Graciela Iturbide, Museo de Bellas Artes de Boston, 2019. Foto: Oswaldo Ruiz.

Graciela Iturbide: el don de la mirada

Confiada en la identificación mutua, en la cámara como puente entre sujetos, la fotógrafa Graciela Iturbide, premio Princesa de Asturias de las Artes, ha construido una obra donde conviven la creencia y la realidad.
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¿De dónde surge la certeza que distingue la mirada de una gran fotógrafa? ¿Dónde se origina ese ojo capaz de trascender las apariencias, los estereotipos y las formas preconcebidas? ¿Acaso la composición fotográfica nace en la mente de la artista, en la realidad misma, o en ese espacio intermedio donde el mundo se nos ofrece como representación? ¿Es esta mirada una forma de pensamiento?

La fotógrafa mexicana Graciela Iturbide, que cumplió recientemente 83 años, ha sido galardonada con el premio Princesa de Asturias de las Artes. Este reconocimiento celebra una trayectoria universal. Su obra destaca de entre las de grandes figuras de la fotografía latinoamericana por lo que podríamos llamar una “magia realista” –evito el término realismo mágico, que ella rechaza por considerarlo una etiqueta comercial–. Sus imágenes asombran por la potencia narrativa y por la empatía que es capaz de establecer con sus sujetos fotografiados. Las historias que habitan su trabajo y su vida son muchas y dan cuenta del carácter y la sensibilidad de su mirada. Entre los años 2015 y 2019 tuve la suerte de trabajar como su asistente y de escuchar de viva voz algunas de las historias dentro y fuera de su obra.

Los inicios de su mirada

Nacida en los años cuarenta en la colonia Polanco –entonces muy distinta del barrio cosmopolita de hoy, donde aún había campos de labranza y gallinas corriendo alrededor–, Iturbide creció en una familia conservadora y católica. Su padre, fotógrafo aficionado, la retrató junto a sus doce hermanos, dejando testimonio de ese entorno. Estudió en el colegio del Sagrado Corazón de la Ciudad de México y pasó una temporada en la sede de este instituto en San Luis Potosí. El rigor y el silencio impuesto por las monjas la llevaron a refugiarse en la biblioteca donde pasaba largas horas. Allí descubrió el Siglo de Oro español, y en particular la obra mística de San Juan de la Cruz. Su poema “Las condiciones del pájaro solitario” se convertiría en una suerte de mantra para ella; sus versos pueden leerse traducidos en imágenes en su obra fotográfica habitada por las aves:

Las condiciones del pájaro solitario son cinco:
la primera, que se va a lo más alto;
la segunda, que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza;
la tercera, que pone el pico al aire;
la cuarta, que no tiene determinado color;
la quinta, que canta suavemente.

Su familia –especialmente su padre– la disuadió del sueño de ser escritora, la que fuera una de sus primeras fascinaciones. Se casó muy joven y tuvo muy pronto tres hijos. Cuando crecieron un poco, tuvo el tiempo de aspirar a una carrera artística y se matriculó en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM. Allí conoció a Manuel Álvarez Bravo, con quién estableció una entrañable y larga amistad. Don Manuel, el poeta de la imagen mexicana, será quien la acerque al arte de la lente. Álvarez Bravo impartía en el CUEC las clases de foto fija –asignatura menospreciada por los aspirantes a cineastas–. Graciela se acercó a él para que le autografiara el libro que este había publicado en el marco de las olimpiadas el año anterior. Él la invitó a unirse a sus clases, casi vacías. “¿Quieres ser mi achichincle?”, le preguntó. Iturbide aceptó, abandonando el cine.

