No, no quiero nada, estoy bien, gracias

Hay algo, grande y gordo, que mis dos familias tenían en común: ambas acogían en la mesa a un pariente medianamente lejano que estaba “solo”. Que no tenía familia y que venía a cenar con nosotros en Nochebuena, Nochevieja y Navidad.
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“Familia” de esas que están formadas por parejas, hijos, apellidos y genes, tengo dos. Dos diferentes como dos Españas. Aunque con los años me haya hecho, inevitablemente, más afín a un apellido que al otro, quiero a ambas por igual aunque no se lo diga nunca. Porque de eso va tener familia: de quererla y no decirlo. Y debemos mantener este tipo de tradiciones ancestrales. 

Es difícil querer lo que una siempre tuvo. A veces es como si solo encontrásemos el amor en las emociones nuevas, en las cosas que te revuelven la vida. Mi familia es mía y la amo como cada uno de los lunares de mi piel. Así de intensa me pongo porque tampoco existe una forma más liviana de hablar de ella. No hay dos manchas iguales. No hay lunar ni familia “normal”. Hay numerosos elementos que diferencian a los “Marcos” de los “de Llano”, muchos. Las mesas navideñas son y eran, claro, diferentes. No entraré en detalles, no importa. Pero hay algo, grande y gordo, que sí tenían en común: ambas acogían en la mesa a un pariente medianamente lejano que estaba “solo”. Que no tenía familia y que venía a cenar con nosotros en Nochebuena, Nochevieja y Navidad.

–Vienen el tío “X” y la tía “Y” a cenar.

–Joooooooooo.

–Ni “jo” ni “já”.

–Ni son mis tíos ni les conozco de nada.

–Son tus tíos y te quieren mucho.

Hala. El primo cura y la tía monja. O el tío soltero y la prima viuda y sin hijos. Dos clichés literarios y cinematográficos que los Marcos de Llano heredamos en algún momento de la vida y que mis padres decidieron colocar siempre a mis dos lados en la mesa esperando a que la niña les aportase algo de luz y entretenimiento a la noche navideña. O, porque –y esto lo he pensado años más tarde– nadie quería lidiar con ellos. 

Nunca supe qué decirles. Les miraba de reojo mientras pasaba mi brazo por encima de sus platos para pescar algo de jamón y pensaba en quiénes eran esas dos rara avis que solo aparecían una vez al año y de las que no sabía mucho: dos adultos sin hijos que vivían en la periferia madrileña en pisos sin calefacción, que solo bebían una copita de vino y el champán “para el brindis”, aficionados a cenar tortilla francesa y a los concursos de la tele. Que solían responder “no, no quiero nada, estoy bien, gracias”. Dos personas que olían fuertemente a colonia y que solían traerme estampitas, cromos de fútbol, rosarios o cuadernos coloreables. Que no tenían ni idea de lo que era el club Megatrix, ni las Spice Girls, ni el Barco de Vapor, ni Xena, la princesa guerrera, ni la Game Boy  ni tampoco cómo interactuar conmigo. Ni yo con ellos. Pero su losa y maldición entraban por delante cuando llegaban a casa. El legado familiar del sentimiento que me tenían que producir cuando los mirase a la cara: pena. Los tíos y las tías solteras daban pena. Así que bajaba la cabeza mientras el silencio se apoderaba de nosotros. De vez en cuando, les rellenaba la copita de vino, ignorando su “no, no quiero nada, estoy bien, gracias” y porque mi madre me había enseñado a girar la botella para evitar la caída de la última gota y me gustaba practicarlo siempre que podía. Ellos sonreían y se la bebían.  

Y así aguantábamos la noche, jalando callados y escuchando el chaparrón de anécdotas familiares que mi padre repetía año tras año como si se las reservase todas para contarlas cuando vinieran los tíos solteros el día de Navidad. Si hubiesen venido a cenar un 10 de marzo o un 7 de julio o un 20 de noviembre mi padre no estaría contando una y otra vez la anécdota de cuando solía coger coquinas con una de mis hermanas. Pasaron los años hasta que llegó una Navidad en la que el tío “X” no apareció y nadie dio explicaciones. Un par de años más tarde, tampoco vino la tía “Y”. Al parecer, con ellos, se fue la pena, ese tipo de pena, que nadie echó en falta. 

Hoy sola, confinada, pasando la Navidad en un pequeño piso sin calefacción y sin más dotes culinarias que la de una tortilla francesa, me acuerdo de ellos. “¿Pero y no tienes a nadie?” me preguntó mi madre en Nochebuena por videollamada. Y sentí en esa pregunta la vuelta de aquello que nadie quiere tener cerca y menos en las fiestas navideñas: la gente soltera que les da pena. 

Por qué no les pregunté a la tía “Y” y al tío “X”, no por “El Pampinoplas”, sino por sus lecturas, por qué no les pregunté por sus series o películas favoritas, por qué no les pregunté no por la Game Boy sino a qué jugaban cuando estaban solos y se aburrían. ¿A qué jugaban cuando estaban solos y se aburrían? ¿Por qué sé cómo se lidia con la maternidad y la paternidad –por las anécdotas e historietas de mis padres y mis hermanas– pero no cómo es lidiar con la soledad? ¿Por qué no lo contaban? ¿Por qué no se lo pregunté? Me habría sido mucho más útil. Familia igual no tienes o no quieres tener peor la soledad siempre llega.  

“Mamá, no estoy sola, tengo a la perra”. Las dos nos quedamos un segundo calladas. Ella fingiendo estar más tranquila y yo confiando en que la perra me sirva un poco más de vino cuando le diga “no, no quiero nada, estoy bien, gracias”. 

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Jimena Marcos es editora jefa de Podium Podcast.


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