Llamo violencia a una audacia en reposo enamorada de los peligros.
Jean Genet
You can’t win (1926), la novela autobiográfica de Jack Black se sitúa entre dos polos de la experiencia humana: el santo y el maldito; es parte de esa literatura marginal que inaugurara François Villon y que no es otra cosa sino la reinvención del mito luciferino[1]: la búsqueda de la autonomía y la consecuente condena.
El libro comienza con la muerte de la madre de Black, a quien recuerda sin particular cariño. Días después del funeral, su padre lo interna en una escuela católica donde tiene el primer contacto con la vida de los forajidos gracias a los relatos de Thomas, el cochero de la escuela:
“¿Hay buenas noticias, Tommy?” “No, chico, no hay buenas noticias. Hay malas noticias, espantosas, terribles”, respondió con la voz pasmada y llena de reverencia. “Noticias terribles. Jesse James ha sido asesinado, muerto a sangre fría por un traidor”.
Acto seguido se calló y no hablo más durante el resto del día. Después me contaría muchas de sus historias. Lo idolatraba y, como mucha gente buena de Missouri, creía que Jesse nunca había disparado un tiro salvo en defensa propia.
Black tiene un pie en el siglo XIX y otro en el XX, vive entre el fantasma de la migración de 1849[2] y un puñado de leyendas sobre forajidos, vigilantes, ladrones, prostitutas y apostadores. Carl Sandburg, poeta e historiador estadounidense, diría de James: “es el único clásico norteamericano, equivalente al Robin Hood de Inglaterra. Sus hazañas rozan lo mítico”[3]. Inconscientemente, asume la historia que le relata Thomas como una suerte de destino:
Al crimen siguió una veloz retribución, de una manera u otra. Tomé pocos vasos de vino mientras viajé en esta ruta. Rara vez vi a una mujer sonreír y pocas veces escuché una canción. Durante veinticinco años robé todas estas cosas y hoy voy a escribir sobre ellas, de la misma forma que lo hice cuando las robé: con una sonrisa.
Sus primeros encuentros con la ‘Familia Johnson’[4] –submundo de indigentes, inadaptados y forasteros que recorrieron Estados Unidos poco después de la fiebre del oro– le enseñan que existen códigos que tienen que respetarse: un Johnson siempre cumple su palabra y paga sus deudas. Al respecto, William Borroughs diría:
Leí por primera vez You can’t win en 1926, en una edición de cuero rojo. Entumecido y confinado en una familia de clase media y buenas costumbres de Saint Louis, quedé fascinado por este vistazo al bajo mundo de pensiones, casas de apuestas, prostíbulos y madrigueras de opio, de celdas y ladrones y junglas de indigentes. Aprendí de los buenos vagos y ladrones de la Familia Johnson un código de conducta que tuvo más sentido que las arbitrarias e hipócritas reglas que todo mundo daba por hecho como “buenas”.
El mundo que construye Black poco a poco se desmorona: sus amigos mueren y otros desaparecen en la vorágine del Oeste. Él, por su parte, sale y entra de la cárcel a partir de una serie de infortunios. Pese al tono casi testimonial del narrador, cierto lirismo penetra en las descripciones, motes y tristes destinos de personajes como Salt Chunk Mary[5], foot-and-a-half George, Sanctimonious Kid. Melancolía. Tristeza por lo que se derrumba. Aventura y patetismo se combinan hasta el momento en que Black es capturado una vez más y condenado a ocho años de prisión debido al perjurio de una mujer.
Mis primeros meses en la cárcel fueron bastante duros. Todo lo que hice fue odiar a Irish Annie y planear maneras de vengarme. Mantuve la pista a través de amigos, así me enteré que su castigo comenzó cuando regresó a Canadá. Sus chicas la abandonaron cuando se dieron cuenta que me delató; sus amigos en Tenderloin la evitaban como si tuviera lepra. Expulsada por los marginados, tomó cuanto tenía y partió hacia la fiebre del oro en Alaska.
Preso, lo único que le queda es el opio. Fuera de su celda solo existe el horror de las camisas de fuerza, los abusos, las insidias y el contrabando. Cansado, con la certeza de que morirá si se queda ahí un día más, escapa.