Graciela cuenta que aprendió de él por estar cerca, de su mirada, de su paciencia y de su tiempo, tiempo “que había, que había” (como rezaba el papelito en su laboratorio). La estrategia fotográfica de Álvarez Bravo, como se puede ver en el retrato que ella le tomó en los años ochenta, consistía muchas veces en fijar su cámara sobre un tripié en un lugar escogido tal vez meticulosamente, tal vez azarosamente, y, con paciencia, esperar hasta que la realidad “aparecía” ante su cámara. Tomaba muy pocas fotografías, solo las necesarias. Graciela recuerda que, en un viaje de un mes por Europa, don Manuel había regresado con “dos rollitos”, veinticuatro exposiciones, las precisas para narrar toda su travesía. Consideraba que los fotógrafos que disparaban sus obturadores como gatillos de ametralladoras estaban desperdiciando su película: “esos fotógrafos, Gracielita, ¿qué hacen con tanta paja?”, recordaba.

Con Álvarez Bravo, Iturbide recorrería los pueblos alrededor de la Ciudad de México. De entre ellos, Chalma sería un escenario especial al que volverían continuamente y que se convertiría, junto con otros, como Punta Chueca en Sonora y Juchitán en Oaxaca, en un lugar central en el imaginario de la fotógrafa.

Graciela Iturbide, en su casa en Coyoacán, 2016. Foto: Oswaldo Ruiz.
Chalma: crisol de lo sagrado y lo profano

Epicentro de peregrinaciones ancestrales, Chalma encarna como ningún otro lugar el sincretismo mexicano. Este santuario, donde los antiguos rituales prehispánicos se funden con la devoción católica, representa un escenario perfecto para capturar la idiosincrasia nacional. Es ahí donde Iturbide tomaría algunas de sus imágenes más emblemáticas, como Procesión (1984), Angelito mexicano (1984), Primera comunión (1984), Cayó del cielo (1990), Novia muerte (1990), Virgen de Guadalupe (2007) y Chalma, (Castillos) (2008).

Estos recorridos acercarían a Graciela a las fiestas y rituales, corazón del sincretismo mexicano, donde discurre el alma de los pueblos, y también a la mirada antropológica que definió la fotografía en el país en la segunda mitad del siglo XX. En 1979, Iturbide fue comisionada por el Archivo Etnográfico del Instituto Nacional Indigenista de México (INI) para documentar los pueblos originarios del país. Uno de sus primeros y más grandes proyectos es el de la nación comca’ac (los seris), del que surgirá el libro Los que viven en la arena, realizado junto al antropólogo Luis Barjau y publicado por el INI.

No obstante, desde sus primeros trabajos, Iturbide trascendió el enfoque antropológico tradicional, que mantiene una distancia entre observador y observado, estableciendo una conexión que es visible en sus fotografías. Iturbide ha dicho en varias entrevistas que ella no fotografía al “otro”. Para ella, el acto fotográfico es un proceso de identificación mutua, donde la cámara sirve como puente entre las dos realidades. Graciela crea un lazo de complicidad y calidez que es notorio en sus fotografías, rompe la barrera que la separa de sus sujetos, y accede a sus deseos. “Ven, fotografíame aquí, en mi habitación”, le pide Magnolia, la muxe de Juchitán que luce sus mejores vestidos para la lente de Graciela. “Ven, fotografíanos con el mural de los ‘mariachis’ (Juárez, Villa y Zapata)”, le piden Lisa, Rosario, Christina y Cecilia, las mujeres sordomudas identificadas con la pandilla White Fence, del Este de Los Ángeles. “Tómame una foto desnuda”, le pide la misma Rosario. En cada caso, Iturbide logra lo que pocos documentalistas consiguen: que la frontera entre quien mira y quien es mirado se desvanezca.

Graciela no toma la complicidad a la ligera. Desde el inicio, llegaba al lugar con la cámara guardada y primero conocía a las personas con las que iba a trabajar por varios días, entablaba una amistad antes de atreverse a sacar su cámara y hacer fotos. Esa mirada empática que “vive” el tema de sus sujetos retratados es la que vemos en sus imágenes. Es, finalmente, una pregunta por la condición humana: “la cámara es un pretexto para conocer el mundo”, ha dicho Iturbide en muchas entrevistas.

