Ciudadano Hearst

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El mito de William Randolph Hearst lo presenta como un villano casi perfecto: “padre del periodismo amarillista”, propagandista que usó sus diarios para promover su carrera política (fue elegido congresista en 1902 y 1904 pero fracasó en las elecciones por la alcaldía de la ciudad de Nueva York, la gubernatura de ese estado y la presidencia), para involucrar al país en una guerra e incluso para provocar un magnicidio. Sin embargo, su historia está repleta de exageraciones, falsificaciones y contradicciones dignas de los relatos esperpénticos que sus diarios hacían pasar por información.

En 1880 el magnate minero George Hearst recibió en pago por una deuda de juego el periódico San Francisco Examiner, el cual le interesó muy poco, sin embargo su hijo único William Randolph se entusiasmó con la idea de dirigir uno, de modo que se lo pidió. En 1887 su padre aceptó a regañadientes ya que prefería que su hijo se ocupara de sus intereses mineros y a partir de ahí la historia de los Hearst y la ficción fílmica creada por Orson Welles en Ciudadano Kane (1941) se entrecruzan, poniendo en evidencia que la realidad en el siglo XX a veces es inseparable de su eco en la pantalla.

William R. Hearst compró el mejor equipo disponible para imprimir el que llamaría “el monarca de los diarios”, contrató a las mejores plumas del país y se enfocó en transformar las noticias en historias de coraje y cobardía, en dramas intensos y sublimes donde los hechos no debían obstaculizar una buena narrativa. El Examiner comenzó a tener éxito y en 1895 Hearst compró el entonces decadente New York Journal con el cual entró a competir en el mercado de su maestro, Joseph Pulitzer. La contienda se dio en el terreno del sensacionalismo, de la distorsión, la exageración y la información convertida en alegato frenético para incendiar a las masas. De esa manera el periodismo entraba al siglo XX por la puerta del entretenimiento.

Hearst infló los tirajes del Journal hasta alcanzar el millón de ejemplares para aplanar al viejo Pulitzer. Pero el objetivo de Hearst no tenía precedente y su ambición era construir un poderoso imperio mediático, el cual en su momento cumbre tenía veinte diarios y once dominicales. Uno de cada cuatro estadounidenses se informaba o desinformaba en sus páginas. Hearst sabía que en el siglo XX no bastaba con controlar la palabra a través de periódicos y revistas, por lo que extendió su imperio al adquirir estaciones de radio, invirtió en la televisión y produjo numerosas películas.

En 1898 Hearst lanzó en el Journal una campaña enfebrecida que duró cerca de dos años para convencer a la opinión pública de la urgencia de declararle la guerra a España que era la potencia colonial en Cuba. Los recuentos hablaban de violaciones, mutilaciones, asesinatos y, por supuesto, masacres de bebés. Por su parte el New York World no dudaba en hacerle eco contando historias de horror de los españoles en el Caribe. Entre la propaganda diseminada por Hearst destaca el relato de Evangelina Cossío y Cisneros, de diecisiete años, que había intentado llevar a la cama a un oficial español para asesinarlo. El empresario pensó que esa era la heroína que necesitaba para crear un folletón romántico que conmoviera a las masas, el símbolo de una nación cautiva, la “Flor de Cuba” y el prototipo de la doncella en peligro. Hearst manufacturó una historia inverosímil, cursi y descabellada en forma de melodrama por entregas en sus páginas que concluía con un rescate espectacular por empleados de The Examiner. Esto es lo que Hearst denominaba el periodismo de acción, caracterizado por un presunto compromiso con las causas populares.

El público estaba preparado para una guerra cuando en febrero de 1898 tuvo lugar la célebre tragedia del Maine, un acorazado estadounidense que explotó por razones desconocidas en el puerto de La Habana, matando a 266 marinos. Inmediatamente se responsabilizó a los españoles del sabotaje y el acto fue usado como la justificación para el ataque. Cuando la guerra estalló, Hearst trató de enrolarse como comandante de la marina pero fue rechazado. Así que se lanzó a Cuba con reporteros y un cinematógrafo a bordo de su propio yate. Aparte de pretender hacer periodismo, Hearst capturó a veintinueve soldados españoles y mandó una carta al rey de España dándole sus condiciones para la paz. Pocos años más tarde Hearst escribió que alguien debería darle un balazo a William McKinley. El 6 de septiembre de 1901, poco después de su reelección, el anarquista Leon Czolgosz le disparó al vigésimo quinto presidente de los Estados Unidos dejándolo gravemente herido para morir pocos días más tarde.

Se compara seguido a Hearst con Rupert Murdoch, y se les imagina como símbolos de la concentración de los medios en unas cuantas manos. Aparte de las obvias similitudes, se trata de dos magnates con objetivos muy distintos. Ambos compartían la visión de los medios como herramientas políticas, ambos creían en la acumulación de medios y los dos representan la perversión del oficio. William Randolph Hearst, nacido hace ciento cincuenta años, un 29 de abril de 1863, muere en 1951, y aparentemente su última palabra no fue “Rosebud”. ~

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(ciudad de México, 1963) es escritor. Su libro más reciente es Tecnocultura. El espacio íntimo transformado en tiempos de paz y guerra (Tusquets, 2008).


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