Temperaturas de un siglo que amanece en el DF

Pocas urbes en el mundo como la capital de México reúnen, en su geografía infinita y confusa, tantas historias. Presentamos tres de ellas: la instalación fotográfica de Spencer Tunick en el Zócalo, el adiós al edificio de Relaciones Exteriores de Tlatelolco y las nuevas playas de la ciudad.
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DIECIOCHO MIL BULTITOS DE ROPA

“Operación Tunick en marcha” decía el mensaje que a las tres de la mañana del domingo 6 de mayo llegó a mi celular. El mensaje era la señal que advertía que, en menos de treinta minutos, los amigos con los que desde hacía unos días había acordado ir a la plancha del Zócalo capitalino, para ser partícipes de la instalación de desnudos de Spencer Tunick, estarían a la puerta de mi casa. 

Pensé en lo poco oportuno que resultó haber convocado a los amigos cercanos para asistir en conjunto. No es lo mismo desnudarse frente a miles de desconocidos que ante los ojos de aquellos con quienes compartes la sal y el vino cada fin semana. Pero era muy tarde para el pánico escénico: llamaban ya a la puerta.

Al llegar al centro histórico, sobre la calle de Madero, no dejaba de sorprendernos la cantidad de coches que esperaban adentrarse en las calles aledañas al Zócalo, y observábamos intrigados las miradas esquivas de nuestros futuros vecinos nudistas. Hasta ahí, el pudor todavía iba sobre ruedas.

La entrada fue relativamente ágil. Tras veinte minutos de fila, una instrucción por parte de los organizadores liberaba nuestra ala y daba luz verde al acceso. Mientras avanzábamos, un par de muchachos preguntaba con cierta avidez si nos sobraban hojas de registro. El tono con el que las solicitaban recordaba a los revendedores de boletos a las afueras de los estadios deportivos. Y no se antojaba imposible que en un par de horas, cuando las hojas de registro repartidas en las mesas oficiales estuvieran agotadas, la vocación revendedora aflorara. Si no sucedió, fue porque el número de participantes superó las expectativas y hubo que limitar el acceso.

Cuando entramos a la zona donde se llevarían a cabo las tomas fotográficas, el Zócalo estaba resguardado por un cintillo amarillo y los organizadores, ayudados por megáfonos, pedían a los recién llegados tomar asiento sobre 16 de Septiembre en espera del resto de los participantes.

La espera fue larga, pero tolerable gracias al ingenio de miles de personas que sentadas, amontonadas y en el delirio del cansancio, hacían broma de cualquier ocasión.

 
 

Los ánimos alcanzaban la cima porque ya alguien promovía una “ola”, o porque ya otro, con disimulo y bellaquería, hablaba de quienes, tarde, se nos iban incorporando. Un calzón que andaba de mano en mano nos entretuvo unos minutos, para después dar paso a la fascinante indignación de un asistente que reclamaba su derecho a entretenernos haciendo “dominadas” desde el peldaño más alto de una escalera metálica. Por su parte, entusiastas con pretensiones más elevadas, como la de fundar clubes nudistas de corte internacional, distribuían pliegos de hojas entre la multitud con la esperanza de obtener un par de teléfonos y matar al mismo tiempo el hastío.

 

Después de casi dos horas de espera, el ingenio cedía paso a la tensión y al malestar de nuestras vejigas nerviosas, que encontraban poco e impuntual descanso en los escasos veinte baños Sanirent. Estábamos francamente hartos e inquietos y los organizadores hacían llamados a la calma, invitándonos a socializar con los vecinos –sugerencia que sonaba poco atractiva si tus vecinos llevaban horas lanzándote miradas lascivas, tratando de adivinar las curvas que dentro de poco descubrirían.

Cerca de las siete de la mañana, desde lo alto de una escalera al borde del Zócalo, Tunick saludaba y agradecía la presencia de miles de mexicanos: “Hello Mexico!, I’m very happy and grateful for having you all here.” Un traductor de voz anodina secundó en español las palabras del fotógrafo neoyorquino, arrancando con ello la rechifla del público. Nos indignaba la traducción de lo básico.

Las instrucciones continuaron. Nos íbamos a desvestir y, desnudos, habríamos de caminar hacia el Zócalo, ocupar una piedra por persona y ubicarnos en el centro de ésta mirando hacia el Hotel Majestic, desde donde se desplegaba una enorme pancarta recordando la posición A (de pie, con la frente en alto y las manos a los costados). Después ejecutaríamos la B (acostados boca arriba) y la C (en posición fetal), y a continuación habríamos de caminar hacia la calle 20 de Noviembre donde se harían otras tomas.

