Escribía mi tesis sobre el grupo de los Contemporáneos en 1980. Me intrigaba el doctor Bernardo J. Gastélum, funcionario de Salubridad y Educación, que en 1928 les daba trabajo a esos poetas y financiaba en parte su revista. Ayuno de información biográfica (no encontraba ni el año de su muerte), y pensando que por disciplina de médico y alto cuadro habría llevado un buen archivo, se me ocurrió buscar a un descendiente en el directorio telefónico.
Había cuatro o cinco personas con el apellido. Marqué al azar y contestó una hija que de inmediato remarcó su condición de señorita. Altiva y formal, rozando lo huraño, la señorita Gastélum me recibió dos días más tarde. Un rostro de papel arroz, poco agraciado, algo de rubor y colorete, perfume como un velo avejentado. Sirvió café. Más que responder, dictaba. Me mostró una condecoración francesa y las obligatorias fotos: “Mire usted, aquí estoy con mi padre en 1916 en Culiacán. Aquí estoy yo con mi moño blanco…” Cuando le pregunté si había un archivo me llevó a una oficina opaca (“aquí daba consulta”) que olía a alcohol rancio y calomelanos caducos; un escritorio macizo, un gabinete con instrumental médico, algunos libros… Pero no. Archivo no.
Cuando comencé a despedirme la señorita titubeó: “Pero… qué extraño que se vaya”, dijo, “pensé que había venido a saludarlo”. No entendí, pero fui tras ella sin decir palabra. Bajamos a otro piso y llegamos a un comedor enorme. Y ahí, ante la cabecera de una larga mesa, estaba el doctor Gastélum, casi centenario.
Con energía teatral la señora le dijo hablando fuerte: “Mire, papacito, este joven vino a saludarlo porque está escribiendo un libro sobre usted.”
Enjuto, casi translúcido, el doctor Gastélum volteó con lentitud de quelonio, me estudió despacio con ojos nebulosos, indiferentemente clínicos, y luego retomó su perfil impávido. Una enfermera rolliza miraba la escena, divertida, sentada a su vera. El viejo abrió ampliamente la boca desdentada en la que la mujer metió un tanto de papilla con pericia diligente. El predecible gato veía pasar carros por la ventana.
–¿No le da gusto, papacito?
Era obvio que no le daba gusto. A mí sí, pasmado de hallarme ante un hombre al que creía difunto hacía lustros. La situación era tan novelesca que escuché el acorde orquestal para acentuar el vertiginoso trastocamiento de relojes. Un paréntesis al que el mobiliario obeso y los bibelots cursis, congelados en 1948, le imponían una realidad concreta y fantasmal.
–El señor escribe sobre usted, papacito y sobre sus amigos; sobre Pepe Gorostiza y Jaime Torres Bodet y…
El viejo dejó de trajinar su alimento al escuchar los nombres. Tragó, hizo una decidida calistenia con las quijadas, abrió la boca desmesuradamente mientras agitaba una mano larguísima. La solícita enfermera produjo una dentadura macabra con que procedió a poblar la boca. La señorita manifestó su vergüenza con tres toses púdicas.
Ya armado, el viejo volteó a mirarme y señaló una silla con un gesto imperativo. “El señor ya se iba, papacito, solo quería saludarlo.” Pero el viejo la desdeñó con un gruñido, meneó la boca como haciendo un buche, se llenó de aire y habló. Una voz cascada por un siglo de uso, pero aún con el aplomo de alguien acostumbrado a dar órdenes:
–Dígame, Jaime, ¿cómo va el nuevo número? ¿Ya entró a la imprenta?
El doctor Gastélum habitaba –o por lo menos visitó en ese instante– una fisura temporal: estábamos en 1930 y yo me había convertido en Torres Bodet, con todo y pomada en el pelo y corbata. ¡Qué maravilla: siempre sí había archivo, un archivo vivo, verbal, de primera mano!
–Sí, doctor –le contesté con voz fuerte–. Lo acabamos de llevar a la imprenta de Loera y Chávez.
–Bien –dijo con gallardía–. Y dígame, Jaime, ¿viene mi ensayo?
–Sí, doctor, desde luego, en primer lugar…
–Bien. Y dígame, ¿qué vamos a hacer con Novo?
Pero el milagro fue excesivo. La señorita Gastélum intervino con la bienintencionada, impaciente tontería de los hijos apenados por sus padres: “No, no, papacito, el señor no es Torres…” Temeroso de que rompiese el instante en que historia y memoria se juntaban, la tomé del brazo, la llevé aparte y le dije: “Señorita, por favor…”y ella dijo: “¿No se da cuenta de que está desvariando?” “No. No desvaría. Estamos en otro tiempo, y lo estamos disfrutando ¿por qué no nos permite quedarnos ahí?”
La señorita me miró con desprecio: “Usted no tiene corazón”,dijo, se puso melodramática y me ordenó despedirme. “Pero, señorita…” Inútil. Volví con el viejo, quizá si él daba la orden… La mujer se adelantó y le gritó: “Este no es Jaime Torres Bodet, papacito, y ya se va.”El viejo, alterado, hizo entonces algo maravilloso: convocó todas sus fuerzas, soltó un bufido iracundo y con un vigoroso movimiento del cuello escupió la dentadura. Cayó con tal estrépito en el plato de papilla que el gato erizó un maullido y corrió a esconderse.
Resignado, le extendí la mano al doctor. No me hizo ya caso. Sin dejar de sonreír, ladinamente, la enfermera comenzó a limpiar.
Un minuto más tarde tomé un taxi hacia 1981.
El archivo Gastélum se cerró, definitivamente, dos meses más tarde. ~
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.