Ilustración: Isadora Anderson

Para documentar el pasado de la “Ley Buylla”

La “Ley Buylla” recicla una ideología de los años sesenta del siglo pasado, que operó en el último peronismo, luego fue a dar a la Venezuela de Chávez y ahora regirá a la ciencia mexicana.
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Publiqué hace poco en el periódico El UniversalEl pasado de la Ley Buylla”, un comentario sobre la “Ley General en Materia de Humanidades, Ciencias, Tecnologías e Innovación” que el gobierno de México, a iniciativa de María Elena Álvarez-Buylla –directora de lo que llama “el Conacyt de la 4T”–, impuso a la ciencia mexicana por medio de sus diputados fervientes. No fue un procedimiento demasiado epistémico, pues esos diputados redujeron a dos las siete sesiones en las que la comunidad científica ansiaba criticarla y la impusieron por su sola autoridad.

Agrego ahora, pues hay más espacio, algunos comentarios y referencias a la bibliografía, con ánimo de serle útil a quienes pidieron más información o manifestaron incredulidad.

Argumenté que la “Ley Buylla” recicla el “Pensamiento Latinoamericano en Ciencia, Tecnología y Sociedad”, una ideología de los años sesenta del siglo pasado promovida por el argentino Oscar Varsavsky, que operó algo en el último peronismo, luego fue a dar a la Venezuela de Chávez y ahora, por orden de la camarada Álvarez-Buylla, regirá a la ciencia mexicana.

Varsavsky y la “ciencia politizada”

En 1968 escribe Óscar Varsavsky (p. 35) sobre formar investigadores sin conciencia en las universidades:

Lo que obtuvimos, pues, fue una alineación, un extrañamiento de todos esos jóvenes que habíamos preparado con tanto cuidado, luchando durante años para conseguirles fondos, para crear el Consejo de Investigaciones Científicas y Técnicas que dio y da becas, subsidios, complementos de sueldo con un criterio aún más cientificista que el nuestro. Toda esa gente, aun quedándose en el país, cortaba sus lazos con él y se vinculaba cada vez más al extranjero. Algunos terminaban yéndose al hemisferio norte definitivamente, pero ese no era el problema más grave. Más problema eran los que quedaban, pero se ocupaban solo de temas que interesaban a los Estados Unidos o Europa. Cuestiones de ciencia aplicada que interesaran al país no se investigaban. Problemas de ciencia pura que pudieran tener alguna ramificación beneficiosa para el país, no se veían.

En 1969, en “Ciencia, política y cientificismo” Varsavsky hace una convocatoria a los científicos de América Latina a practicar una “ciencia politizada”:

Hay científicos cuya sensibilidad política los lleva a rechazar el sistema social reinante en nuestro país y en toda Latinoamérica.

Lo consideran irracional, suicida e injusto de forma y fondo; no creen que simples reformas o “desarrollo” puedan curar sus males, sino solo disimular sus síntomas más visibles. No aceptan sus normas y valores –copiados servilemente, para colmo, de modelos extranjeros–; no aceptan el papel que el sistema les asigna, de ciegos proveedores de instrumentos para uso de cualquiera que pueda pagarlos, y hasta sospechan de la pureza y neutralidad y apoliticismo de las élites científicas internacionales al imponer temas, métodos y criterios de evaluación.

A estos científicos rebeldes o revolucionarios se les presenta un dilema clásico: seguir funcionando como engranajes del sistema –dando clases y haciendo investigación ortodoxa– o abandonar su oficio y dedicarse a preparar el cambio del sistema social como cualquier militante político.

Quienes creen que la ciencia es pura, objetiva, universal y neutra no son ya los científicos en el dilema del “contexto” (asunto que tanto interesó, por ejemplo, a Adorno y a Popper) sino que son denunciados como científicos al servicio del mercado. Para Varsavsky, los “sin conciencia” ven a la ciencia como “inversión rentable”, investigan los “temas de moda” y defienden la “libertad de investigación” porque han sido cooptados por la mentalidad de “la libre empresa”, se han hecho competitivos y se pelean el mérito académico de manera individualista. Tales científicos

son sirvientes directos de estos mercados y dedican sus esfuerzos a inventar objetos. Los resultados son a veces muy útiles: computadoras, antibióticos, programación lineal. Pero no podemos esperar que se dediquen a inventar métodos para difundir ideas sin distorsionarlas, antídotos contra el lavado de cerebro cotidiano que hacen los medios de difusión masiva o estímulos a la creatividad.