La tercera parte de la sesión era una sorpresa que, dijo Tunick, se reservaría para más adelante. Todo esto debería suceder antes de que saliera el sol, por lo que pedía agilidad, paciencia y silencio. Tras la breve explicación, Tunick subió a la terraza del Majestic donde dictaría las últimas instrucciones.

Los minutos que siguieron fueron los más tensos. “¿Qué hago aquí? ¡En masa todo se vuelve asqueroso, hasta las mariposas Monarca!”, gritaba una mujer a nuestro a lado, ante lo evidente. La espera había terminado, estábamos a punto de desnudarnos.

De pronto, desde lo alto del Hotel Majestic, se escuchó de nuevo la voz del fotógrafo: “When I tell you, just not yet, when I tell you take all your clothes off, but not yet, you will take off your clothes, but not yet, socks, jewelry and glasses and leave it right where you are standing right now.” La insistencia en el “not yet” me pareció curiosa: ¿de veras nos veíamos tan ansiosos por quitarnos la ropa? Y sí, lo estábamos, pues no acababa de darse la orden de “Now, take off your clothes!” –para la cual no se necesitó traducción– y ya miles de diestros pares de manos estaban desabrochando cinturones; un extravagante ruido, el de miles de cierres bajando y camisas desabotonándose a toda prisa. Nos desnudamos con una rapidez extrema.

No sé. Fue por los nervios. O para evitar el tufo a sexo que inmediatamente inundó la atmósfera. Pero todo pareció suceder en una bocanada de aire. El siguiente respiro lo liberamos a coro gritando “México, México, México”.

Mientras caminábamos sobre la plancha del Zócalo para ubicar nuestro lugar, pasamos por filas y filas de hombres, mujeres, viejos, enanos y ancianas que en pocos minutos se habían acostumbrado a su desnudez y a compartirla con los otros. La norma era estar “encuerado” y así, como lo estábamos todos, nadie se sentía vulnerado. La lascivia en las miradas se había quedado atrás, con las ropas y lo que insinúan.

Es más: en contra de lo esperado, a lo largo de la hora y media que estuvimos desnudos en el Zócalo y en 20 de Noviembre, sólo vi un pene erecto; el frío, la presión social, la curiosidad y la apabullante desnudez colectiva habían vencido a las fantasías sexuales. Una masa desnuda resultó ser tan erótica como una masa vestida. En la desnudez, como en la depresión, cada cual se preocupa sólo por la suya.

La tercera toma, la posición sorpresa, fue una serie de fotografías de todas las mujeres frente a Palacio Nacional. Mientras nosotras posábamos, los hombres se vestían. Con la ropa de intermedio, ellos recuperaban la libido y nosotras el recato. A nuestro regreso, miles de ellos nos fotografiaban con sus celulares e insinuaban erecciones. Frustración vil, porque jamás en toda su vida volverán a ver a miles de mujeres desnudas frente a sus ojos. Pena por ellos. ~

– Cynthia Ramírez 

 

TLATELOLCO ABANDONADO

Cuando Héctor Bourges y Laura Furlan me invitaron a participar en una experiencia teatral en el edificio abandonado de la Secretaría de Relaciones Exteriores en Tlatelolco, no imaginaba cómo sería. El edificio, obra de Ramírez Vázquez y Mijares, es el reflejo de una época que creía en el aglutinamiento y la concentración como forma de gobierno. Así que, en el mismo espacio, encontramos la oficina del secretario, con su comedor, cocina y helipuerto, y el expendio de pasaportes. Las salas políglotas de reunión diplomática y los despachos de asuntos jurídicos. Todo conviviendo.

Ahora sólo queda el esqueleto y el polvo, la carne del tiempo. El edificio, que pasó a manos de la PRD, albergará un instituto cultural, centros de estudio, la sede del Consejo Universitario y, principalmente, la memoria del 68. Pero todavía no. Lo que hay es el resabio del abandono que encontramos, poco a poco, durante el paseo por el inmueble: el inmenso salón Juárez con la famosa sentencia del benemérito presidiéndolo, en el que sólo quedan sillas de oficina, innumerables astas bandera y un piano de cola Steinway –regalo para la UNAM– que no sabemos bien a bien qué hacía en el salón de las firmas de tratados y conferencias diplomáticas; la galería de los grandes brindis, con su balcón sobre las ruinas prehispánicas y la plaza de vibra trágica, como el palco hacia un escenario para fantasmas.

Después de la mudanza hacia la nueva sede de la Cancillería, se quedaron en el camino diversos objetos que nos hemos encontrado: la vajilla completa con el membrete de Relaciones Exteriores junto a los refrigeradores desconectados del sótano, alternando con carpetas regadas por el piso, papeles, reproducciones de Van Gogh y Gauguin, flores resecas y sobre todo, el manual de conducta del embajador mexicano: cómo debe vestir y conducirse si pretende representar bien a esta patria bendita.