Pero es también un escudo que la protege de los temas más duros, como la matanza de cabritas en la serie En el nombre del padre. Tomada en la sierra mixteca entre Puebla y Oaxaca, esta serie muestra a los trashumantes que venden su trabajo de rancho en rancho para hacer el sacrificio de cabritas en las temporadas de fiesta, con lo que después harán el famoso mole de caderas. El curador Osvaldo Sánchez, autor del texto que acompañaría la serie, describió aquella experiencia como un “espectáculo de aniquilación”, no aguantaba la sangre que saltaba por todos lados. Graciela en cambio, con el visor de la cámara como protección, se metería más y más en la escena, hasta fotografiar a Carmen (1992), una mujer salpicada de sangre y con un cuchillo detenido entre los dientes, que sostiene las patas de una cabra muerta, imagen de la entereza y el estoicismo en medio de la masacre. En esta serie, Iturbide fotografía la sangre en primer plano, aunque en sus imágenes en blanco y negro el rojo intenso se transforma en tonalidades grises. Es probable que incluso al momento de disparar, a través del visor de su cámara, ella ya visualizara esas gotas de sangre convertidas en sombras profundas.

La intuición como acto fotográfico

La intuición es una herramienta del artista que es difícil de asir y mucho más difícil de comunicar a los demás. “Por eso prefiero no dar talleres”, dice Iturbide, “¿qué les voy a explicar?” Su método fotográfico no consiste en una determinada técnica, pues “haría fotos sólo con mis manos, si yo pudiera”, como ha dicho también. Sin embargo, la intuición llena su obra.

Hace unos años tuve la oportunidad de verla trabajar guiada por ese tercer ojo intuitivo, que es imposible de prever, de asir o de perseguir. Cuando la acompañé como asistente, la Fundación Annenberg y la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) la habían comisionado para fotografiar la crisis migratoria en la frontera sur de México y la crisis de desplazados internos en las costas de Colombia. Era un proyecto muy difícil, peligroso y duro. Cuando volábamos de la ciudad de Bogotá a Cali, para luego dirigirnos en auto al puerto de Buenaventura, el hombre sentado a nuestro lado en el avión nos advirtió, “ustedes no pueden ir ahí, ahí cortan personas en pedazos”.

Era verdad: los bacrim –eufemismo acrónimo usado para definir a las bandas criminales en el oeste de Colombia– eran conocidos por sus salvajes procedimientos, que incluían sierras eléctricas para ahuyentar a la gente. Cuando llegamos al Puente Nayero, un territorio de paz en medio del conflicto por el puerto, los funcionarios de ACNUR nos advirtieron: “pueden estar solo en esta calle; no garantizamos su seguridad en la calle de atrás o en la de al lado”. Graciela parecía y prefería no escuchar esto. Yo, en cambio, no solo debía mantener la seguridad de los dos, sino conseguir las firmas de todas las personas que Graciela iba fotografiando, un uso no tan recurrido por los fotógrafos de su generación.

Fotografió primero a los desplazados por la guerrilla. Era el pueblo emberá, que fue forzado a dejar su hogar en la selva de el Chocó y relocalizarse en la ciudad de Quibdó. Los emberá lucían abatidos, sumidos en una tristeza profunda, como si al arrancarlos de la selva les hubieran arrancado un miembro de su cuerpo. Por otro lado, la comunidad afrodescendiente de Colombia que fotografió en Buenaventura estaba de buen ánimo, las calles llenas de algarabía, difícil de relacionar con el entorno violento que los rodeaba. Pero la tarea aun así, era complicada. Teníamos pocos días para el proyecto, ACNUR nos apresuraba por cuestiones logísticas y de seguridad. Para ella fue una forma distinta de trabajar, no tenía el tiempo necesario para conocer a la gente, para crear esa confianza que es una parte tan fundamental en su trabajo como las sales de plata de su película ISO 400.

