionarios que hubo de ver caer por los suelos su honor, pues en 1893 el abuelo de Lu Hsun fue condenado a prisión por un cargo de corrupción. Pese a que la sentencia no perturbó demasiado la situación holgada de la familia, Lu Hsun jamás olvidaría, nos dice Pollard, las rutinarias visitas de los inspectores fiscales, quienes contaban y volvían a contar los bienes del abuelo Zhou Fuqing, para asegurarse de que la pena correspondiera con el monto de lo expoliado. Antes de quedarse definitivamente con su nombre de pluma, Lu Hsun ya había cambiado una vez de nombre para poder ingresar, sin mácula en su reputación, en la Academia Naval de Nankín.3

La vida de Lu Hsun tiene como telón de fondo la disolución republicana del imperio chino, y como drama central, otra disolución, la de la familia del escritor. Lu Hsun fue una de las figuras centrales de la generación intelectual asociada al movimiento del 4 de mayo de 1919, así llamada por las protestas estudiantiles contra el Tratado de Versalles, que transfería descaradamente dominio colonial alemán de China a los japoneses. Esa generación, visible a través de una constelación de revistas occidentalizantes entre las que destacó Nueva Juventud, había encontrado en la República encabezada por Sun Yat-sen, la oportunidad perdida de un renacimiento. En 1903, en el segundo año de una estancia de estudios en el Japón que se prolongaría hasta 1909, Lu Hsun se había cortado la tradicional coleta china que significaba la sumisión al emperador, y tan pronto como se convirtió en maestro normalista autorizó a sus alumnos a hacer lo mismo. Cuando volvió a su ciudad natal para casarse, Lu Hsun tuvo que comprarse una falsa coleta para no ser víctima de las burlas de sus paisanos, tan feroces como las sufridas, por portarla, durante sus primeros días japoneses.

Nutrido por la lectura de Darwin y de sus divulgadores (Thomas Huxley y Ernst Haeckel), de Nietzsche y de Bergson, Lu Hsun fracasó al conciliar el mundo confuciano del que escapaba con la brutal aventura modernizadora en que dejó a China al morir. El inconformista que divulgaba las teorías sexuales de Havelock Ellis y pregonaba la igualdad femenina toleró el matrimonio arreglado, dispuesto por su madre, con una mujer a la que consideraba feísima y, antes de eso, aceptó que una muchacha de su predilección le fuese rechazada como prometida al descubrirse una incompatibilidad zodiacal. Hijo modelo y hermano mayor (lo cual le garantizaba un dominio total sobre los suyos), Lu Hsun hizo de su familia una comunidad literaria basada en la complicidad con su hermano Zhou Zouren (1885-1967). También escritor de talento y ensayista igualmente, Zhou Zouren fue algo más que un hermano, fue el doble de Lu Hsun. Rompieron en 1923, por causa de un lío, seguramente sexual, ocurrido entre Lu Hsun y la mujer japonesa de su hermano. A esa ruptura, que lo destrozó, se sumó la vergüenza de la doble vida, pues fue con su amante con quien Lu Hsun tuvo a su único hijo, que fue aceptado como legítimo por su esposa.

Esta novela familiar puede extrapolarse como ejemplo del odio con que la izquierda china se batió por el poder durante más de veinte años. La violencia, que estremece con sólo leer los panfletos que Lu Hsun escribió, iba dirigida contra la gazmoñería de la familia confuciana, rechazo cuya agria combinación de puritanismo y libertinaje puede encontrarse en las biografías de otros chinos ejemplares, empezando con la del propio Mao. Varones como ellos, a su vez, fueron padres crudelísimos o indiferentes. En su testamento, Lu Hsun pidió que si su hijo Zhou Haiying no demostraba talento para las letras se le evitara seguir con el oficio del padre (lo que se hubiese esperado tradicionalmente de él) y que aprendiera cualquier manera digna de sostenerse.

