Pocas veces la publicación de una obra coincide de modo más certero con una época histórica en la que es plenamente necesario nutrirse de sus ideas. Este es el caso de Sobre la obligación política, de la eminente filósofa política, letona nacionalizada estadounidense, Judith Shklar. No puede dejarse de elogiar, por ello, la extraordinaria oportunidad y acierto que han mostrado los editores Samantha Ashenden y Andreas Hess al asumir la responsabilidad de recopilar y sacar a la luz estos textos inéditos de Shklar que tantas respuestas ofrecen hoy a la perplejidad que impregna no solo las filas del liberalismo político actual, sino del pensamiento político contemporáneo en general. El lector podrá comprobar cómo el cuidado y erudición de estos estudiosos de la autora queda de manifiesto en la introducción que acompaña a este libro: no solo han sabido sacar partido histórico de la gran capacidad de anticipación de Shklar a problemas actuales que se han manifestado décadas después de la redacción de estas conferencias y lecciones, sino que también han sido conscientes de ofrecer una herramienta de enorme utilidad al que quizás sea uno de los retos históricos más ineludibles a los que se enfrenta el liberalismo del siglo XXI, como ha sostenido recientemente un teórico liberal tan destacado como Timothy Garton Ash en un artículo reciente, “El futuro del liberalismo”,
{{ Publicado en el número 234 de Letras Libres, con traducción de Ricardo Dudda y Daniel Gascón.}}
en el que utiliza ideas de Shklar presentes en este volumen para una reformulación profunda del liberalismo político en clave igualitaria.
De este modo, Garton Ash se suma a un creciente conjunto de pensadores que están señalando hoy día el punto fundamental de inflexión en la interpretación de un liberalismo a la altura de los tiempos presentes, esto es, que la idea de libertad está inextricablemente ligada a un programa político de provisión de capacidades para ejercerla de hecho. Por esta razón, una potente reflexión sobre las instituciones públicas que deben comprometerse en esta tarea compete al corazón mismo del liberalismo. Lejos de asignársele un papel difuso y secundario, aquí las instituciones (y no menos los controles a ellas) aparecen en un lugar central: son garantes y custodios de derechos fundamentales. Hablamos de redistribución, en definitiva, y de la necesidad ineludible de abrir bajo ese principio una conversación pública sobre la justicia y la injusticia, tal como en su día hicieron Rawls y Shklar, respectivamente. Libros muy recientes como el de W. Edmunson, John Rawls: Reticent socialist,o el de G. Gatta, Rethinking liberalism for the 21st century: The skeptical radicalism of J. Shklar, permiten leer el valor del liberalismo político de estos autores desde una perspectiva izquierdista que ni siquiera ellos mismos se atribuían. Si los dos libros anteriores son interesantes y sintomáticos en este sentido, el último libro de H. Rosenblatt, La historia olvidada del liberalismo, es crucial. Nos habla de una historia perdida del liberalismo, colocando con potente erudición histórica acentos fundamentales en la línea de interpretación del liberalismo que venimos describiendo.
Explicitado este proceso de reformulación que está atravesando el liberalismo político en el ámbito anglosajón, tal vez quede más claro de este modo el propósito de las líneas que seguirán, que es el de servir como marco para contextualizar más específicamente la recepción en castellano de esta obra, desplegando algunos énfasis que resultan de concreto interés para el propósito descrito de reformulación del liberalismo igualitario. No resulta en absoluto exagerado decir que si hay un momento en el que se debe arrojar luz en el contexto español es sin duda este. El preocupante estado del debate político español, uno de los más polarizados de Europa según diversos estudios, hace más que saludable, terapéutica incluso, la lectura sosegada de las ideas de Shklar como instrumento para acercar en lo posible posiciones innecesariamente ásperas en un impasse histórico en el que tanto necesitamos una conversación pública constructiva. Y sobre todo es una herramienta utilísima para deshacer malentendidos esterilizantes en torno a la idea de libertad, como hemos podido comprobar en unas recientes elecciones en nuestro país en las que la libertad se ha convertido en bandera de una interpretación puramente negativa de ella y que, como pondremos de relieve, se opone frontalmente a la perspectiva liberal de Judith Sklar.
