Mirado desde afuera le quedaba muy bien el nombre Jorge Edwards. El nombre se acoplaba a la peinada con la partidura al lado, a la frente amplia, a la chaqueta de tweed, a la camisa blanca y a la mirada entre curiosa y distante. Jorge Edwards caminaba acompasadamente, con el pecho un poco levantado y la cabeza echada hacia atrรกs, en ocasiones con el diario de la tarde doblado bajo el brazo. Uno lo veรญa aparecer de lejos y ya podรญa identificarlo. Estos encuentros se verificaban la mayor parte de las veces en las inmediaciones del cerro Santa Lucรญa, en las primeras cuadras de Huรฉrfanos, en Lastarria, en el costado del Parque Forestal o en algunos reductos de Providencia. Usaba al hablar un tono que a algunas personas les parecรญa condescendiente. Esta peculiaridad correspondรญa no a la necesidad de establecer una superioridad ante el prรณjimo, sino mรกs bien a la de atenuar sus excesivos entusiasmos. Da la impresiรณn de que mediante algunos subentendidos locales de la entonaciรณn dejaba los temas girando en una cierta neutralidad. Eso favorecรญa a su escepticismo.
Preferรญa partir por las anรฉcdotas. Cuando dio clases en una universidad se expandiรณ el pelambre de que solo hablaba de anรฉcdotas personales con escritores famosos e individuos de las esferas de poder. No tengo dudas de que haya sido asรญ, pero agregarรญa que muy probablemente, tras las anรฉcdotas, se insinuaba una manera de mirar el mundo, sentido del humor, conocimiento de la realidad y de la literatura.
La falta de liviandad le parecรญa una falta de consideraciรณn hacia el auditor o el interlocutor. De ahรญ que, como su atรกvico pariente Joaquรญn Edwards Bello, sospechara de los eruditos monocordes, quienes por lo general, en la vida social o en el estrado de los seminarios, se toman el tiempo ajeno mรกs de la cuenta para exhibir el peso de sus aprendizajes. Cuando en el aรฑo 2002 presentamos en la Estaciรณn Mapocho su libro Antologรญa de familia (una muy buena selecciรณn de crรณnicas de, precisamente, su tรญo Joaquรญn), creo haberme excedido en el tiempo y en la intensidad de mi intervenciรณn. Era un tema que conocรญa bien y me engolosinรฉ. Mientras hablaba podรญa escuchar las carrasperas y los murmullos de Jorge y sentรญa, por debajo de la mesa, los rodillazos de Germรกn Marรญn, que estaba a mi lado.
A mediados de 1981, Rodrigo Lira mandรณ al diario El Mercurio una carta โrelativamente abiertaโ en la que enmendaba minuciosamente un artรญculo de Enrique Lafourcade sobre la poesรญa chilena del momento. La carta tenรญa varias pรกginas, las que Lira fotocopiรณ, corcheteรณ y repartiรณ en un grupo de presuntos interesados. Uno de ellos fue Edwards, cuyo comentario (โme reรญ mucho con su textoโ) a Lira le pareciรณ decepcionante. Yo le recordรฉ que, en el prรณlogo de una de las ediciones de El patio, Edwards decรญa que siempre considerรณ un halago que alguien le confesara haberse reรญdo con sus textos.
El patio, de 1952, fue el primer libro de Jorge Edwards. Lo publicรณ cuando estaba en el primer aรฑo de la universidad y le valiรณ problemas con su familia, ya que el รบnico ejemplo de escritor que esta tenรญa a mano era el mencionado tรญo Joaquรญn, a quien se consideraba un inรบtil. A Gabriela Mistral, que en ese momento estaba segรบn creo en Italia, El patio le pareciรณ alarmante por su carga de amargura. Las lecturas se reajustan con los aรฑos: hoy no podrรญamos compartir esa aprensiรณn. El libro es exiguo, carente de retรณrica y trata de iluminar lo que los niรฑos callan. A travรฉs de sus miradas se recomponen parcialmente zonas de la ciudad y borrosos interiores.
Paralelamente a su elusiรณn permanente del dramatismo, en los textos narrativos de Edwards โparticularmente en los cuentosโ predomina una melancolรญa deslavada. Son detalles sutiles, puestos en la lรญnea del relato sin la menor estridencia. Los podemos ver, por ejemplo, en un libro muy bonito de 1961: Gente de la ciudad. El narrador se fija en fenรณmenos como la ausencia o la presencia de pasos humanos en una pieza contigua, en la luz encendida en la puerta de la casa vecina โcomo esperando el regreso de sus habitantesโ, o en las risas y los destellos de una fiesta lejana en una carpa de balneario hacia el fin del verano. Lo otro es que encuentra siempre la palabra justa, la frase precisa para dar cuenta de la dinรกmica particular de las apariencias de lo externo.
Las fiestas como clave de la extraรฑeza del mundo. En El patio hay dos: una celebraciรณn familiar mostrada desde el punto de vista de un niรฑo que se embriaga y un carnaval que se va deshilachando por las calles desde la mirada de una niรฑa perdida.
La sombra del tรญo Joaquรญn. En su novela La chica del Crillรณn tambiรฉn aparece una fiesta ajena, distante, en la que la protagonista se siente recortada en el plano de la realidad.