En esos mismos meses del año 2015 estuvimos también en la frontera sur de México, en el albergue de migrantes La 72. El lugar es un remanso de paz en el caótico fluir de migrantes que era el portal de la selva. Llegaban cada día cientos de personas exhaustas, asustadas, con los pies destrozados, muchos perseguidos por coyotes o por la policía. No era un sitio apto para cámaras. El primer día yo iba muy entusiasmado, pues acompañaba a la leyenda viva, Graciela Iturbide, a hacer fotografías en campo. El panorama empezó a tornarse complicado. Los migrantes no querían ser fotografiados, y luego hubo un accidente: Graciela tropezó con un escalón al querer acercarse a uno de los recién llegados, cayó y se golpeó el labio fuertemente con su cámara.

Fuimos a la única clínica de la ciudad de Tenosique, del Seguro Popular, donde en el área de Urgencias había los casos más impresionantes de accidentes. Graciela fue atendida ahí maravillosamente, con los escasos recursos que tenían. Volvimos al otro día al albergue, Graciela con una venda entre el labio y la nariz, pero con la energía renovada para volver a empezar el trabajo fotográfico. La venda ayudó a romper el hielo, los migrantes que el día anterior habían presenciado su caída se acercaban a preguntarle cómo estaba, le daban palabras de aliento y la llamaban “tía”. Graciela estableció un lazo y pudo empezar a retratarlos. Me di cuenta de la enorme dificultad que era fotografiar en ese ambiente cuando nos encontramos con Larry Towell, un importante fotógrafo canadiense de la agencia Magnum. Él había sido comisionado por la Cruz Roja, también para fotografiar en ese albergue, pero se veía extraviado, no hablaba español y no lograba entablar una relación para poder fotografiar. Graciela y él charlaron por un momento y luego se sentaron, en una pausa, uno al lado del otro, sin hablar y con la mirada perdida, enfrentados con la dura situación de los migrantes en su breve paso por el albergue.

Graciela logró fotografiar y vi ocurrir la magia, aunque se mostró hasta días después en las imágenes reveladas y ya en las hojas de contacto. Surgieron historias, narrativas y alegorías de lo transitorio, de la fuerza (como el chico muy joven y de manos muy grandes que ayudaba en las tareas de construcción del albergue), del amor (como esa pareja que se había enamorado en sus pocos días en el sitio) o de la tenacidad (como la imagen de Antonio, originario de Senegal que había cruzado en barco hasta Brasil y venía caminando desde entonces, para intentar llegar a los Estados Unidos). La fotografía no es la realidad frente a la lente, sino lo que quien dispara la cámara logra construir con ella. Graciela construyó unos pilares humanos en medio de la catástrofe, construyó historias de paso y de dolor, pero también de fuerza y de pasión.

Graciela Iturbide, frente a la escultura de La señora de las iguanas, Juchitán, 2016. Foto: Oswaldo Ruiz.
Retratos de lo que no se puede fotografiar

“Para poder hacer un buen retrato necesitas que la otra persona colabore”, me decía Graciela. “(Francisco) Toledo es muy bueno para eso”, seguía. Con él tenía una amistad y una complicidad profundas. Los retratos que le hizo tienen esa lucidez de los que saben jugar y saben que el juego es cosa seria. Toledo se acercó a Graciela a finales de los años setenta para pedirle que fuera a su natal Juchitán y lo fotografiara, que lo viera con su ojo único. Le dio unas increíbles litografías seriadas de un lagarto hechas por él para que al venderlas, pudiera financiar el viaje. Al final, no fue un viaje, sino decenas, a lo largo de nueve años, en los que Graciela manejaría desde la Ciudad de México hasta Juchitán. “No me acuerdo por dónde me iba”, me contaba, pero siempre llegaba.