Si para algo debe servirnos la lectura de esta importante pensadora en España es para meditar por qué buenas razones otorga a la justicia social el papel que merece y le es plenamente posible en un liberalismo que debe dar respuesta a los desafíos extremos a los que se enfrentan las democracias liberales en un mundo pospandémico como el que se empieza a perfilar, entre los que la conciliación social orientada a la reconstrucción de un país no ocupa un papel precisamente menor. Entremos, pues, en la materia que nos ocupa.
Hay una lista de pensadoras de carácter indomeñable que en tiempos tan convulsos como los actuales están adquiriendo una gran relevancia como fuentes de un saber político liberal que sitúa la preocupación por las libertades de los ciudadanos en una perspectiva fundamentalmente relacional, tal como correspondería hacer a un liberalismo cívico que tanto necesitamos hoy. Mujeres como Judith Shklar o su colega Hannah Arendt (con la que discrepó en tantos puntos) pueden ser consideradas, si bien con los acentos específicos que caracterizan a cada una, como pensadoras liberales
{{Me he encargado de abordar esta cuestión en dos extensos artículos sobre J. Shklar, H. Arendt y D. Lessing [“Judith Shklar: la pasión de la distancia” y “Doris Lessing o la libertad de palabra”] aparecidos en los números 211 y 217 de la revista Letras Libres.}}
en el preciso sentido de que su principal preocupación como teóricas políticas es la defensa de la libertad cívica y la descripción de los modos y circunstancias en los que puede ser practicada y debe ser defendida. Pero sería empobrecer su pensamiento permitir que esta etiqueta se quedara solo en la superficie, limitándose a encajar sus propuestas políticas dentro de determinadas rejillas conceptuales bajo las que se entienden las distintas corrientes de pensamiento político. Máxime cuando, como veremos, la interpretación de Shklar ofrece un liberalismo político igualitarista que dista mucho de lo que se entiende a menudo por liberalismo, estribando precisamente en ello el enorme y polémico valor revitalizador de su propuesta para un liberalismo político a la altura del presente. El verdadero tesoro que nos ofrecen estas pensadoras forjadas a contracorriente (incluso del mismo Isaiah Berlin) es, siguiendo la estela de la propia Judith Shklar, un énfasis en la defensa de un concepto positivo de libertad, una libertad que no solo es arrancada al contexto social, sino, sobre todo y ante todo, ejercida en y gracias a dicho contexto. En esto precisamente se diría que consiste su personal trazado de aquello en lo que consiste practicar un “carácter liberal” y la inspiración que suponen para cualquier librepensador, más allá de una adhesión emotiva autoproclamada a esa etiqueta teórica. Diríamos, en primer lugar, que el pensamiento libre se demuestra pensando con libertad y en segundo, reclamando condiciones para que esa libertad se extienda como principio sin exclusión para todos. Una comprometida –en todos los sentidos– posición epistemológica, ética y política que las reflexiones del presente libro se encargan brillantemente de ilustrar.
En lo primero, pensar con libertad, las tesis de Shklar despliegan y muestran un tipo de temperamento intelectual y político cuyo cultivo consiste en ejercer una inquebrantable independencia de criterio. Para empezar, y de modo decisivo, Shklar tuvo el acierto de no situar el carácter liberal en ningún ideal aristocrático, individualista extremo o ascético, sino, más bien, en la tradición genuina encarnada por Jefferson o Paine, en el potencial que posee el ciudadano más anónimo y corriente para defenderse a sí mismo y, si es necesario, nadar a contracorriente: en primer lugar a título personal, obviamente, pero también en nombre de los demás. Así, Shklar contrasta el ideal aristotélico de formación del “carácter” del buen ciudadano, que hoy asimilaríamos fácilmente al entusiasmo casi “militar” del “militante” de facción, con la sosegada propuesta de ecos kantianos de un gobierno que “en absoluto demanda virtudes particulares, sino que es un gobierno para los seres humanos tal como son, no tal como deberían ser”.
((J. Shklar, Ordinary vices, Cambridge, Belknap Press of Harvard University Press, 1984, p. 235.))
En otras palabras, el gobierno de unos ciudadanos que, sin rasgos notables, tienen una fortaleza moral pacífica pero inquebrantable que pasa casi inadvertida a causa de aproximaciones más viscerales a la vida política como las que hoy nos sacuden.