Todo esto en el piso, como en una escena de Tarkovsky en la que sólo falta la inundación que no tardará en llegar. En un casillero, hallamos una carta de amor cuya historia, imaginamos, no terminó bien; en los archivos, una libreta sin usar en cuya solapa sólo decía: “Somos compatibles, intelectual, sentimental y sexualmente”, nada más. Y así seguimos. En asuntos jurídicos, el letrero de “Espere su turno” trabado en el 70, presagio terrible para el cliente 71; una serie de actas trituradas en las que se alcanzan a leer sentencias de extradición y números de folio de delincuentes famosos, como Amado Carrillo. Huellas de balazos perdidos en las ventanas, grabaciones de peticiones de asilo, discursos de embajadores y de gobiernos pidiendo banderas mexicanas. En la sala del desglose de pasaportes, el vacío y sólo letreros en la pared en el siguiente orden: “San Bernardino. Dallas. Nueva York. Puerto Vallarta. Chicago.” ¿Qué pasaba en esa oficina? En el patio interior, los restos de una cafetería lamentable, cuyo cascajo evoca la memoria del 85.

Y en la torre, los letreros que anuncian oficinas olvidadas. En el piso seis, las oficinas llevan el siguiente orden: “Director de Medio Oriente.

Director para África. Director General.” En el piso cuatro, el Diario Oficial de la Federación olvidado junto a viejos mapas de la urss. En el piso dieciocho, una magna reproducción de un mapa de la ciudad de México de principios del siglo XIX en la pared, junto a la ventana que revela la ciudad actual, como si fuera una broma. El piso diecinueve con sus grandes techos y sus escaleras hacia cuartos recoletos y el piso veinte, oficina del secretario, cuyos ángeles barrocos tallados en las puertas y su mesa de diez metros de largo para las comidas nos transportan hacia el delirio del poder.

La ciudad va apareciendo mientras subimos por los pisos y la Plaza de las Tres Culturas –en cuya esquina opuesta se alcanza a leer “Carnicería”– se ve con mayor claridad. En un cuaderno que encontramos había lecciones de inglés para empleados, ejercicios de conjugación en diversas personas y varias sentencias. La última, paradójicamente, es la siguiente pregunta: “Can I live in Mexico? Can You live in Mexico? Can He live in Mexico?…” y, tras mucho vacilar, siempre caemos en la respuesta afirmativa aunque nunca sepamos porqué.

El edificio es reflejo de un México que ya no conocemos y el coloso ejemplar de una zona que ya empezamos a abandonar. ~

– Carlos Azar 

 

 

EL TEATRO DE LAS PLAYAS DE MARCELO

Escena 1: Antes de caer en la alberca y después de saltar

Le preguntan si el agua de la alberca está sucia. Responde que no. La cámara vuelve a soltar otro flash. Un periodista asevera que el agua está en condiciones reprobables. Él, que además de querer refutar a los opositores tiene un cargo público, echa mano de su mejor clavado para demostrar que el agua no está contaminada. Nada porque quiere probarlo ante las cámaras. Que no se diga que la playa artificial de Villa Olímpica ofrece enfermedades insospechadas por los médicos. Y, además, si los clavados en La Quebrada son un distintivo de Acapulco, él se autoriza a improvisar otro clavado. Que no se diga que Guillermo Sánchez, delegado de Tlalpan, no hace lo posible por ambientar una playa rodeada de edificios.

Lleva su demostración a las últimas consecuencias. Que no se diga que no: bebe agua de la alberca. Declara: “Está muy rica. La ventaja es que no está salada, pues, por lo regular, uno se toma su buche de agua.” Sobra decir: aquí la postal de alguien que, como otros, defiende las playas artificiales.

Escena 2: Prueban el agua de la alberca, no a tragos sino en un laboratorio

El delegado del PRD sugiere beber de la alberca y se va. Llegan los diputados locales del PAN sin haber escuchado la sugerencia del delegado, pero tienen sed de orden. Escudriñan las condiciones de seguridad y, de paso, toman muestras del agua. La prensa atiende cada trago y cada análisis del agua. No es para menos: un día antes, en la playa de Azcapotzalco, en el Deportivo Reynosa, algunos niños emergieron de los chapoteaderos escurriendo un líquido que quería ser agua pero más bien parecía lodo. Pero que el administrador del deportivo, Iván Basurto, nos ponga al tanto: “Lo que pasa es que no secó el impermeabilizante de las albercas y ése fue el problemita que tuvimos.” Un periodista avispado observa el agua sucia y se lo comenta a Guillermo Sánchez, sin imaginar que provocará el mejor clavado del delegado. Los periódicos no pierden la oportunidad para fotografiar al hombre sonriente y suspendido en el aire. Y los lectores tampoco pierden ocasión para comentarlo. Si el agua está o no contaminada es un tema de octava fila, pues los mandatarios, tanto del PRD como del PAN, se enredan en lo secundario –dicen, en coro griego, los lectores. Debieron utilizar esos recursos para los asuntos de primer orden –ésta, la crítica que se repite. Debieron invertir los dos millones de pesos en el programa vacacional, en la educación, en la apertura de cinco bibliotecas.