Primero sin la cámara, ayudaba a las mujeres a vender fruta en el mercado, huevos de tortuga e iguanas que se cocinarían para los tamales; comía con ellas en sus comedores y dormía en sus casas. Y ya después, con sus amigas, sacaba la cámara. Así la sacó el día cuando Zobeida Díaz pasaba frente a los arcos del mercado con cinco iguanas en su cabeza; iban con la boca cosida, para que no mordieran y las llevaba para vender, para que otros hicieran caldo y tamales. Estaba a punto de bajarlas de su cabeza cuando Graciela le pidió que las dejara un poquito así, como las tenía. Tomó un rollo entero de medio formato de doce exposiciones. Era seguramente su cámara Rolleiflex, de lentes gemelos, que tiene el punto de vista bajo, pues se coloca en el vientre para ver. Las iguanas se movían en cada toma, eran como las serpientes de Medusa. Zobeida se reía, e intentaba que se quedaran quietas, y de repente, en una toma todo se cuadra, el ojo de Graciela, Zobeida y las cinco iguanas se conectan y voltean a ver al futuro inexorable desde donde son a su vez observadas por nosotros, los espectadores. Nace ahí una institución de la fotografía mundial: Nuestra señora de las iguanas (1979).

Ese mismo año, Graciela pasó unas semanas en Punta Chueca, Sonora, junto al antropólogo Luis Barjau, fotografiando a los seris. Un día, estos les dijeron que los llevarían a la cueva sagrada, la cueva del chamán donde existen pinturas rupestres. Iban subiendo, en fila, por la ladera del cerro Hast iiscan. Delante de Graciela iba Ana Berta, aunque Graciela no recuerda el momento justo en el que hizo la toma y creó esa otra institución de la fotografía que es Mujer Ángel (1979). Ana Berta recoge una punta de su largo cabello, que se atora en una de las piedras, lleva en su mano derecha una grabadora, posiblemente va escuchando música de Rigo Tovar, que era lo que escuchaban los seris y como se vestían, con la ropa que intercambiaban por sus artesanías a los turistas americanos, según recuerda Graciela.

Fue como si la fotografía se hubiera tomado sola. Aunque el ángulo es perfecto, la apertura del diafragma que permita captar a la vez la gran luminosidad del desierto y la parte en sombras donde se encuentra Ana Berta es muy difícil de lograr. Sin embargo, ocurre. Cuando críticos y curadores le preguntan qué estaba pensando cuando tomó esa foto, Graciela se divierte al contestar que no recuerda haberla tomado. Sin embargo, existe, está en el rollo de su cámara, de la única cámara en esa expedición, una Leica de 35 mm. Ciertamente, no es obra de ese ojo consciente y calculado del fotógrafo de guerra, del fotoperiodista que, aunque está en medio del riesgo, lleva el ojo bien despierto en la cámara. Esta obra es seguramente producto de una circunstancia especial, de una fotógrafa con la intuición bien pulida, con un ojo entrenado en la pintura y afinado por una década de estar observando y siendo partícipe de los rituales de fiesta y de muerte en los pueblos de México.

Es una imagen, como el resto del trabajo de Graciela, que se mueve entre el pensamiento del hombre de la creencia y el hombre de la tautología, del que habla Georges Didi-Huberman en Lo que vemos, lo que nos mira. Uno que cree en lo que está más allá de lo que ve, “un mundo sublime o temible, así como temporal, de esperanza o estremecimiento”. El otro confía en la materialidad física de lo que ve: “ese objeto que veo es lo que veo, un punto, eso es todo, afirmando como un triunfo la identidad manifiesta –mínima, tautológica– de ese objeto mismo”.

¿Está ahí en medio el ojo de Graciela Iturbide? ¿Es este ojo un pensamiento que dibuja, mediante elementos de la realidad física, los bordes de lo que no se puede representar, de lo que creemos? ¿Es su trabajo un testimonio sobre la condición humana, sobre la escisión entre la creencia y la realidad? ¿Es la imagen de un más allá fotografiado desde el aquí y el ahora de la cámara?

Termino este texto con una cita tomada de una de las cartas que el historiador mexicano Alfredo López Austin le dedica a Graciela Iturbide en el libro Imágenes del espíritu (Aperture, 1996):

¿Has pensado, Graciela, que los credos deben ser despejados de piedras? ¿Que es extremadamente difícil asimilar algo cuando yace a la distancia? ¿Que asimilación y acumulación no son lo mismo? La fe no se trata simplemente de almacenar cosas, sino de aceptar inconsistencias. Es difícil creer. Hay que ajustarse cada día, durante siglos, durante milenios. ~


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