La paradoja de señalar la deseabilidad de este carácter liberal desde una perspectiva psicopolítica reside en que, a la vez, Shklar sensatamente advierte de que semejante disposición nunca puede ser impuesta desde arriba como un proyecto de Estado educador, pues “es absteniéndose de querer moldear nuestro carácter como los gobiernos proporcionan el marco y las condiciones en las que podemos comenzar nuestra pequeña pero épica batalla contra la maldad”.
{{ Ibid.}}
Ninguna de estas pensadoras, por tanto, retrata o apela a héroes de la disidencia, sino a gente normal y corriente que no es extraordinaria en ningún sentido, simplemente es lo suficientemente sensata como para pararse a pensar qué están haciendo sus gobernantes y en qué les afecta. Arendt ya argumentó que los Eichmann nazis eran en su mayoría gente anodina, Shklar y Doris Lessing, que los fanáticos no parecen casi nunca psicópatas sino gente respetable, y que los atropellos se producen precisamente allí donde no alcanza la mirada abstracta de los altos ideales de justicia o de legalidad y los ciudadanos, más que psicópatas, son indolentes y desimplicados. Al caracterizar el rasgo cotidiano y trivial de la crueldad y la abyección, más allá de una teorización metafísica sobre ningún mal radical, todas ellas nos ofrecen, a cambio, la posibilidad contraria, su antídoto: que los diques de contención a la destrucción política y moral probablemente residen en gente decente, normal y corriente, con la que uno se cruza por la calle cada día. Es hacia lo ordinario, no hacia lo extraordinario, hacia donde hay que mirar: a lo que hay que temer o en lo que hay que confiar.
Dicho sea de paso, pero sin carecer de cierta importancia en los tiempos presentes, en cierto sentido la propia Shklar sirve de involuntario ejemplo de esta aversión al heroísmo impostado, en lo que se refiere a la reivindicación de su trabajo. Muy lejos de presentarse como una mujer excepcional, las escasas líneas que dedica a su autobiografía nos presentan a una mujer y a una profesora extraordinaria que se limita a dar por sentado que esa excelencia es, sencillamente, “lo que cabe hacer” y nada más. La calidad de la obra de esta pensadora bastaría por sí sola para incluirla sin pestañear en el elenco de las mejores contribuciones a la teoría política del siglo XX. Pero sucede que fue además una mujer notabilísima: se desempeñó como la primera catedrática del Departamento de Ciencia Política de Harvard y, posteriormente, fue la primera presidenta de la Asociación Norteamericana de Ciencia Política. Siempre se resistió, no obstante, a ser valorada por el mérito de representar “la primera mujer” en hacer esto o aquello, porque consideraba que lisonjear a una mujer capaz como si fuera algo excepcional no es hacerle un favor en absoluto, sino más bien mostrar una incapacidad de reconocer que una mujer preparada no es ningún milagro o excepcionalidad alguna sino algo bien frecuente. A pesar de todo, su remarcable carácter y la férrea solidez de su trabajo teórico hacen de ella un referente para el pensamiento hecho por mujeres, que tan necesaria restitución está teniendo hoy día. Precisamente por haber sido escasamente conocida por el gran público en español hasta hace relativamente poco, tiene todo el sentido del mundo empezar a hablar más y mejor sobre ella, por su relieve personal, pero también, y sobre todo, por la agudeza de sus reflexiones para comprender importantes retos políticos actuales, como la capacidad de respuesta institucional al malestar social o los desafíos autocráticos a la democracia liberal.
