Tras un primer momento de rechazo generalizado, el impresionismo pasó a ser “frenéticamente adorado por todos los que odian el arte moderno”. La expresión es de Francisco Calvo Serraller y describe cómo, ante el avance cada vez más imparable de las vanguardias, el impresionismo se convirtió en una suerte de refugio para quienes, no gustándoles el cubismo o el expresionismo, no querían ser tachados de carcamales sin remedio. El Museo Thyssen-Bornemisza, que tiene la mejor colección de pintura impresionista de España, acoge ahora una muestra de Lucian Freud, un pintor que ha recogido en cierto modo el testigo de Monet y compañía: al igual que ellos, su obra se presenta como un comodín para quienes no quieren aparecer completamente desconectados de “lo contemporáneo”. Lo interesante de su pintura, sin embargo, es que no solo sirve de salvoconducto para quienes temen parecer retrógrados, sino que muchos de quienes están siempre a la última recurren a él para parecer menos esnobs. Parafraseando a Calvo Serraller, la de Lucian Freud es pintura tradicional para quienes odian la pintura tradicional.
El reconocimiento prácticamente unánime que merece la obra de Freud se debe en buena medida a su absoluta falta de idealismo, a un compromiso con una realidad sin adornos. El espectador se asoma con una mezcla de admiración y morbo a sus carnes flácidas construidas a base de pinceladas densas, como un Rubens con menos barniz y ninguna voluntad de complacer. El ojo moderno siente una especial atracción por esa clase de honestidad sin cortapisas, un equivalente al sin pelos en la lengua que le exigimos ya a casi cualquier manifestación pública.
Pero Freud no siempre pintó de forma tan violenta, como demuestran las primeras dos salas y media de la exposición del Thyssen. Allí lo que se ve son unos cuadros en los que las pinceladas parecen haber sido ocultadas a conciencia, resultado de una mirada que recuerda a la Nueva Objetividad del periodo de entreguerras, con guiños a la pintura alemana del siglo XVI. Antes de cumplir los treinta años, Freud se había ganado un considerable prestigio a base de un estilo depurado y había producido por lo menos una obra maestra, el retrato de su primera mujer Kitty Garman, titulado Muchacha con rosas. Atraídos en un primer momento por los ojos grandes e inquietos de la modelo, nos quedamos rápidamente embobados por la acumulación de detalles minuciosamente pintados: casi pueden contarse los cabellos uno a uno. La contemplación de este tipo de pintura provoca un placer instintivo muy parecido al que se obtiene mirando las obras de los primitivos flamencos.
Quizá fue precisamente este placer visual lo que incitó a Freud a dar un giro brusco a su obra a finales de la década de 1950. En el Thyssen cuelgan juntos dos retratos que ilustran el cambio perfectamente: por un lado, el asombroso busto de John Minton de 1952 profundiza en el estilo preciosista de Muchacha con rosas; en Pintora, producido cinco años después, el dibujo ha desaparecido y el rostro está construido a base de bloques de color. En su libro Man with a Blue Scarf, donde narra su experiencia posando para Freud, el crítico Martin Gayford le pregunta al artista por las razones de su cambio de estilo. “Supongo que estuve influido por los críticos”, responde el pintor. “La gente solía decir: ‘Es un buen dibujante, pero sus cuadros son bastante planos’. Y pensé: ‘Será mejor que le pongamos remedio a eso’”.
Cuesta pensar que un artista que se tomaba su obra tan en serio como Freud quisiera simplemente descolocar a los críticos. Con su cambio de estilo, que le costó el favor de personas tan influyentes como Kenneth Clark, seguramente no buscaba enmendarse la plana a sí mismo, sino profundizar en lo que para él era importante en el arte. En un texto publicado en 1954, que constituye lo más parecido a un programa estético que jamás produjo, Freud había dicho que su objetivo era lograr una “intensificación de la realidad”. Hasta ese momento, había buscado esa intensificación a través de una atención minuciosa a los detalles, y es muy posible que la adulación que ello le valió le pusiera en guardia: el placer maravillado que el espectador extraía de su talento como dibujante podía acabar convertido en un fin en sí mismo, distrayendo del verdadero objetivo de sus cuadros. En su búsqueda de la realidad desnuda de las cosas, sustituyó la acumulación de detalles por la acumulación de pintura.
