El Museo Guggenheim de Nueva York expone una muestra imperdible del artista alemán Joseph Albers. Nacido en Westfalia en 1888, Albers era un joven diseñador de la Bauhaus que había recorrido todo el itinerario de aquella escuela, de Dassau a Berlín, cuando Adolf Hitler llegó al poder en 1933. Tras el cierre de la Bauhaus, Albers y su esposa, la también artista Anni Albers, se exiliaron en el Black Mountain College de North Carolina, Estados Unidos.
Entre 1935 y 1936, el artista hizo sus primeros viajes a Cuba y a México, y ambos países quedaron fijados en el preciso mapa visual de su obra. La primera exposición latinoamericana de Albers fue en el Liceo de La Habana, en 1935, donde dejó una huella reconocible, que podría rastrearse en el poderoso abstraccionismo insular que desemboca en Salvador Corratgé, José Ángel Rosabal, Sandú Darié, Loló Soldevilla y otros pintores “concretos” del Grupo de los Diez en los años 50.
Como tantos otros peregrinos europeos, de cualquier siglo, Albers quedó fascinado con la luz del Caribe. Pero al año siguiente llegó a México –donde expuso en un pequeño espacio de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR)– e hizo un descubrimiento que marcaría toda su obra posterior. Recorrió disciplinadamente las ruinas de Teotihuacán, Monte Albán, Uxmal, Tenayuca, Chichen Itzá y Mitla. Y todo, en aquellas ruinas, desde el trazado urbanístico de los centros ceremoniales hasta las figuras y alegorías en los relieves de piedra, le resultaba familiar.
Albers tradujo aquellas formas en trazados rectos y coloridos, que conforman líneas, rectángulos, cuadrados o franjas transversales, parecidas a las de los diseños de pisos interiores del art déco de los años 20 y 30. La curadora Lauren Hinkson se tomó el trabajo de reproducir buena parte de las múltiples fotos que los Albers tomaron de las ruinas mexicanas y que permiten reconstruir el viaje de la imagen original a la abstracción.
A diferencia de Serguei Eisenstein, Antonin Artaud, André Breton y tantos otros vanguardistas de la misma época, Albers no buscaba en México el reservorio mítico que desestabilizara el racionalismo estético occidental. Lo que encontraba era una geometría prehispánica perfectamente traducible en términos del abstraccionismo moderno. La arquitectura y el urbanismo mexica o maya contenían un atisbo de la depuración formal de la Bauhaus.
El viaje de Albers a México podría ser pensado como antítesis del de Edward James, el mecenas escocés del surrealismo, retratado por René Magritte en su famoso cuadro “La reproducción prohibida” (1937). James acabaría construyendo en Las Pozas, Xilitla, San Luis Potosí, un jardín surrealista, refutación física de la tesis de lo “real maravilloso” de Alejo Carpentier quien, en un mentís más bien retórico a Breton, decía que en América Latina el surrealismo era real.
Si Carpentier sugería que lo maravilloso encarnaba en el paisaje y la historia latinoamericana, Albers dirá, más específicamente, que la raíz del abstraccionismo estaba en las ruinas prehispánicas de México. Juicio que contrasta, también, con el gusto de Picasso y Miró por los bisontes y los ciervos de las cuevas de Altamira. La mirada de Albers se diferenciaba, incluso, del trabajo de los cubistas con las máscaras africanas, que, en resumidas cuentas, procuraba un artificio del artificio.
Lo que impresiona del gesto de Albers, como bien apunta la curadora Hinkson, es la elusión radical de todo exotismo. Tan lejos de la estética muralista como de los ejercicios de fotografía antropológica de Carl Lumholtz o Manuel Álvarez Bravo, Albers utilizaba la imagen de las ruinas como fuente de una arqueología al revés, en la que el pasado de la arquitectura prehispánica aparecía como futuro de la abstracción geométrica.
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.