Ese mismo desapasionamiento en construirse una autobiografía intelectual queda de nuevo patente en el texto autobiográfico “A life of learning”,
{{J. Shklar, “A life of learning” en B. Yack, editor, Liberalism without illusions: Essays on liberal theory and the political vision of Judith N. Shklar, Chicago, University of Chicago Press, 1996. Publicado en español en el número 239 de Letras Libres, con traducción de Ricardo Dudda.}}
de gran valor informativo si tenemos en cuenta que su opinión usual sobre este tipo de escritos era que estaba demasiado ocupada como para pensar sobre ella misma. Cuando por fin accedió a hacerlo, como es inevitable en un libro homenaje, inició su texto con una autodefinición muy expresiva: “siempre he sido un ratón de biblioteca”. Que eligiera ese comienzo es entrañable y exacto, pues define desde luego su estilo filosófico y docente, en el que prima el uso de una excepcional erudición al servicio de una creatividad desbordante. Shklar leía (y hacía leer a sus estudiantes, como vemos en este libro) a Cicerón, Montaigne, Rousseau, Montesquieu o Hegel, por citar solo algunos de los grandes con los que se medía, como solo pueden leer quienes dominan el arte de la lectura reconstructiva, esto es, a contrapelo de las tradiciones e interpretaciones ortodoxas, haciéndolos revivir en el tiempo presente bajo la perspectiva de una pregunta certera dirigida a ellos (qué es una injusticia, qué razones hay para la obediencia, qué vicios son tolerables e intolerables en la vida pública…) y desvelando así en estos pensadores significaciones inesperadas, de una enorme relevancia práctica. Un verdadero ejercicio de lectura en comunidad por parte de una excepcional docente que dejó detrás de sí una estela de estudiantes brillantes y agradecidos de por vida a sus lecciones.
Junto a esta preliminar descripción del lugar central que Shklar concede a la libertad de pensamiento, no menos que a la humildad y generosidad intelectual, habíamos adelantado un segundo y crucial rasgo de su proyecto filosófico que tiene que ver con la concepción de libertad que sostiene. La noción de libertad que Shklar defiende en esta obra es muy crítica con las abundantes interpretaciones de la libertad negativa de Berlin que la caracterizan como una especie de individualismo extremo que funcionaría como cohesionador social casi por arte de magia, salvando las distancias como una “insociable sociabilidad” tal como formulara Kant, en otro orden de consideraciones. Shklar no cree en tal magia. Es hora, pues, de abordar esta cuestión y el modo en el que es específicamente desarrollada en este libro. La pregunta fundamental es: ¿puede y debe un liberal político comprometerse profundamente con la sociedad en la que habita? La respuesta es rotundamente afirmativa y hace de Shklar una defensora firme del concepto de libertad positiva. Una concepción de la libertad, esta, que despliega brillantemente en las presentes conferencias a lo largo de tres ejes temáticos. En primer lugar, una lectura de la obligación política en clave de una filosofía de lo común más allá de la mera reivindicación de no injerencia, en segundo lugar, la propuesta de un temperamento cívico liberal acorde con este compromiso político, y en tercer lugar, una breve, pero sugerente, exploración de dos situaciones límite en la vinculación normativa o relación que mantienen los ciudadanos con la ley en una democracia liberal: el caso de la desobediencia y el del exilio. Veamos brevemente cada una de ellas.
La obligación política es el eje fundamental de estas lecciones. La primera de ellas, “Conciencia y libertad”, tal vez la más desarrollada de todo el libro, sienta las bases para una muy original introducción de una posición cercana al perfeccionismo moral desde una perspectiva liberal a través del concepto de conciencia. Para ello, lo primero que hace Shklar es situar la cuestión de la obligación política, desde el punto de vista de la vinculación normativa, mucho más allá del fenómeno de la obediencia. De hecho, tal como advierte, la obediencia (y la desobediencia) es un asunto práctico de conflicto de lealtades y de cuál pesa más en un momento dado, más que un ejercicio de examen crítico de conciencia. Importa, pues, ir más allá del hecho individual de la obediencia para comprender la motivación, esto es, entender qué liga, qué obliga, a un ciudadano con un sistema normativo; habría que penetrar por tanto en una reflexión sobre la obligación política. La obligación solo hace acto de presencia cuando uno se siente “obligado”, esto es, vinculado, en el marco de un Estado que se presenta como proveedor de servicios y agente de distribución. Precisamente porque la vinculación con él no es del orden del acatamiento sino de la convicción.
Se trata, por tanto, de un Estado que exige un compromiso sincero de sus ciudadanos y una identificación institucional. Es de este modo como se introduce la cuestión de la conciencia ético-política. No es posible estar convencido allí donde solo se está vencido. La posibilidad de una conciencia crítica es la única que permite sentir una obligación política más allá de la mera obediencia y habilita un espacio para una concepción compartida de las libertades civiles. A Shklar no le interesan en absoluto unos hipotéticos héroes de la disidencia, sino el modo en el que la conciencia de un ciudadano, sin ser algo político prima facie, puede sin embargo tener consecuencias políticas en tanto la libertad que reclama para sí implica la reclamación de la libertad para otros, como ya señalamos al principio. Al individuo liberal no le importa solo él mismo: lo que le importa es vivir en un sistema liberal, no es simplemente un egoísta. El momento de autoliberación de quien se pregunta por qué debe vincularse normativamente o no a un Estado puede ser un paso necesario para promover la libertad de otros, encarnar un ejemplo con fuerza de innovación normativa, como piensa Shklar. De modo que, con esta introducción de un yo superior o conciencia, Shklar no habla de una política de la moralidad, sino de la dimensión moral misma de la política.