La educación fue uno de los temas que ocuparon a Lu Hsun, y ese tono en extremo pedagógico, paternal, que se transmitió desde el confucianismo hasta el comunismo irrita al lector extranjero, pero está ligado sin remedio a un letrado como él, educado tradicionalmente, en casa, por un preceptor que le dio los Cuatro Libros y los Cinco clásicos. Tras ello, Lu Hsun accedió a la literatura moderna en Japón, donde estudió medicina y lenguas. De hecho, la mayoría de los muchísimos libros que tradujo fueron del japonés, desde Jules Verne y los clásicos rusos hasta André Malraux y las obras básicas del marxismo.

La relación de Lu Hsun con la literatura japonesa tenía un lado práctico que se convirtió en un problema político: durante años fue socio y entenado de la gran librería japonesa de Shanghái, la de Kanzo Uchiyama, quien funcionaba como agente suyo en el Japón. Cuando empezó la guerra chinojaponesa con la invasión de Manchuria y el bombardeo de Shanghái, en 1931-1932, Lu Hsun se encontró en medio del fuego cruzado. Como amigo de Uchiyama, el escritor chino gozaba de cierta protección semioficial pues vivía en ese entonces en la librería, protegida por el pabellón japonés. Ello no fue tan grave al principio, pues en ese momento Japón no era la sociedad cerrada y militarista en que se fue convirtiendo al acercarse la Segunda Guerra Mundial y era normal que Lu Hsun tuviera relaciones con la izquierda japonesa, que monopolizaba la importación de la cultura soviética, cuyos libros y folletos traducía a raudales al chino.

Menos que del gobierno nacionalista, en el cual Lu Hsun conservaba amigos políticos, la presión por su relación con Japón vino de los comunistas, quienes en 1935 fueron puestos en un brete por Moscú. En nombre de la nueva política de los frentes populares aprobada por la Internacional Comunista, y dada la resistencia debida contra el invasor japonés, el PCCh debía volver a aliarse con el KMT, su verdugo. Lu Hsun, antinacionalista acérrimo y japonesista apasionado, estuvo a punto de caer en herejía y fue acusado por los comunistas de no aplicar correctamente, en el terreno literario, la literatura de unidad nacional. Lu Hsun quedó bajo sospecha de ser trotskista.

En los albores de la guerra chinojaponesa, los años de juventud de Lu Hsun se habían esfumado junto con los muchos yuanes que gastaba en libros raros de Occidente y en incunables chinos. Casi nada quedaba del ánimo humanista y democrático de Nueva Juventud, dividida entre los liberales anglófilos que escogieron al general Chiang Kai-shek como mal menor y los simpatizantes del comunismo. Poco quedaba de la ingenuidad romántica con la que Lu Hsun había elaborado su lista de escritores favoritos, que, apadrinada por el sacrificio de Lord Byron en aras de la libertad de los griegos, incluía al polaco Adam Mickiewicz, a Pushkin, a Lermóntov y a su predilecto, el poeta húngaro Sándor Petöfi. Para 1931, cuando el asesinato de cinco jóvenes escritores comunistas hizo culminar el proceso de conversión de Lu Hsun al marxismo y lo colocó a las puertas del PCCh, hacía rato que había dejado de escribir ficción. Fue entre 1922 y 1927 cuando se publicaron los cuentos que lo hicieron famoso, en diversas recopilaciones (Gritos, Divagaciones, Flores del alba recogidas al ocaso) y su memorable y esbelto tomo de poemas en prosa, Mala hierba.

¿Cuál es la estatura de Lu Hsun como escritor? No es, desde luego, ese gigante de las letras universales que exaltó el maoísmo. Los escritores chinos que hoy tienen cincuenta años y a quienes les tocó la exaltación de Lu Hsun como profeta de la Revolución Cultural tienen buenas razones para detestarlo, aun sabiéndolo inocente de los crímenes que se cometieron en su nombre. Lu Hsun, tal cual lo dice el novelista Ha Jin en el prólogo a la nueva reimpresión de Selected Stories, no es considerado un escritor ni del todo moderno ni del todo profesional: su técnica narrativa es deficiente y el retintín didáctico arruina algunos de sus mejores relatos.4 Sin embargo, se concede que un puñado de cuentos, entre los que están los que Sergio Pitol tradujo del inglés al español en 1971 y que hoy se reeditan bajo el título de Diario de un loco, se cuentan y se contarán en cualquier antología del arte del cuento universal.5