Aquí podría acabar el relato. Borroughs escribiría que el mayor mérito de Jack Black es “recuperar un capítulo de la vida de Estados Unidos ya perdido”. Él mismo memorizaría algunas partes del libro –sobre todo, aquel en el que foot-and-a-half George le dispara a un vago– y las integraría en varias de sus novelas, entre ellas, Place of Dead Roads (1983), un western rarísimo que mezcla viajes en el tiempo y cowboys homosexuales. “Jack Black llamó a su libro You can’t win”, dice Burroughs. “Bueno, ¿quién puede? El ganador nunca se lleva nada. ¿Hubiera preferido pasar su tiempo en un trabajo de nueve horas? No lo creo”.
A diferencia de Jean Genet, otro ladrón-escritor, Black no reconcilia los polos de su experiencia en la amalgama del “santo maldito”[6]. El crimen no le ofrece ninguna revelación y, en las últimas páginas, el libro se convierte en una historia de redención: Jack Black deja las drogas y sale de la cárcel gracias a la confianza de un mecenas.
La historia de Jesse James no se repite en Black, ni alcanza ese estado de perfección que se da en la muerte –como único final glorioso del héroe. En el libro, además, faltan detalles sobre situaciones a las que Black alude tangencialmente: su estatus de kingpin dentro de la cárcel, así como los detalles sórdidos de su relación con Irish Annie. Avergonzado, probablemente, las omite y despliega, en las últimas páginas, un interés humanista por reformar las prisiones en Estados Unidos[7].
El cierre de la historia, sin embargo, me produjo cierta desazón. ¿Hubiera preferido ver al criminal ejecutado antes que redimido? ¿Será que, hipócritamente, deseaba ver castigada esta –o cualquier otra– desviación social? ¿O, tal vez, esperaba ver a Black sublimado antes que eximido? Escribe Genet en Diario del ladrón:
Es necesario, me dije, que estos héroes hayan alcanzado tal perfección, que no desee ya verlos vivir para que un destino audaz les dé el último toque. Si han alcanzado la perfección, helos al borde de la muerte sin temer ya el juicio de los hombres.
El libro no es perfecto pero, pese a esto, es un relato extraordinario sobre el bajo fondo de Estados Unidos a inicios del siglo XX y el antecedente de historias que después leeríamos en los beatniks, una obra genial de un mundo ajeno a todos nosotros y a nuestra aburrida escala de valores. En una época donde los escritores nos formamos en diplomados de escritura creativa, reconforta regresar a aquellos escritores cuya vida, sin puntos muertos, se convirtió en literatura.
[1]Henry Fuseli (1741 – 1825) diría que la figura de Prometeo (o Lucifer, por la cercanía entre ambos mitos) es la expresión del artista moderno.
[2]Por la fiebre del oro.
[3]Jesse, hijo de una familia dueña de esclavos, es, también el último rebelde de la Guerra Civil
[4]Hobos, bums, gay cats, dingbats, yeggs, tramps, todas terminologíasJohnson.
[5]Jack Black escribió, junto a Bessie Betty, Jamboree, una obra de teatro cuyo personaje principal era Salt Chunk Mary. La obra tuvo poco éxito.
[6]“Llamo santidad, no a un estado, sino a la actitud moral que me conduce a él. Es el punto ideal de una moral de la que no puedo hablar porque no la veo”. Diario del ladrón, Jean Genet.
[7]En cierta medida se debe a Black que se haya popularizado el debate sobre los abusos del sistema penitenciario en el siglo XX. En su artículo What’s Wrong With the Right People?, publicado en Harper’s Magazine, Black ofrece su postura sobre el efecto de la violencia para combatir el crimen.
(Tampico, 1982) es narrador. En 2015 publicó París D.F., su primera novela, por la que ganó el Premio Dos Passos. En 2017 ganó el IX Certamen Internacional Sor Juana Inés de la Cruz en la categoría de cuento con el libro Los recuerdos son pistas, el resto es una ficción. Actualmente vive en Barcelona, desde donde mantiene El Anaquel, un blog y podcast sobre literatura y cultura.