Cuando un artista altera su forma de pintar pensando exclusivamente en la opinión los demás, ya sea para agradar o molestar, se nota rápidamente. El retrato inacabado de su amigo Francis Bacon demuestra que el cambio de rumbo de Freud iba en serio, y en su magistral Autorretrato de 1965 uno comprueba que no solo tenía la voluntad, sino también el talento necesario, para llevarlo a cabo. En retratos como el de Bacon se aprecia muy bien la sustitución del dibujo por unas pinceladas visibles y bastante diluidas. Esas pinceladas se irían empastando cada vez más, sobre todo a partir de los años 80, hasta llegar a las acumulaciones grumosas de su obra última.
Los retratos que se suceden a partir de la cuarta sala de la exposición del Thyssen, en los que el desnudo va adquiriendo una importancia cada vez mayor, no buscan halagar al espectador. Tampoco al modelo. En su texto de 1954 Freud había criticado a los artistas que trataban de copiar la naturaleza. “Dado que el modelo […] no va a ir colgado junto al cuadro […], no tiene ningún interés que sea una copia exacta”. Dicho de otra forma: Freud aspiraba a traer a la superficie una verdad que solo podía ser desenterrada a través de una acumulación de horas, meses y, a veces, años de escrutinio obsesivo. Un retrato de Freud nunca es fruto de un arrebato sentimental.
Esta mirada desapasionada resulta chocante, cuando no inquietante (véase Hombre y su hija). Según la pintora Celia Paul, posar para Freud se asemejaba a veces a estar tendida sobre una cama de hospital. Sus modelos son casos de estudio, sujetos aislados del mundo, como ilustraciones de un libro de anatomía o botánica. Hay poco lugar para la ternura, y cuando aparece uno tiene la sensación de que es a pesar del pintor: el protagonista vestido de Dos hombres, por ejemplo, parece haber colocado la mano sobre la pierna desnuda de su pareja a escondidas o por accidente. El desapasionamiento buscado por Freud se ve reforzado por los espacios impersonales en los que hacía posar a sus modelos. En esto era absolutamente democrático: basta ver el cuchitril donde retrató a la reina Isabel II.
Freud odiaba el sentimentalismo y odiaba el arte por el arte. Cuando habla de Caravaggio con Martin Gayford, le dice que la Crucifixión de san Pedro no le parece un cuadro especialmente bueno porque es “una composición”. Añade Gayford: “A Lucian Freud no le gusta el arte que tiene aspecto de arte […]. La torpeza que a veces le achacan los críticos […] es deliberada”. Es cierto. Sin embargo, la subversión de los cánones puede convertirse en un canon en sí mismo. Sucede en algunos de sus desnudos más explícitos, donde los modelos parecen un amasijo de carne inerte, o en cuadros monumentales cuyo mero tamaño eclipsa todo lo demás. En ambos casos, uno intuye cierta pereza, como si Freud se hubiera propuesto pintar un Freud.
Los cuadros protagonizados por la inspectora de la Seguridad Social Sue Tilley, pintados entre 1993 y 1996, ilustran muy bien los aciertos y los excesos de la pintura de Freud. En la exposición del Thyssen se expone el último de ellos, que es también el mejor, Durmiendo junto a la alfombra del león. Frente a los otros cuadros de la serie —sobre todo los dos primeros, donde la obesidad de la modelo parece la única razón de ser del cuadro— aquí Tilley parece estar tomándose un descanso de posar, de intentar parecerse una obra de arte. La naturalidad de su gesto impregna todo el cuadro y le dota de una belleza serena, como susurrada.
A juzgar por libros como el de Martin Gayford y declaraciones de otros modelos, posar para Lucian Freud debía de parecerse bastante a un interrogatorio, distendido pero agotador. El artista exigía una seriedad y una disponibilidad con la que no siempre era fácil cumplir. El arte ocupó siempre un destacadísimo primer lugar en su orden de prioridades, y esto se reflejaba en una personalidad que, en su peor versión, iba de lo distante a lo tiránico. Freud era consciente del esfuerzo que les exigía a sus modelos, y trataba de corresponderles pintándolos con la misma honestidad con la que ellos posaban. Cumplía con su parte del trato. Aunque es discutible que se trate del “mejor pintor figurativo de nuestro tiempo” (título que se le suele conceder un poco perezosamente), de su sala de interrogatorios han salido algunas de las imágenes más memorables de finales del siglo XX y principios del XXI.
La exposición Lucian Freud. Nuevas perspectivas puede verse en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid hasta el 18 de junio.
Es traductor y crítico de arte.