El ironista melancólico

(Pos)verdad y democracia

Manuel Arias Maldonado

Página Indómita,

Barcelona, , 2024,, 288 pp.

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Manuel Arias Maldonado, catedrático de ciencia política de la Universidad de Málaga, es probablemente el más destacado intérprete de los asuntos públicos que ha dado mi generación. Columnista y bloguero en prestigiosos medios de comunicación, lleva años ampliando sus análisis a otros ámbitos de la cultura popular: véase el libro que ha dedicado recientemente a Alfred Hitchcock y su cine (Ficción fatal. Ensayo sobre ‘Vertigo’, Taurus, 2024). Moviéndose entre lo académico y la alta divulgación, también ha publicado sólidos volúmenes sobre la filosofía política del medio ambiente, las emociones, el retorno del concepto de soberanía o la dimensión teórica de la pandemia. Todos ellos en grandes y pequeñas editoriales que, como Página Indómita, siguen intentando, a veces contra la abulia de los propios lectores, elevar el tono intelectual de nuestro maltrecho país.

Si defino a Arias Maldonado como “destacado intérprete de los asuntos públicos” no es ninguna casualidad (el reciente trabajo de Richard Sennett sobre el concepto aplicado al arte y otras disciplinas merece aquí una alusión). Lo que se ha tratado en este libro es hacer un recorrido sagaz sobre las relaciones entre verdad y democracia. Desde hace años se viene repitiendo con excesiva complacencia que la democracia está herida de muerte porque nuestra clase política y la ciudadanía han renunciado a buscar y vivir en el contexto de la verdad. El profesor malagueño advierte desde el inicio que esta tesis no solo no está demostrada empíricamente, sino que es incompatible con la propia esencia de la democracia, que nunca ha dejado de ser otra cosa que una comunidad de intérpretes sobre hechos y no exactamente verdades (como siempre, Nietzsche al fondo). Por eso, lo adecuado sería hablar, si hubiéramos abandonado cualquier interés por los hechos, que no parece que sea el caso, de régimen posfactual y no de régimen de posverdad.

Fue Hans Kelsen, probablemente antes que Hannah Arendt, el que al preguntarse en aquel memorable libro qué era la justicia apuntó con su habitual brillantez que la verdad solo tenía sentido en las autocracias. En este tipo de sistemas la falta de pluralismo es la regla, por lo que el poder dictatorial no puede admitir discrepancias sobre la verdad oficial que ha puesto en circulación para protegerse de la disidencia. La democracia se nutre por el contrario de pluralismo –declarado como valor en nuestra Constitución– y el pluralismo implica que los ciudadanos y grupos atienden a visiones de la realidad filtradas por distintos referentes morales. En el caso de la política estos referentes suelen ser los partidos y los medios de comunicación. A partir de aquí cualquier acontecimiento sugiere distintas exégesis en torno a su origen y la forma en la que los gobiernos deben abordarlo teniendo en cuenta premisas del mundo de los valores. Por lo tanto, el campo de juego de la democracia son los hechos interpretados y no la verdad pura.

Hace muy bien en traer el autor a Max Weber a la actualidad, porque el sociólogo alemán fue uno de los primeros en abordar el problema de la objetividad cuando la ciencia y la política entran en contacto. Weber nos invitaba siempre a pensar y actuar con modestia, recordando que la objetividad no es un fin en sí mismo. Por el contrario, lo que caracteriza a los expertos que trabajan con las ciencias sociales y naturales aplicadas es el uso honesto de métodos verificados y compartidos por la comunidad epistémica correspondiente. Así las cosas, el libro dedica con acierto y rigor un capítulo a la posición de la ciencia y el técnico en la democracia. La imparcialidad y la neutralidad son dos conceptos que pueden ayudar a decidir a partir del conocimiento que previamente ha proporcionado el científico. Sin embargo, en el Leviatán moderno que gestiona la sociedad del riesgo son los gobernantes quienes deciden políticamente para que se pueda mantener en pie el principio de responsabilidad. A partir de esta premisa regulativa, el ensayo advierte de los peligros de una pretendida epistemocracia usada por el poder público como ungüento legitimador de su propio devenir errático, ideologizado o incluso corrupto. Sobran ejemplos en la España reciente.

Si la democracia está en peligro por la proliferación de posverdades, no puede dejar de analizarse el locus principal donde parecen discurrir bulos (¿acaso no proliferan mentiras en la portavocía del mismo gobierno?). Efectivamente, nuestro momento remite a una decadencia de los medios de comunicación tradicionales y a una fase en la que la galaxia Gutenberg va dejando paso a una nueva realidad tecnológica donde convive el texto tradicional con la imagen y el sonido (las visiones más pesimistas de Marshall McLuhan aún no se habrían cumplido). Arias Maldonado es consciente del deterioro de la opinión pública, principalmente por la multiplicación de voces, la aparición del periodismo ciudadano y el debilitamiento de la industria de la edición a todos los niveles. Ahora bien, siendo cierto que todo ello atenúa el marco de análisis de lo factual, porque se pluralizan hasta la extenuación los intérpretes, no se deja llevar por la nostalgia. Como ha mostrado Tim Wu al estudiar la economía de la atención desde el siglo xix, las cabeceras tradicionales siempre comerciaron con mentiras y la información profesional ha pasado ayer y pasa hoy por el filtro de quien la elabora bajo determinadas premisas deontológicas y éticas. Incluso las grandes empresas tecnológicas que proporcionan redes sociales para discutir y opinar.

El autor, en todo caso, opta por el meliorismo del proceso dado que siempre hemos andado muy justos de compromiso democrático. Conviene no banalizar la relación entre este compromiso y la verdad, como hacen los populistas más acendrados que invocan hechos alternativos. Sería mejor, en todo caso, atarse al mástil de un marco institucional que no renunciara a realidades factuales y que produjera después verdades políticas, económicas o jurídicas siempre relativas e inestables. La alusión a la veracidad del filósofo Bernard Williams, como aquí se hace en varias ocasiones, parece adecuada porque convierte a la verdad ilustrada y clásica en un principio de orientación más que en una regla decisoria definitiva. Recuérdese que nuestro Tribunal Constitucional, en sus buenos tiempos, reconvirtió la información veraz del artículo 20 ce en diligencia informativa: un conjunto de buenos haceres de la profesión periodística que funcionaba como límite interno cuando el honor, la intimidad y la imagen de terceros estaban en juego.

Estamos, pues, ante un libro lleno de hallazgos e ideas, muy bien editado y con un aparato bibliográfico excelente. Hay en la aproximación de Arias Maldonado una actitud liberal y realista, poco dada al tremendismo que a veces otros practicamos en esta España a ratos bárbara. Pareciera, eso sí, que el pueblo no queda bien parado ante la exigencia de una democracia refinada compuesta por ciudadanos atentos a la verdad, la formación cívica y la apertura popperiana a los mejores argumentos. Pero como no hay alternativa a la democracia liberal –única verdad intangible capaz de soportar una sociedad de intérpretes como la aquí defendida– el autor termina apelando a la figura del ironista melancólico, sujeto que en tiempos de convulsiones históricas ha aprendido a tomar cierta distancia sin por ello abandonar sus deberes republicanos para con la comunidad política. No en vano su imperdible blog en esta revista se llama “Casa Rorty”. ~

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es profesor visitante de derecho constitucional en la Universidad de Cantabria.


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