Esta dimensión moral es la razón por la que Shklar defiende enérgicamente la necesidad de ir más allá de un concepto estrictamente negativo de libertad como no interferencia y dirigirse a un concepto de libertad positiva. En este punto es extremadamente crítica con el trazado que de la libertad negativa hacen Isaiah Berlin y sus seguidores (“la espantosa forma en que la dibuja Berlin”, en sus propias palabras). No se trata, sin embargo, de que la rechace de plano, sino de que la concibe como inseparable de la libertad positiva y demanda una concepción que las articule correctamente. Aquí la argumentación de Shklar es sencillamente brillante, por cuanto no elige un punto de vista normativo abstracto sino, fiel a su habitual modo de razonar, basado en los males mostrados por la experiencia histórica, empezando por su propia bestia negra: el miedo y la crueldad arbitraria. Para ello invoca el gran pecado original de los Estados Unidos, que fue la esclavitud. Shklar argumenta que en los Estados Unidos la libertad toma la forma de los derechos debido a su pasado esclavista. Distingue así entre la “libertad de los amos” y la “libertad de los esclavos”. El concepto de libertad que aquí sostiene Shklar es ante todo una “libertad (liberty) expresada en derechos y quienquiera que los reclame sabe que la libertad (liberty)existe como contrapunto de la esclavitud”. Tal como retrata implacablemente, los esclavistas consideraban justos sus derechos absolutos sobre otros seres humanos y sin duda se preocupaban mucho por su libertad de expresión o por su propio derecho a no ser interferidos en el ejercicio de sus libertades de propietarios. Pero el uso principal que hacían de la libertad, como señala la pensadora, era esclavizar a la población negra. Cuando, gracias a una teoría de los derechos que combina las dos libertades, la positiva (que Shklar interpreta como la que inspiró a los antiesclavistas) y la negativa, que se hizo extensiva a toda la población y no solo a una parte de ella, los amos dejaron de tener el monopolio de la libertad negativa y se produjo su redistribución, como señala sagazmente la pensadora: se vieron obligados “a vivir a la altura de los compromisos públicos que profesaban y las leyes que de hecho habían apoyado cuando se aplicaban solo a sí mismos”.
La libertad negativa es así una precondición “para otras cosas” como las señaladas por la libertad positiva, esto es, un tipo de libertad que implica la liberación de los demás. Y no solo esto: es la libertad que, a su juicio, inspira la genuina lucha liberal contra la opresión y el fomento de la figura de “ciudadanos activos en un Estado activo” más allá de una mera afirmación de derechos que empiezan y terminan en la figura de un individuo elevado a figura absoluta, es decir, carente de vínculos. Como afirma Shklar: “El derecho en sí no es el único ejercicio de mi libertad (freedom)negativa, sino también una reivindicación contra aquellos que me oprimirían a mí y a otros. Demanda una acción positiva para constreñir a los opresores y lo hace porque oprimir a los demás está mal. Sin embargo, la ley que demanda semejante acción es en sí misma una expresión de libertad (liberty)positiva en el sentido de que es inmoral quedarse sentado sin hacer nada cuando a nuestro alrededor se abusa de un ser humano. Si no actuamos para reivindicar la libertad (liberty)negativa de todos, nuestra conciencia se revolverá”.