Del “Diario de un loco”, que supone que un hombre está enajenado por haberse descubierto rodeado de sus semejantes convertidos en caníbales, se han hecho las interpretaciones más simplistas y, pese a ello, conserva la belleza aterradora de los cuentos románticos, en este caso potenciada por ese expresionismo que Lu Hsun leyó en alemán, la lengua europea que mejor conocía. De “La verdadera historia de Ah Q”, el relato largo que cuenta las peripecias de un hombre que en la India hubiera sido un intocable y en China sólo una débil predilección por el crimen lo libraba de la animalidad, pueden repetirse muchas cosas y ello no agotaría la perfección con la cual Lu Hsun dibujó a Ah Q, un arquetipo negativo, un Oblómov chino que fue registrado como la encarnación de la sociedad feudal. Ah Q es un ser sucio, ignorante y borrachín que, sin embargo, intuye que las brutales injusticias del antiguo régimen, de las que es víctima y acaso cómplice, terminarán con una revolución. La sátira, además, requiere de talento visual y Lu Hsun, admirador de George Grosz y mecenas de la gráfica popular china, lo tenía en abundancia: a Ah Q podemos verlo saltar por las páginas. Pocas veces se ha escrito un texto breve de significación tan densa, pues “La verdadera historia de Ah Q” es para los chinos lo que el Quijote significó para Unamuno y la gente de 1898: una descripción cómica, una parábola existencial y un ejemplo de cómo la trascendencia anida en la literatura.

Cuando Lu Hsun murió se estaba publicando su traducción de Almas muertas, y debe repetirse que su gran maestro fue Gogol. Más que las potencias occidentales que modelaron el nacionalismo chino, la madrastra que educó a China y a sus letrados fue Rusia. Lu Hsun se leyó, inevitablemente, como un realista satírico que gritaba contra la miseria y la injusticia. Pero, como advirtió Simon Leys en el prólogo a su traducción francesa de Mala hierba en 1975, Lu Hsun fue, antes que un reformador literario al estilo de los populistas rusos, un espíritu mórbido y un pesimista, un investigador del alma china aquejado por la torturante mala conciencia de ser, al mismo tiempo y por las razones más nobles, un autor de infinitos panfletos políticos que conspiraron felizmente para que nunca pudiese escribir la gran novela que soñó o la historia completa de la literatura china que esbozó, atado como estaba, además, al tormento de las traducciones venales.6 De todos esos sueños de opio, Pollard lo aclara, al menos uno se realizó, la Breve historia de la novela china (1923), que, derivada de sus conferencias universitarias, sigue siendo una obra de referencia y el tributo pagado por Lu Hsun a esa tradición que quiso dinamitar.

A Lu Hsun, desde que rompió con su hermano, lo persiguieron las depresiones. Su arte narrativo depende de la duplicación. Con frecuencia es el doble de sí mismo: donde hay una cosa, ve dos, y en esa tensión, donde no sabe cuál es el cuerpo y de dónde viene la sombra, se basa su arte. Junto a esa sutileza del erudito tentado por lo fantástico, está la crudeza de estilo: muchos de sus párrafos arrojan la inmediatez épica, el olor a hierba, del Tolstói de los últimos años.

Se dirá, con alguna razón, que Lu Hsun encarnó la promesa de una literatura aniquilada por el comunismo que él mismo forjó como publicista revolucionario y que no es extraño que su último libro narrativo haya sido la expresión de una renuncia, Contar de nuevo viejas historias, recopilación de antiguas leyendas retocadas que a los escritores chinos les parecen redundantes y ociosas y a mí, en mi ignorancia, estupendas. Tanto ha cambiado China en los últimos años que incluso la noción de qué es un clásico está en movimiento y se discute si Lu Hsun califica para seguirlo siendo. La gran batalla filológica que dio la generación de Nueva Juventud tuvo, finalmente, un desenlace poco glorioso. Letrados como Lu Hsun discutían cómo romanizar el alfabeto chino para facilitar la educación popular y, aunque él fue, desde que publicó “Diario de un loco” en 1918, uno de los primeros en abandonar el viejo mandarín de los sabios a favor del lenguaje vernáculo, Pollar dice (y Ha Jin también, de otra manera) que leer a Lu Hsun actualmente es, para muchos chinos, asomarse a una traducción del chino clásico, a una lengua antiquísima e inexacta.

