La prisión de una barrera invisible

Para un recluso, salir de prisión con un rastreador electrónico prometía una sensación de libertad. En lugar de eso, le recordó la carga de su nuevo mundo.
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Mientras cumplía una sentencia de 13 años en una prisión federal de Estados Unidos, tuve muchas visiones sobre la libertad. Me veía yendo y viniendo como todo el mundo, haciendo largos viajes para ver a mis hijos y pasando tiempo con mis padres que envejecían. Soñaba en grande con vacaciones exóticas y también con pequeños momentos sentado en el columpio de mi porche.   

Adentro, la gente pasa mucho tiempo reflexionando sobre cómo hacer realidad esas visiones. Caminamos por el patio de recesos y nos sentamos en la mesa de la biblioteca para analizar nuevas políticas y debatir cómo lograr niveles más bajos de seguridad o, lo que es más difícil, salir. Estas conversaciones tienen lugar en todas las prisiones, todos los días, en todo Estados Unidos. En los últimos años, estas conversaciones se convirtieron en mi realidad.

Resolví el rompecabezas de mi encarcelamiento y gané cuatro meses de arresto domiciliario gracias al First Step Act, un proyecto de ley bipartidista promulgado en diciembre de 2018. Me cambió la vida. Pude rebajar el tiempo de mi sentencia y obtener el privilegio de cumplir con una parte del tiempo que me quedaba en la comodidad de la casa de un familiar, siempre y cuando llevara un rastreador de tobillo con GPS.

Mi primera parada fuera de la cárcel fue un centro de reinserción social, donde viví casi dos meses bajo supervisión casi constante. El 30 de mayo salí del centro de reinserción y empecé a vivir en arresto domiciliario, la última fase y la forma de encarcelamiento más solicitada. Esto conllevaba una condición importante: llevar un localizador GPS. Antes de que me permitieran salir, alguien del personal se arrodilló para colocarme el tosco monitor en el tobillo.

Me dijeron que llamara al centro de reinserción para informar de mi llegada a mi nueva residencia. Pero la instrucción más importante que recibí mientras me colocaban el monitor fue una advertencia. Me dijeron que no lo manipulara y que no dejara que se acabara la batería. Esa instrucción iba acompañada de un tácito “o si no…”. Y aunque ya no había custodios de la prisión con llaves y radios para vigilar mis movimientos, seguía sintiéndome perseguido por un ojo satelital que todo lo veía.

En el camino del centro de reinserción a la casa de mi hermano, donde viviría en el futuro inmediato, sentí una euforia con la que había soñado durante mucho tiempo. Al mismo tiempo, tenía una sensación premonitoria de la que no podía deshacerme; no podía ignorar el nuevo dispositivo que llevaba en el tobillo. No emitía ningún sonido ni pitido, pero seguía teniendo la sensación de estar atado al sistema. Y lo estaba.

Había una larga lista de restricciones que regían mi vida en este proceso de reconstrucción. Mis salidas a Walmart o a restaurantes tenían que ser introducidas en el sistema y aprobadas con al menos una semana de antelación. Tenía que llamar al centro de reinserción social cuando llegaba a mi trabajo y antes de irme, a pesar de que me vigilaban por satélite las 24 horas del día. Estas redundancias parecían estar diseñadas como excusas listas para usarse para encerrarme de nuevo. Sentía sobre mí la amenaza de volver a la cárcel cada vez que salía de casa.

Cuando estaba en prisión, no habría ni pestañeado ante estos requisitos; la mayoría de las personas encarceladas darían una pierna y llevarían gustosamente el monitor en la otra con tal de ser libres. Pero una vez que me colocaron el monitor y me explicaron todas las condiciones, empecé a sentir la carga de mi nuevo mundo.

Durante las siguientes semanas, mi nueva vida empezó a tomar forma. El rastreador de tobillo, que era un poco más grande que una bajara de cartas, se convirtió en una parte de mi cuerpo. La correa apretada empezó a clavarse en mi pierna y la caja pesaba incómodamente sobre mi tobillo. Intentando aliviar el dolor, doblé un calcetín por la mitad y me lo envolví alrededor del tobillo, debajo de la correa del monitor. No pensñe en ello hasta que, dos semanas después, me llamaron del centro para una revisión.

