Dijo el humanista neerlandés Abraham Ortelius que su amigo Bruegel pintó cosas que no se podían pintar. La frase no es original, pero sí acertada. En El triunfo de la muerte, Bruegel pinta el terror del hombre atrapado por la muerte y más cosas que no se pueden pintar.
A Bruegel le tocó vivir en un mundo cristiano desgarrado por la Reforma, cuando el paisaje renacentista de la razón y la fe en la humanidad fue arrasado por la violencia de las guerras, pestes y hambrunas. El hombre descubrió que el cielo no era azul y comprendió que él mismo no era un héroe miguelangelesco, sino un ser vulgar e indefenso, perdido en un universo donde reinaban las leyes implacables de la naturaleza; en un mundo donde Dios está ausente y hay que convivir con la muerte. La pintura de Bruegel, arraigada todavía en la cultura medieval, bebe del humanismo renacentista en sus dos vertientes, la mediterránea y la nórdica, y se acerca a la sensibilidad de la era moderna, fundada sobre el escepticismo y la incertidumbre.
El triunfo de la muerte subyuga, no por la cruda acumulación de horror, sino por la fuerza que desprende su lenguaje pictórico, menos narrativo de lo que parece a primera vista, pese a un sinfín de detalles, esa obsesión tan flamenca. La composición del cuadro corta bruscamente el mundo en dos: un vasto escenario árido que ocupa la parte superior del lienzo y que viene opuesto al incesante hormigueo en la parte baja. Arriba, un páramo sombrío sumido en el ocaso, cuya luz proviene de los reflejos de incendios y humaredas. Abajo, la mirada sigue una abrupta diagonal que va desde el ángulo izquierdo con un patético rey en un primer plano; pasa por una abigarrada muchedumbre que, perseguida por la muerte, huye hacia un enorme ataúd custodiado por una hueste de esqueletos; y termina en una colina yerma donde la muerte está decapitando a un desgraciado a cuyo lado reposa su último cáliz de vino. El impacto visual se basa en ese brusco contraste entre la vana agitación de los hombres, la serena laboriosidad de la muerte y la tranquilidad del paisaje. Entre esos dos mundos hay un continuum cromático que va desde la nitidez de los rojos y azules de los vivos, atraviesa los pardos gélidos de las cohortes de la muerte, pasa por los ocres cálidos de colinas desnudas y por el verde frío del mar hacia un azul implacable de un cielo lejano, mientras que una luz azulada lo envuelve todo en frías tonalidades grisáceas.
Bruegel construye el espacio con acordes y disonancias entre colores cálidos y fríos, condensa la materia pictórica en el primer plano, y contrasta allí intensos rojos, azules, blancos y negros, con toques del pincel seguros, secos y bruscos. Simplifica las formas trazando manchas de color plano y líneas precisas, matices puros y gradaciones cromáticas. En la lejanía del horizonte, la materia cromática se vuelve más diluida, con pincelada más amplia, suelta, transparente, casi lírica. Bruegel manda nuestra mirada hacia el paisaje difuminado, ese invento flamenco, que ocupa casi la mitad del lienzo, donde el punto de fuga se dirige hacia un infinito azulado para adentrarnos en el cuadro por una ruta que nos guía hacia la nada. Un paisaje sin fin con una profundidad desoladora donde el hombre se pierde, donde ve su lugar en el universo, su absurda pequeñez, la ridiculez de sus pretensiones.
A pesar de las reminiscencias del Bosco, tanto en la iconografía como en la técnica, Bruegel se aparta de sus visiones alucinantes. No deforma la realidad ni crea monstruos híbridos, porque la realidad en sí misma es monstruosa. La fuente del sufrimiento no es el demonio, sino el hombre mismo, su estulticia, codicia, su locura, crueldad y fanatismo. La maldad está en el hombre.
A diferencia de otras escenas de la vida ancladas en el folclor flamenco, que Bruegel describe con distancia, aunque con una sonrisa no exenta de cierta ternura, ese cuadro no deja ninguna esperanza. El dios, siempre lejano en mundos bruegelianos, aquí no existe. En el fondo no hay ningún paraíso, porque no hay redención. El infierno está en la tierra. No nos acorralan los demonios, sino nosotros mismos. El infierno de Rodin lo llevamos adentro.
El lenguaje bruegeliano basado en la exageración y la paradoja, en una sátira cruel y grotesca, no falto de toques joviales y cómicos, es característico del humanismo nórdico de corte erasmiano. Lo que lo hace tan moderno es esa visión estoica, con su amarga resignación frente a la fragilidad y las contradicciones del ser humano, frente a su miseria y finitud. En lo tangible de su realismo crudo, en esa mezcla de lo real y lo imaginario, en su hondo pesimismo y profundo conocimiento de la naturaleza humana anticipa a Goya. También en su visión del hombre como parte de una masa pasiva y atontada, indiferente a los desastres causados por él mismo, hay algo que acerca el legado flamenco y al español. A Erasmo y Cervantes, a Bruegel y Goya. No un clasicismo idealista italiano, por mucho que se nutra de su pensamiento y su arte, sino un realismo atroz y despiadado, expresado con un lenguaje violento, ambiguo y bello: el elogio de la locura.
Porque el hombre es ridículo, pero puede soñar. La muerte le acecha a cualquier paso, se vuelve omnipresente, pero el bufón o el soldado intentan luchar. La pareja de los enamorados es ajena a lo que está pasando a su alrededor, o al menos, pretende serlo. El ejecutado ha tenido su última copa de vino. El Bruegel de El triunfo de la muerte, el más sombrío de sus cuadros, sigue fascinando porque no moraliza. Guarda la distancia frente a un viejo mundo que está muriéndose en convulsiones y nos ofrece la consolación de la ironía.
Bruegel, lector de Montaigne y Rabelais, expresa con medios pictóricos las inquietudes de su tiempo y del nuestro. Su mirada aguda, escrutiñadora e implacable, trasciende la pintura de género para ahondar en preguntas trascendentales. Las mismas que tenemos que hacernos hoy. Porque mañana, el mundo después de la peste será otro. Y mientras pensamos en cómo será el paisaje después de la batalla, nuestra mirada vuelve al infinito azul del fondo del cuadro. Fuerte la nuestra suerte. Que a todos nos lleva la muerte.
Pintora y crítica de arte, polaca de nacimiento y mexicana por adopción.