Escena 3: Un cocodrilo inflable que, en la alberca, se abre paso entre la gente

Mientras los gobernantes discuten y la prensa registra el blablablá, la gente llega y se instala en las playas artificiales.

Al tiempo que se defiende y ataca el proyecto, un hombre infla un cocodrilo de plástico. Aquí el asunto de primera línea es inflar tamaño cocodrilo, y no si alguien está en desacuerdo con estos espacios. Nada importa que el dinero se hubiera podido usar de otra manera: importa que él es padre de familia y que se probará patriarca inflando el cocodrilo. Por otro lado, de haberse montado cinco bibliotecas, ¿las habrían visitado las cien mil personas que acudieron a las playas artificiales en Semana Santa? El hombre que se lía con el cocodrilo inflable respondería que no. Dice: “Desde las ocho de la mañana que abrieron las puertas estamos aquí disfrutando el futbol, el paseo en poni, las películas, el concurso de pasteles de arena.” Termina de inflar su cocodrilo, sus hijos se entusiasman, pero él quiere probar su talento para inflar antes que nadie. Él y el cocodrilo flotan en la alberca. Sobra decir: aquí la postal de alguien que, como tantos otros, disfruta una playa artificial.

Escena 4: Sábado de gloria, sábado de alberca

Mientras el cocodrilo inflable y el hombre se abren paso entre la gente, una voz femenina dice con megáfono en mano: “Si se sienten mal, si de pronto ven lucecitas de colores, les suplicamos que salgan del agua y se pongan en situación de reposo.” Y cabe mencionarlo: los coordinadores de cada área, traje de baño y sandalias enfundadas, son trabajadores de la Delegación. Prestan su servicio y megáfono a los visitantes. (Sesenta por ciento de los asistentes responden a la primera línea de Return Ticket de Novo: “Tengo veintitrés años y no conozco el mar.”) Se entierran entre la arena y el pasto, nadan, ven películas con temática del mar y no de un Jesucristo español y bonachón. La diversión permitida: Prohibido beber alcohol pero no el agua de la alberca. Los organizadores prestan su voz, intermitencias recurrentes, en pos de la comunidad: “Giovanna quiere dedicar la siguiente melodía a Paco” o “Quien encuentre un billete de cincuenta pesos haga el favor de traerlo porque es para el pasaje de estos dos muchachos”.

Salta un caso. Un niño, en calcetines y francamente desconcertado, sube a la tarima. Megáfono: “Si alguien vio unos tenis blancos haga el favor de regresarlos.” El gobierno del DF arrojó las cifras al cierre de las playas. Saldo blanco y unos tenis blancos. Sobra decir: aquí la postal de alguien que, como otros, pasó un mal momento en la playa artificial.

Escena 5: Los edificios hacen un círculo alrededor de la playa

Del mismo modo que los edificios rodean una playa artificial, el proyecto emprendido por el gobierno del DF yergue preguntas que hacen un círculo a nuestro alrededor. ¿Porqué traer cinco playas a la ciudad? ¿Por qué preferir playas a la educación? ¿Por qué una alberca antes que un libro? ¿Por qué un delegado prefiere arrojarse a la alberca en vez de dialogar y discutir? Luego de plantear sus argumentos, ¿por qué desviar la discusión al asunto del agua? ¿Qué significado tienen estas playas?, ¿no son, acaso, fruto del ingenio? El ingenio es intrínseco a nuestra cultura. Unir dos tubos con un chicle o pegar dos pedazos de un corazón también con chicle. A falta de recursos: el ingenio. Solucionar la falla como se pueda, llenar el hueco con lo que hay. El ingenio no pertenece a un estrato social, es una salida con miras a solucionar. Ganas de cubrir un hueco. Pero el ingenio tiene escalas y hay de huecos a hondonadas. Marcelo Ebrard decide inaugurar las playas artificiales, la gente acude a ellas y se muestran las escalas del ingenio. Los visitantes llenan botellas de coca-cola con agua de horchata, y el gobierno trae playas a la ciudad: miniatura y gran escala del ingenio. Soluciones paralelas. Si no hay playa, que la traigan; si no hay cantimplora, qué más da. Falta decir: las playas artificiales fueron la postal de nuestro ingenio. ~

Brenda Lozano

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Es politóloga, periodista y editora. Todas las opiniones son a título personal.


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