Fotografía: Getty Images

Oshima y la doble muerte

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Compré una pluma japonesa para escribir, que no es bolígrafo ni pluma fuente ni plumil. Es de plástico y barata. Su punta es de pincel, y en la caña contiene tinta negra semejante a la tinta china. ¿Desde cuándo se comercializan estos pincel-plumas ideales para la caligrafía japonesa? No lo sé, pero cuando lo conseguí en la papelería trajo a mi memoria a Junichiro Tanizaki, quien describió el instrumento mucho antes de que existiera. En El elogio de la sombra (1933) insertó una comparación entre el pincel y la pluma fuente: “supongamos que el inventor de la pluma fuente hubiera sido un japonés o chino de otros tiempos. Es evidente que la habría provisto de una punta de pincel, en lugar de una metálica”. Tanizaki razonaba con este ejemplo las diferencias entre Oriente y Occidente, conjeturando cómo habrían sido la ciencia y la tecnología si se hubieran desarrollado en China y Japón lejos de las influencias occidentales. Es indudable que la tecnología japonesa se ha desarrollado en usos peculiares y aun privativos, a veces difíciles de entender para nosotros. ¿Y cómo habría sido el cine si los japoneses hubieran inventado la cámara?

Ahora que ha muerto Nagisa Oshima (15 de enero de 2013) se me ocurre responder a esto ocupándome del encuadre cinematográfico. A diferencia del consabido uso occidental del set como un foro teatral donde la cámara juega a internarse en la escena a partir de la “cuarta pared”, en el cine japonés moderno se le dio al encuadre una ubicación propiamente arquitectónica dentro de la casa. Por ejemplo, en las comedias de Yasujiro Ozu la cámara queda emplazada como una recámara adyacente, alineando perfectamente el encuadre a las proporciones del espacio, de los muebles y aun de los colores y los elementos decorativos, con una pureza de trazos verticales y horizontales que puede recordar las telas de Mondrian. Aunque el cine de Nagisa Oshima es diametralmente opuesto en género y contenido al de Ozu, no cabe duda de que en El imperio de los sentidos (1976) la cámara suele emplazarse también como recámara. No es este, desde luego, un rasgo exclusivo de Ozu y Oshima, pero cabe confrontarlos porque Oshima dio un paso más allá en la exquisitez formal: incorporó a esta cámara-recámara la visualidad de la pintura erótica china y japonesa. El imperio de los sentidos, defendida siempre por su autor como una película pornográfica, alude claro está a las estampas del género shunga que en otro tiempo se usaban para ilustrar novelas eróticas (llamadas “libros de amor”), pero que también se obsequiaban en libritos gráficos que ilustraban sobre posiciones sexuales a las parejas recién casadas. Escenas de esta cinta evocan la pintura erótica de Keisai Eisen, Harunobu, Utamaro, Hokusai y otros artistas que en Japón se ocuparon del “mundo flotante” o mundo de las cortesanas, y de la “unión de las nubes con la lluvia”, como se designaba el acto sexual en la pintura china. Usos de este género pictórico han quedado, desde luego, registrados en la literatura. Habla una prostituta metida a costurera:

¿Quién pudo ser el pintor cuyo pincel se paseó por el forro del traje para hacerle un ornamento? Ayuntados, un hombre y una mujer exponían ahí su desnudez. La mujer hacía abiertamente alarde de su piel espléndida. Retozaba con los talones al aire y los dedos de los pies crispados. La vista se embelesaba con el espectáculo; no podría una creer, de tan viva que parecía, que fuese la imagen de una forma humana, y despertaba no obstante la ilusión de que salían de esas bocas inmóviles dulces palabras. Ardiendo de excitación, me apoyé un momento sobre mi cajón de costura: me sobrevino el deseo de poseer a un hombre [Ihara Saikaku,Vida de una mujer galante, 1686].

Tal como en esas series de estampas que diseñan encuentros sexuales en parejas o en grupos, Oshima declaró a la revista Positif en 1978: “El espacio en El imperio de los sentidos fue delineado como diferentes alcobas de amor. Creado artificialmente, se diseñó de punta a punta para la voluptuosidad.” En la mirada pornográfica de Oshima, además de los desplazamientos del encuadre dirigidos entre el espacio y el coito –en la estampa japonesa todos los elementos decorativos y aun los exteriores, como los árboles y las flores, aluden al momento afectivo que se expresa, centralmente, en el foco de una genitalidad amplificada–, existe una constante invitación al ingreso de la mirada exterior por medio del descorrimiento de las puertas y la presencia de mirones o testigos. En la estampa, entretanto, se hace el amor frente a terrazas abiertas, en galerías exteriores y frente a las miradas no tan indiscretas, más bien participativas, de los sirvientes. La función del mirón no se atribuye, así, solamente a quien ojee la estampa sino que es parte de una verdadera triangulación erótica, y en el cine de Oshima se vuelve al fin la asistencia del espectador a un rito de amor y muerte –una asistencia diríase responsable, porque la de Oshima es una pornografía crítica, sus personajes viven la sexualidad en contra del orden, de las instituciones y de la guerra (es notable la secuencia en que el protagonista Kichizo marcha a sabiendas a su propia muerte en el lecho de su amada Abe Sada, en sentido inverso a una columna de soldados que se dirigen a la guerra)–. El esquema de fondo de El imperio de los sentidos es el doble suicidio japonés, el rito por medio del cual los amantes que no hallan lugar en la sociedad, ni modo de consumar armónicamente su unión en el mundo, se ofrecen uno a otro la muerte. “El suicido en Japón –son palabras de Oshima– es una tradición cultural sumamente venerable. Cuando protestamos por algo con especial vehemencia, lo hacemos con nuestra propia inmolación… No está considerado como algo condenable, y los suicidas son también considerados hombres justos” (revista Contracampo, núm. 14, julio-agosto de 1980). La tradición del doble suicidio echa luz tanto sobre el plano argumental como sobre el plano ético de la cinta. Echemos un atisbo.