El genio polémico de Lu Hsun es, sin duda, su herencia envenenada. Escribió en todos los géneros de la crítica literaria y moral, desde explicaciones didácticas de los dramas de Ibsen hasta consejos sobre la higiene de los niños, pasando por las reseñas y los aforismos, sin olvidar sus propias “consideraciones intempestivas”, invención que los chinos catalogan como zawen, el ensayo polémico breve. No dejó títere con cabeza y fue un ironista consumado, al grado que Mao, al elevar a Lu Hsun a los altares patrios en sus Intervenciones en el foro de Yenán sobre arte y literatura (1942), previno a los jóvenes contra la imitación irresponsable de sus poderes satíricos. Al convertirse, a principios de los años treinta, en vocero de una literatura proletaria que él nunca practicó, Lu Hsun coleccionó un arsenal de adjetivos criminales y de mañas retóricas de las que el comunismo se serviría impiadosamente.

Nadie como Lu Hsun se prestaba mejor para convertirse en una estatua parlante: había muerto joven sin participar en las purgas internas del partido, era un gran escritor popular, lo mismo que el autor de textos breves y manipulables; un amante de los oprimidos a quien le encolerizaba la miseria del antiguo régimen y la hipocresía de sus letrados. Una verdadera mina de oro sujeta a la explotación ideológica insaciable, que ocultó sin reparos y hasta con facilidad al otro Lu Hsun, al alucinado, al escritor que sabía que con cada artículo cavaba su propia tumba, quien prefirió siempre la literatura europea sobre la china, que lo adormilaba, y al hombre que tomaba por tontos a los intelectuales que se creían maestros del pensamiento.

A K.S. Karol, ese atribulado conocedor del mundo comunista, se le puede disculpar haber errado al medir la estatura física de Lu Hsun. Quien siga leyendo el párrafo que cito de China, el otro comunismo se encontrará con que el periodista polaco no iba al museo en busca de la memoria de Lu Hsun, sino de la de un amigo de este, un crítico literario llamado Chu Chiu-pai, que fue secretario general del PCCh durante un breve periodo tras el fracaso de la Comuna de Cantón en 1927 y que a Karol le daba mucha curiosidad saber si había sido borrado de la historia, por los comisarios, en calidad de trotskista o de “desviacionista de derecha”. Una vez examinada la sutileza doctrinaria implícita en la estatura de Lu Hsun cabe pensar que, en efecto, pese a haber muerto el 19 de octubre de 1936, su obra ha sido registrada como el paso fugaz, por el imperio del centro, de un borroso letrado que vivió en tiempos remotísimos. ~

 

 

 

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1. Kewes S. Karol, China, el otro comunismo, trad. Francisco González Aramburu, México, Siglo XXI, 1967, p. 82-83. Siguiendo el ejemplo de la mayoría de mis fuentes, mantengo la vieja transliteración de los nombres chinos cuando se trata de lugares y figuras históricamente conocidos bajo esa forma.

2. Lu Hsun, Selected Works, i-iv, trad. Yang Xianyi y Gladys Yang, Pekín, Foreing Languages Press, 2003; Lu Hsun, Cultura y sociedad en China, México, Grijalbo, 1975.

3 David E. Pollar, The True Story of Lu Xun, Hong Kong, The Chinese University Press, 2002.

4. Lu Hsun, Selected Stories, trad. Yang Xianyi y Gladys Yang, introd. Ha Jin, Londres, Norton, 2003.

5. La traducción original de Pitol apareció en Barcelona, Tusquets, 1971. Otros libros de Lu Hsun en español: Contar de nuevo viejas historias, trad. Laureano Ramírez (Madrid, Hiperión, 2001), y Breve historia de la novela china (Madrid, Azul, 2001).

6. Simon Leys, Essais sur la Chine, París, Laffont, 1998, p. 632.

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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