Tras haber trazado con maestría esta vindicación de la libertad positiva, Shklar está en condiciones de ofrecer un retrato, como hemos comentado, de ese temperamento cívico liberal caracterizado por un intenso compromiso político contra la opresión de toda especie. Y para ello nos ofrece de nuevo un ejemplo histórico en la conferencia 15, dedicada a reflexionar sobre las ideas sostenidas por el filósofo liberal T. H. Green (1836-1882), fundador de lo que se conoció como “nuevo liberalismo”, quien defendió la concepción de un Estado activo en la protección de las libertades democráticas a través del combate contra la desigualdad de oportunidades y la pobreza, con el que los liberales no solo podrían sino que deberían colaborar. Para Shklar “fueron liberales profundamente comprometidos con la protección de la libertad (freedom)política de los ciudadanos, pero su principal objetivo era hacerlo de tal modo que resultara compatible con la creciente acción del Estado para proteger a las clases trabajadoras contra la explotación y la pobreza”. El objetivo de este Estado precursor de una cierta idea de socialdemocracia no es el de adoctrinar, sino el de estar a la altura de sus principios políticos democráticos.
Para ello ha de garantizar un marco de educación ciudadana que anime a los ciudadanos a recibir una educación, que facilite la existencia de tejido cooperativo y que, en definitiva, contribuya al florecimiento del ideal ciceroniano de un “buen carácter cívico” entendiendo por tal uno que “contribuya al bien común”. Esta original relación del nuevo liberalismo con el Estado que Green propone incluía la demanda de inspecciones fabriles para prevenir abusos y crueldad, pero también de educación orientada a garantizar la igualdad de oportunidades (lo que hoy denominamos “nivelación del terreno de juego”) y una lucha activa contra la pobreza. En síntesis, una concepción del Estado como un instrumento de redistribución con el que los liberales entablaban una relación de compromiso cooperativo. Lo decisivo era que la noción de obligación presente en esta perspectiva no es la de la simple obediencia, sino la de una obligación social sentida hacia los otros ciudadanos, lo cual incluye el combate contra la primera instancia de opresión, esto es, la privación material y cultural que produce la pobreza. Esta fuerte implicación con la vida en común no excluía en modo alguno la idea del libre mercado, pero sí corregía el individualismo extremo en que a su juicio había degenerado el liberalismo económico enseñando a los ciudadanos a ser simplemente egoístas. Desde el punto de vista de Green y sus compañeros, el Estado también debía promover que las personas comprendieran que tenían obligaciones hacia el resto de sus conciudadanos.
Llegamos así al último de los tres grupos de cuestiones que habíamos señalado, la exploración de la desobediencia y el exilio como casos límite de la vinculación normativa y de la obligación política. De nuevo, tal y como hiciera en Los rostros de la injusticia y El liberalismo del miedo, Shklar logra, mediante una brillante argumentación, transmutar el rasgo negativo de una emoción o de un fenómeno en una observación crítica constructiva. En este caso lo logra subrayando el carácter cívico de la desobediencia, en la cual ve un mecanismo de perfeccionamiento del marco común convivencial mediante un uso positivo del individualismo, que entiende como vindicación de los derechos del individuo en una situación de asimetría de poder, esto es, frente a leyes que devienen injustas. En una línea de aproximación al fenómeno que es similar en este punto a Rawls, a Habermas o a Arendt,
{{Me he ocupado de esta cuestión en A. García Ruiz, “Ira, política y sentido de la injusticia”, en Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Política 7, 2017, pp. 54-71.}}
Shklar enfatiza el carácter político y no meramente expresivo o personal de la desobediencia. La desobediencia no trata de destruir el orden convivencial, sino de “hacer más justo a un gobierno potencialmente justo”. La desobediencia es, pues, un último recurso cuando todos los demás han fracasado, pero no es en absoluto algo que se contraponga a la justicia, sino una fuente de inspiración para aproximarse a ella. No se trata sin más de discrepar de la fundamentación moral de una norma, sino de “mostrar que un grupo identificable ha sido tratado sistemáticamente de forma injusta y que no queda ningún otro medio de actuación”. Quien emplea la desobediencia de este modo lleno de responsabilidad, apelando a un sentido compartido de justicia, no destruye un sistema normativo sino que lo perfecciona, señalando sus puntos ciegos y exclusiones. Una más de las innumerables lecciones que Shklar deparará al lector atento y agudo de este excelente libro. ~
Este texto es una adaptación del prólogo a la edición española de Sobre la obligación política, de Judith Shklar, que publica Herder.
es profesora de filosofía en la Universidad Carlos III. Ha traducido a Shklar. Su libro más reciente es Impedir que el mundo se deshaga. Por una emancipación ilustrada (Libros de la Catarata, 2016)