En 1972 publicó su manifiesto Hacia una política científica nacional, que se convirtió en el vademecum radical de la “nueva ciencia” del pueblo y en la referencia obligada para las “epistemologías del sur” que acicatea Boaventura de Sousa, el ideólogo portugués que mucho emociona a Álvarez-Buylla, a John Ackerman y a otros adversarios de “la ciencia neoliberal”.

El objetivo de esta “nueva ciencia”, dice Varsavsky, es hacer entender a los científicos latinoamericanos que “Solo gracias a la revolución científica podrá aparecer el Hombre Nuevo y solo este podrá realizar a fondo esa revolución” (la referencia al Che Guevara no es decorativa). La ciencia debe ser nacional, es decir, estudiar y resolver los problemas nacionales, y no caer en el “cientificismo seguidista” subordinado “al mercado científico”. Se necesita oponerle un “pensamiento científico independiente, capaz de crear una ciencia que pueda diferenciarse de la ciencia ortodoxa dirigida desde el hemisferio norte”. Esa capacidad debe ser popular, una ciencia del pueblo y para el pueblo fortalecida por las instituciones del Estado, “desde la participación en el gobierno hasta las sociedades vecinales, pasando por la gestión de las empresas y la creación de conocimiento científico por el pueblo”. Una ciencia que será “por sí misma, verdaderamente libre, hecha como ocio creativo por todo el pueblo, y será una característica importante de la sociedad socialista madura”.

Tales ideas se movieron poco en la ciencia argentina, si bien Varsavsky operó con el general Perón cuando, en 1973, le pidió colaborar al diseño de una “nueva universidad” que ya no fuera un centro fortalecedor del aspiracionismo de las clases media y baja, las malas universidades “incapaces de comprender cuales son las necesidades técnico-científicas de la trasformación social y resultan meros instrumentos de colonización cultural”. De hecho, el discurso que exige que “la universidad debe ser abierta el pueblo” es equivocado, le parece a Varsavsky, y viene de quienes creen “que el pueblo debe aprender en ella lo mismo que se enseña hoy a los privilegiados”, algo que lo metería en la lógica aspiracionista. Las becas al extranjero también son parte del espejismo seguidista:

Es natural, pues, que todo aspirante a científico mire con reverencia a esa Meca del Norte, crea que cualquier dirección que allí se indique es progresista y única, acuda a su templos a perfeccionarse… Elige alguno de los temas allí en boga y cree que eso es libertad de investigación, como algunos creen que poder elegir entre media docena de diarios es libertad de prensa…

Venezuela: los “Guerrilleros de la ciencia”

Donde sí arraigó esta tendencia radical de lo que comenzó a ser llamado el “Pensamiento Latinoamericano en Ciencia, Tecnología y Sociedad” (PLACTS) fue en Venezuela. Un buen día, durante su gustado programa de TV Aló Presidente, al comandante Hugo Chávez se le ocurrió proclamar lo que llamó la “Misión Ciencia”. Acto seguido, dispuso que los científicos venezolanos se llamarían ahora “Guerrilleros de la Ciencia”, como narra un apóstol de Varsavsky (que estuvo enseñando en México), el sociólogo Rigoberto Lanz, en un escrito elocuente, en el que abrevia la misión y desenmascara al enemigo:

“Guerrilleros de la ciencia” es una emblematización que escandaliza a la vieja aristocracia del conocimiento que ha vivido durante siglos de los mitos de la “neutralidad”, del cuento de la “objetividad” y de las burdas manipulaciones de un fulano “método científico” que han operado durante décadas como terrorismos intelectuales, como criterio discriminatorio sobre una amplia diversidad metódica que ha sido históricamente marginalizada, como filtro implacable para que el mandarinato de la ciencia y la tecnología legitime impunemente las formas de dominación que se han hecho cultura en este trayecto de la Modernidad. […]

Pero esas prácticas, discursos y aparatos no se van esfumar sin dejar rastro. Al contrario, el peso de esa cultura científica se reproduce inercialmente por todos lados. Sus efectos siguen traduciéndose en todos los ámbitos de la educación, del quehacer científico-técnico y las rutinas académicas del mundo universitario. La lucha supone precisamente hacerse cargo de las fuerzas en escena, de los intereses que allí se juegan y de la envergadura de las resistencias que se disparan cuando de cambios se trata.

