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Niall Ferguson

Civilización. Occidente y el resto

Traducción de Francisco José Ramos Mena,

Barcelona, Debate, 2012, 512 pp.

La primera duda que surge después de transitar por las 426 páginas de texto de la edición mexicana de Civilización, toca al contenido. Civilización es un libro inclasificable. Es historia, pero también teoría política, economía y sociología, psicología social y hasta prédica religiosa. Sus capítulos (“Competencia”, “Ciencia”, “Propiedad”, “Medicina”, “Consumo” y “Trabajo”) pretenden abarcar la historia de la civilización occidental, pero también la contrahistoria de Occidente. Para probar que el único camino al progreso durante las últimas cinco centurias fue el trazado por Occidente, Niall Ferguson (Glasgow, 1964) analiza –y manda al basurero de la historia– al “resto”: desde la China Ming, hasta los otomanos y rusos, pasando por el Imperio español (y todas sus colonias, antes y después de su independencia). El único resto que se salva es Japón. Y eso solo porque la llamada Restauración Meiji de fines del siglo XIX decidió modernizar al país copiando todo lo que provenía de Occidente. Hasta el modo de andar y vestir.

La historia y la contrahistoria chocan, para empezar, con el concepto mismo de civilización occidental de Ferguson. El autor advierte una y otra vez que los protagonistas de la civilización que defiende son los países de Europa occidental, Estados Unidos y Australia. Algunos van quedando en el camino de este libro, que se siente escrito a vuelapluma, y muchos desaparecen en el último apartado que se titula “Trabajo”.

Este capítulo, que describe las largas jornadas laborales que se estilaban en el Occidente decimonónico que Ferguson añora como uno de los cimientos de la civilización, está montado en su muy personal versión del célebre libro de Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Más allá de que Weber expresó de una manera mucho más sofisticada, compleja y matizada lo que Ferguson dice que dijo, si el autor condiciona el ingreso pleno a la civilización occidental a la adopción del protestantismo y su ética laboral, tendría que reducir su mapa “civilizatorio”. De acuerdo con ese criterio, la civilización occidental perdería a muchos de sus miembros. Entre ellos, a España, Italia y Francia, países eminentemente católicos.

Este es uno de los talones de Aquiles del libro de Niall Ferguson (el otro podría llamarse “la imposible defensa del imperialismo occidental”). Deja al margen del camino a Francia porque no comparte la ética del trabajo protestante y porque la Revolución francesa acabó en el terror. Robespierre tiene seguidores, pero son pocos y clandestinos. El resto de la humanidad rechaza la guillotina como estrategia legítima para resolver los conflictos. No es una buena razón para hacer a un lado de un plumazo todo el legado cultural francés. Al hacerlo, Ferguson deja a su civilización occidental con un ideario trunco. Pensadores anglosajones promovieron la modernidad, es cierto; pero los verdaderos parteros del mundo en que vivimos –los herederos de Spinoza, el filósofo que sentó las bases del mundo moderno mientras pulía cristales en Ámsterdam– crecieron y florecieron en Francia.

En el penúltimo capítulo de su libro Ferguson deplora la erosión del fervor religioso en Europa –que según él ha debilitado a la ética protestante y al espíritu del capitalismo– y se pregunta si el fenómeno puede ser resultado de la revolución feminista, de la versión moderna de los derechos humanos, del laicismo o de la teoría de la evolución darwinista. Preguntas por demás extrañas.

En los últimos años Spinoza y los enciclopedistas han estado tan de moda como los análisis globalizantes a la Ferguson. Basta leer a Jonathan I. Israel (Radical Enlightenment) para darse cuenta de que Niall Ferguson tiene las prioridades al revés. No fue la religión la que generó los descubrimientos científicos que derivaron en la revolución industrial, ni el haz de valores –libertad, igualdad, imperio de la ley y respeto a los derechos del individuo– que sostiene a la civilización occidental. Lo que alimentó el surgimiento de la modernidad fue la revolución de las mentalidades que destruyó, junto con la monarquía, el dominio político y social de la Iglesia católica. Fue la Ilustración que floreció en Francia la que ganó la batalla contra la teología, abrió la puerta a la ciencia y al pensamiento racional, y separó finalmente a la Iglesia del Estado.

La ética protestante weberiana fue sin duda un componente en la consolidación del capitalismo. Pero dentro del amplio y complejo escenario de la historia occidental en los últimos siglos, un factor tanto o más importante fue el hecho de que Lutero haya resquebrajado el poder de la Iglesia en los países europeos que adoptaron el protestantismo en sus muchas variantes. Inglaterra incluida.