Durante esta, un miembro del personal vio el calcetín y me acusó de manipular el dispositivo e intentar quitármelo. Al parecer, en el acuerdo que firmé cuando me pusieron el monitor por primera vez se explicaba que si lo hacía podría volver a la cárcel a cumplir mi condena. También podrían acusarme de fuga. Durante unos momentos muy tensos, vi como el personal del centro convocaba a una reunión improvisada para decidir mi destino. Sentí un alivio cuando determinaron que no estaba intentando escapar de mi prisión digital, sino que en realidad solo buscaba algo de comodidad en mi confinamiento. Después de dar negativo en las pruebas de alcohol y drogas, y antes de que me permitieran salir, me volvieron a reiterar la advertencia de manipulación.

En varias ocasiones me despertaron después de la medianoche las llamadas del centro diciéndome que tenía que cargar el monitor. Me estaban vigilando. Mi miedo de volver a la cárcel aumentó exponencialmente una noche de tormenta en julio, cuando mi rastreador GPS se quedó sin batería por un apagón de cuatro horas. Llamé al centro para asegurarles que no había manipulado nada, pero que no podría cargarlo hasta que no volviera la electricidad. Me dijeron que esperara una llamada cada hora. ¿Y si no me creían? Sentí nauseas. Durante el siguiente apagón provocado por una tormenta, me refugié en la camioneta de mi hermano, con el monitor conectado a un enchufe.

Varias veces, el personal del centro acudió a mi trabajo para asegurarse de que realmente me encontraba allí. No tengo palabras para explicar el nivel de humillación que sentí mientras mis compañeros me miraban de pie contra la pared, con el pantalón levantado, mientras el personal del centro ajustaba mi monitor. Los compañeros de trabajo que no conocían mi situación me veían de forma totalmente distinta. Cada vez que esto ocurría, notaba el cambio en mis relaciones laborales.

Un domingo por la tarde me dieron permiso para comprar en la tienda departamental J.C. Penney ubicada en el centro comercial local. Mientras estaba ahí, recibí una llamada del centro de control. La voz del otro lado se oyó por encima del ruido de los compradores: “Sr. Kinzer, ¿dónde esta?” Me quedé impactado durante lo que pareció una eternidad, pensando por qué me hacían una pregunta tan estúpida. “Comiendo en un centro comercial”, respondí finalmente. La voz me ordenó que volviera inmediatamente a J.C.Penney. De nuevo había un “o si no…” implícito; al parecer, solo me habían autorizado ir a la tienda J.C.Penney pero no al resto del centro comercial donde se encuentra. Me levanté enojado y salí del centro comercial, asegurándome de llamar al centro para informarles que volvía a mi residencia de excarcelación.

Pronto me enteré por alguien más del personal que, cuando se introduce en el sistema el lugar al que se desplaza una persona, queda rodeado por una geomalla invisible. Me recordó a las vallas invisibles que se utilizan para encerrar a los perros en áreas abiertas. Me enfrenté a una situación similar mientras esperaba a mi cita en el estacionamiento de un boliche. Llegó la llamada. Volví rápidamente al interior del boliche, a solo seis metros de donde estaba sentado en mi coche. Por comportamiento aprendido –y por miendo al castigo– el perro y yo nunca nos aventuramos fuera de los límites digitales.

De acuerdo con la Oficina Federal de Prisiones de Estados Unidos, más de 57,000 personas han ingresado a prisión domiciliaria desde marzo de 2020. Muchos miles esperan unirse a sus filas. Y aunque la prisión digital es mejor que su alternativa de ladrillos, sobrevivir en este espacio gris de libertad tiene un precio muy alto.

El 2 de agosto, después de dos meses, me quitaron el monitor. El “o si no…” que me perseguía como una nube oscura por fin había desaparecido.  ~

Este texto forma parte de Time, online, una serie de Future Tense acerca del modo en que la tecnología está cambiando las prisiones.

Este artículo es publicado gracias a la colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de Slate, New America, y Arizona State University.

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es periodista, poeta y miembro de la organización Empowerment Avenue. Su trabajo ha sido publicado en The New York Times, The Philadelphia Inquirer y Newsweek.


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