Después llamó a acometer “la revolución epistemológica en los modos de producción del conocimiento” y a dar “un salto cualitativo en los modelos de gestión del conocimiento que hemos heredado” para que los investigadores universitarios se impregnen “de un espíritu subversivo” y se hagan “guerrilleros de la ciencia”.

Un aspecto de ese discurso que emociona a Álvarez-Buylla es su amor a la epistemología “de los saberes”. También en 2006, escribe Lanz que la nueva ciencia debe basarse “en las nuevas relaciones entre la gente y el conocimiento, entre las comunidades y los sistemas de saberes, entre el poder popular y las comunidades científicas.”

En Venezuela, todo esto se convirtió en política de Estado, como explica Gladys Maggi, quien en 2006 era la viceministra de Desarrollo para la Ciencia y Tecnología del Ministerio del Poder Popular Para la Ciencia y la Tecnología, instituciones que, asegura, “se inspiran en el pensamiento de Óscar Varsavsky”. Una vez rescatada la ciencia del “patrimonio de unos pocos”, el Estado debe garantizar que “fluya en todos los actores de la sociedad” hasta lograr la construcción “de una nueva realidad”, lo que supone “articular el conocimiento científico con los saberes populares”. En busca de esa meta, el Ministerio del Poder Popular podrá “asegurar el acceso de todos los ciudadanos a la información”, propiciando “la masificación de la formación de alto nivel” y garantizar así “no solo la excelencia, sino la inclusión, la equidad y la justicia social de nuestro pueblo”. 

En el mismo libro, María Egilda Castellano, rectora de la Universidad Bolivariana de Venezuela, también denuncia a las universidades que “han vegetado al margen de esta realidad que atenta contra la condición humana”. Las universidades (con excepción de la suya, inspirada por Chávez), fueron parte “del proyecto colonizador de la corona española” y promovieron la subordinación a Europa, así como la conversión del “valor social del conocimiento” en valor económico. Lo bueno es que con la llegada de Chávez se decidió “retomar al Estado docente: orientador financista, garante y vigilante de la educación para que esta vaya a los pueblos y pueda contribuir a la verdadera transformación social”.

En 2010, el gobierno venezolano retacó esa ideología en su “Ley Orgánica de Ciencia, Tecnología e Innovación”, que refundó y reestructuró al FONACIT (Fondo Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación) bajo la premisa de que toda la actividad científica debería estar dedicada a “la solución de problemas concretos de la sociedad”, a “resguardar los conocimientos tradicionales” y a lograr que “la sociedad se adueñe del conocimiento y comience a generarlo, entendiendo el conocimiento como una herramienta fundamental para incrementar la riqueza, fortalecer la autogestión y masificar el bienestar social”. Absolutamente todos los investigadores residentes en el país deberán someter sus proyectos “a los objetivos del Plan Nacional de Desarrollo Económico y Social de la nación”.

Y bueno, no se masificó lo suficiente y la “Misión Ciencia” colapsó en 2017.

Tres investigadores de la Universidad Central de Venezuela –Rubén García, Zoraira Silva y Consuelo Ramos de Francisco–, hacen en 2018 una evaluación poco optimista en “Misión ciencia en Venezuela, un proyecto ilusorio, extraviado, fugaz y víctima de la revolución del siglo XXI”.

Piensan que la Misión fue desde su origen “excluyente y sectaria” en tanto que, desde 2006, el gobierno excluyó de las decisiones a grupos de científicos como la Asociación Venezolana para el Avance de la Ciencia, a las asociaciones académicas de investigadores y profesores, al Consejo de Desarrollo Científico Humanístico y Tecnológico y a las universidades mismas (decisión idéntica a la que acometió Álvarez-Buylla al dejar fuera de la Junta de Gobierno de su Conacyt a organizaciones e instituciones equivalentes y meter, en cambio, a las fuerzas armadas). El gobierno bolivariano creó entonces el Ministerio del Poder Popular para la Ciencia y la Tecnología e Industrias Intermedias (MPPCTI) que lanzó proyectos científicos como las “rutas” de la empanada, el chocolate, la mandarina, “los gallineros verticales, la fabricación de queso de telita, de casabe y de chorizo de cabra, la siembra en los balcones y la cría de conejos en las casas” y otros proyectos científicos similares.