Niall Ferguson recurre a un último argumento para apuntalar su fe en el protestantismo como motor básico de la modernidad: China. Para él, la chispa que desató el notable desarrollo chino en las últimas décadas no fue el pragmatismo político de los herederos de Mao encabezados por Deng Xiaoping. Al parecer, Deng fingió ser un líder visionario para engañarnos a todos. La razón oculta que explica la modernización de China es, según Ferguson, la conversión al cristianismo de millones de sus habitantes. Poco importa si entre esos cristianos hay millones de católicos y muchos devotos de sectas esotéricas. Ambos sin ética protestante. Tampoco, el hecho mondo y lirondo de que los chinos no han necesitado nunca una ética del trabajo importada. Vivieron en una sociedad eminentemente rural hasta bien entrado el siglo xx y (como sus descendientes obreros de hoy) trabajaron siempre de sol a sol, en sus tierras y en obras públicas, supervisados por una burocracia ilustrada y eficaz (que, por cierto, sirvió como modelo a los ingleses para organizar su propio servicio civil).

Ferguson es impermeable a las facetas de la historia milenaria de China que no “le sirven”, y también, al pensamiento de Weber. Max Weber analizó la ética protestante como un fenómeno limitado en el tiempo y el espacio: jamás se propuso convertirla en un ingrediente ready made que podía agregarse a cualquier circunstancia en cualquier momento histórico para promover el desarrollo capitalista.

Si la ética protestante explica solo en parte el nacimiento del capitalismo, los avances médicos de los siglos XVIII y XIX no validan, ni por asomo, al imperialismo. Ferguson publicó en 2002 El imperio británico (Debate, 2005), un libro bellamente ilustrado que es una apología del colonialismo británico. En Civilización nos libra de esa apología: son las bondades del francés las que sustentan la nostalgia imperial de Ferguson. Cabe preguntarse si las carreteras y ferrocarriles (que sirvieron para enviar las riquezas de las colonias a Europa) y los avances médicos (que buscaban salvaguardar a los amos coloniales –y a su mano de obra– de las letales enfermedades tropicales) legitiman el imperialismo europeo. Paradójicamente, Niall Ferguson mismo contesta sin proponérselo. El relato de la explotación, el tráfico de esclavos, el empobrecimiento y los genocidios que los europeos infligieron a sus colonizados habla por sí mismo. No hay defensa posible del imperialismo.

¿Qué salva a Civilización? Los capítulos que aran en el territorio que Ferguson ha trabajado desde siempre: la historia económica y financiera. Hace un excelente recuento del desarrollo del capitalismo, la industrialización y la democracia en Inglaterra y en sus colonias norteamericanas y los descubrimientos científicos que impulsaron la industrialización. Lo mismo sucede con la historia del surgimiento de la sociedad de consumo que Ferguson desenvuelve alrededor de la universalización de la moda fabricada en serie –con los arquetípicos pantalones de mez- clilla como ejemplo–, la comercialización, la publicidad y la informática modernas. En una nuez, Ferguson explica de manera inmejorable la crisis financiera del 2007/08 y analiza con lucidez los riesgos del creciente déficit fiscal en Estados Unidos.

Es difícil, sin embargo, compartir el sombrío pronóstico sobre el futuro de la civilización occidental que despliega en su “Conclusión. Los rivales”, a partir de esos riesgos: la segunda caída de Roma. Aunque reconoce que la historia (en sí misma) no es cíclica sino “arrítmica”, al parecer el concepto de la historia de Ferguson sí es circular. En el mejor estilo de Oswald Spengler, el casi olvidado historiador alemán autor de La decadencia de Occidente y empeñado en probar que todas las civilizaciones nacen, maduran y mueren fatalmente, Niall Ferguson mete la masa de la historia occidental –y su contrahistoria– en un molde que resulta demasiado pequeño. Deja fuera lo que no casa con sus hipótesis y deforma lo que casa a medias. Es cierto que el colapso de otras culturas ha estado acompañado por una mezcla de deudas inmanejables y guerras. Para su desgracia, y nuestra fortuna, a su ecuación le falta el aspecto bélico. Los países occidentales no están en guerra y el choque con el “rival” –China– no es inevitable. El ascenso económico y político de China tiene la misma probabilidad de derivar en una guerra con Occidente que en un equilibrio de poderes, como ha sucedido tantas veces en la historia.

En suma, antes de abrir Civili- zación, el lector debe recordar la adver- tencia que acompaña a tantos productos de la sociedad de consumo que Ferguson ensalza y practica: Handle with care! ~

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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