Con seguridad Jorge Edwards hubiera desdeรฑado esta conexiรณn. Le hubiese bajado el perfil, tal como lo hacรญa cuando uno le daba alguna importancia a la mitologรญa de la generaciรณn del cincuenta, un favorable invento de Enrique Lafourcade que tenรญa bastantes anclajes en la realidad. Hubiese hablado de otras fiestas seรฑeras de la ficciรณn, quizรก la de โEl guante de terciopeloโ, de Henry James, donde se complejiza la relaciรณn narrativa del tiempo y del espacio. Es posible que haya tomado de James el recurso de la refracciรณn entre el narrador y el personaje central de un relato. O quizรก lo tomรณ de Dublineses de Joyce o directamente de Flaubert. Lo ignoro.
Hay muchas fotos del antiguo Santiago en las que aparece la mansiรณn de tres pisos de la familia Edwards Valdรฉs, donde Jorge pasรณ la parte inicial de su vida, en la vereda sur de la Alameda, frente al cerro Santa Lucรญa (arquitectura eclรฉctica de los aรฑos diez). Era en realidad una fila de mansiones que iban entre las calles Carmen y San Isidro y que fueron demolidas para nada especรญfico, como suele suceder en Santiago. Un dato interesante es que en esa cuadra viviรณ (un siglo antes) el fundador de la novela moderna chilena: Alberto Blest Gana, y que en una de las casas aledaรฑas viviรณ el modelo real del protagonista de su novela El loco Estero. Jorge Edwards le puso especial atenciรณn a esta novela, la hallaba interesante, entretenida, compleja.
Edwards nunca saliรณ demasiado de ese sector en el curso de su vida, a despecho de sus viajes y ausencias de diplomรกtico. Viviรณ en Rosal, en Victoria Subercaseaux y finalmente se estableciรณ en un edificio conocido como El Buque, siempre en el circuito de calles sinuosas que rodean el cerro. En este sentido fue refractario al prurito de su grupo social, que gradualmente fue abandonando el centro de la ciudad para refugiarse (del empobrecimiento, de las asonadas polรญticas, de la democratizaciรณn igualizante) en lo que en Santiago se conoce como โbarrio altoโ. La designaciรณn es cambiante y su รบnica constante tiene que ver con la proximidad a la Cordillera de las nuevas zonas urbanas.
Curiosamente el tรญo Joaquรญn hizo un gesto equivalente. En su caso se cambiรณ del barrio alto (Providencia caรญa en esta clasificaciรณn en los aรฑos treinta) hacia el barrio poniente en un momento en que todo el mundo se esforzaba en el desplazamiento opuesto. La identidad entre Joaquรญn y Jorge, relativizada hasta el extremo por este รบltimo, se me va haciendo evidente con el paso del tiempo. De hecho Jorge llegรณ a publicar una novela biogrรกfica sobre su tรญo (El inรบtil de la familia, 2004) en la cual termina confundiendo el yo y el tรบ, o sea, incurre en la simbiosis del narrador y el protagonista. Como su tรญo, por lo demรกs, Jorge estuvo escindido entre dos disposiciones de escritura: la ficciรณn y la crรณnica. Hay gente que de manera injusta ha favorecido una en detrimento de la otra.
Con los aรฑos, con la madurez, con el umbral de la vejez a la vista, se fue afianzando en Jorge Edwards el temple del ensayista. Me parece que las particularidades del mundo le interesaban en la medida en que podรญa elaborar ideas y hacer conexiones a partir de ellas. En sus hermosas memorias, en el primer tomo titulado Los cรญrculos morados, filtra una frase reveladora de esta posiciรณn, de este punto de observaciรณn, de este talante existencial. Obligado a contar una cadena de hechos de manera transitiva pone un punto y aparte y luego esa frase aislada: โEl tedio de contar.โ Es la mejor manera de graficar que lo que a estas alturas le cautivaba de la memoria era su manera autรณnoma de funcionar por asociaciรณn. Cualquier necesidad de descripciรณn de acciones la experimentaba como un bache en la ruta.
La voluntad ensayรญstica por cierto va mรกs allรก de estas cuestiones tรฉcnicas. Aparece vinculada al escepticismo del sujeto y al ejercicio de la ironรญa. Hace unos aรฑos, cuando fue nombrado embajador en Francia, el periodista Fernando Paulsen le tirรณ en la televisiรณn una pregunta que pretendรญa no tener salida: le dijo que habรญa sido allendista con Allende, concertacionista con la Concertaciรณn, piรฑerista con Piรฑera y que, por tanto, quรฉ iba a hacer en el futuro. Edwards, apelando al tono condescendiente, le contestรณ: โNo sรฉ, oye. Tendrรญa que pensarlo.โ
Quizรกs el equivalente de la torre de Montaigne fue en el caso de Edwards el departamento blanco en el edificio El Buque, desde cuyas ventanas se veรญa la cara poniente del Santa Lucรญa. Aunque sin duda, de escuchar Edwards esta aseveraciรณn entusiasta, la amortiguarรญa con su voz levemente quejumbrosa hasta cambiar definitivamente de tema. ~
(Santiago, 1961) es escritor y periodista. Su libro
mรกs reciente es Combustiรณn espontรกnea. Textos sobre literatura
(Ediciones Universidad Diego Portales, 2021)