El doble suicido supone un ir más allá de la actividad sexual. Si expresa una situación limítrofe, en esa medida aparece también como final necesario y trascendental en numerosísimos relatos. Por ejemplo, en algunos de los cuentos de samuráis deEl gran espejo de amor entre hombres (1682), de Ihara Saikaku, en que los guerreros amantes eligen morir juntos. En “El amor trágico de dos enemigos”, uno de ellos descubre que el otro, a quien ama apasionadamente, ha sido el asesino de su padre. Deciden quitarse la vida. La madre, que es también la viuda del hombre asesinado, “entró en la habitación y  levantó la sábana que les cubría, y vio que Shinosuke había atravesado el corazón de Senpatyi con su espada que había pasado a través de su propio pecho y había salido por su espalda”. De este modo el relato contrahace crudamente la figura de una postrimera relación homosexual. El doble suicidio puede realizarse o no durante el coito. Los amantes en El imperio de los sentidos eligen el ahorcamiento de uno de ellos para alcanzar el mayor clímax.

La cinta tiene sinuosos antecedentes. En 1967 Nagisa Oshima había realizado una película absolutamente desesperanzada sobre la situación contemporánea del Japón, Verano japonés: doble suicidio. He tenido oportunidad de verla. Es la historia de un suicida y una chica “libertina” secuestrados por un grupo criminal que desea unirse a un francotirador norteamericano que está sembrando el terror en una ciudad japonesa postapocalíptica. En una cansina contienda de “todos contra todos”, los protagonistas solo pueden consumar el coito en medio del tiroteo donde el francotirador, los criminales y ellos mismos son abatidos por la policía sobre un montículo arqueológico (¡que representa en esta ensalada al Japón ancestral!). La cinta quedó como fallida no solo por su tratamiento defectivo del doble suicidio, sino porque poco después el cineasta Masahiro Shinoda, compañero de generación de Oshima y de algún modo su rival artístico, produjo Doble suicido en Amijima (1969) basada en la pieza clásica de igual título (1720) de teatro de marionetas (bunraku), extraordinaria realización del tema y una de las cimas del arte cinematográfico japonés. Este “doble suicidio” magistral borró del mapa el antecedente de Nagisa Oshima… pero todo sugiere que Oshima se sacó la espina con El imperio de los sentidos. Preocupado por las luchas políticas del Japón, por la vida civil y las ideas libertarias, y con distancia saludable de la cinta de Shinoda, Oshima no recurrió para armar su relato a la literatura clásica japonesa sino a la nota roja, llevando a escena la historia de dos amantes que en 1936 condujeron su amor al asesinato y la emasculación. En verdad no hay un doble suicidio en la cinta, pero el esquema está bien presente, cosa que Oshima deja explícita en la imagen, filmada cenitalmente, de los amantes tendidos lado a lado, justo como lo hizo Shinoda en su obra maestra. Si en Shinoda el final es profundamente sombrío, Oshima va un poco más allá, ofreciendo un desenlace que alude insólitamente a la felicidad: una voz en off nos informa que Sada Abe deambuló durante cuatro días por las calles llevando en la mano el miembro y los testículos de Kichizo, y que quienes la arrestaron la hallaron con el rostro deslumbrante de felicidad. Oshima alude así a la idea, que se halla en cierta literatura budista china y japonesa, y en algunas versiones del tantrismo, de que al alcanzar el clímax del amor se logra una iluminación desprendida de todo deseo sexual.

No deja de ser sorprendente que El imperio de los sentidos, prohibida en Japón y en su estreno en el Festival de Cine de Nueva York, se exhibiera en la ciudad de México muy poco después de su estreno en Francia. Yo la vi con amigos de la Facultad en un cine de la cadena Salas de Arte de Gustavo Alatriste. Las proyecciones se hacían por la noche, con la sala semivacía. Era una película pornográfica y al mismo tiempo una obra de arte. Con mi pluma de punta de pincel escribo ahora: ¿cómo habría sido la pornografía cinematográfica si los japoneses la hubieran inventado? ~

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(ciudad de México, 1956) es poeta y ensayista. Su libro más reciente es 'Persecución de un rayo de luz' (Conaculta, 2013).


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