A veinte años de la llegada de Chávez al poder, concluyen los profesores, “ni el Ministerio de Ciencia y Tecnología, ni el FONACIT ni el Observatorio Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación, administran, promueven o desarrollan la investigación científica.” Se dejaron de llevar estadísticas sobre resultados, pero se redujo considerablemente el número de posgraduados, se disparó la fuga de cerebros y se canceló toda colaboración con la iniciativa privada. Si en 2002 el 3.4 de las publicaciones científicas en América Latina eran de Venezuela (el quinto lugar), en 2017 era solo el 0.6% (octavo lugar). Otra cosa que colapsó fueron las patentes, lo que el gobierno dijo que era entendible dado que están controladas por empresas con intereses capitalistas.

La “hidra disfrazada de ciencia”

No escasean elementos de la ideología de Varsavsky y adláteres en la que Álvarez-Buylla ha decidido que es la adecuada para dirigir la ciencia en México. Lleva las de ganar, pues tiene la ventaja de ser la dueña de “el Conacyt de la 4T” y tiene el apoyo del pueblo (es decir, del presidente) para imponer su ideología sobre todos los que, a su juicio, cayeron en las garras de “la ciencia neoliberal” que colabora con ese “sistema de muerte que es el sistema neoliberal capitalista”.

{{ Así dice en un diálogo con Boaventura de Sousa, “Democracia, ciencia y ciencias sociales”, en este enlace. }}

Alguna vez famosamente sentenció que “en el sistema capitalista neoliberal globalizado, las corporaciones usan a las científicas y su ciencia, nuestra ciencia, y dictan qué se investiga y qué no, además de cómo legitimar sus negocios. Esto es a lo que llamo los avances de la hidra disfrazada de ciencia”.

Hace tiempo, por medio de una solicitud de transparencia, Juan Pablo Pardo Guerra le pidió al Conacyt definir formalmente el concepto “ciencia neoliberal”. La respuesta fue que no había respuesta, pero bien podría haber empleado la de Varsavsky:

El problema que está en juego es la transformación de esta sociedad en otra. Se trata, entonces, de ver si hay una manera de hacer ciencia que ayuda a esa transformación y otra que la dificulta, y hasta dónde llegan las diferencias, eso es lo que a mí me interesa usar para definir ideología en ciencia. Se trata de ver en qué grado la ciencia actual, fiel al sistema capitalista, neoliberal, dependiente o neocolonial, es cientificismo; esto nos sugerirá los cambios necesarios para que deje de serlo. Moraleja: No disociar el pensamiento científico del político, discutir con los compañeros de ideología cuál será el contenido concreto de cada ciencia, temas y métodos en el nuevo sistema y predicar y preparar para el cambio allí, por lo menos encontrar cuáles son las causas que no deben seguir haciéndose y combatirlas, ir armando así una política científica y tecnológica fiel al nuevo sistema, donde la ideología aparezca como vía explícita.

(( Citado por Enrique Vila en Ciencia y revolución. Homenaje a Óscar Varsavsky, p. 48. ))

Cuando, en junio de 2018, el entonces candidato López Obrador anunció que Álvarez-Buylla sería la directora del Conacyt, dijo que tenía el mérito de ser la presidenta de UCCS, una ONG cuyo objetivo es “la utilización social creativa y libertaria del conocimiento y así revertir aquellas tendencias destructivas sobre el ambiente y la sociedad que la modernidad está generando”, como decía su Manifiesto fundacional. Más que su ciencia, me parece que al presidente le interesó ese activismo en defensa de una agricultura purificada de ambición económica y resistente ante el mercado, algo en concordancia con su idealización de un México resistente a “la modernidad”, tradicionalista, familiar, estoico y (se supone) autosuficiente.

Por venir de las “Redes Universitarias” que apoyaban a AMLO en la UNAM, y del think tank del diario La Jornada, Álvarez-Buylla llegó con las calificaciones ideológicas adecuadas para el cargo. Además, presentó un “Plan de reestructuración estratégica del Conacyt para adecuarse al Proyecto Alternativo de Nación 2018-2024 presentado por MoReNa”, que desde su primer párrafo alababa la sabiduría “del licenciado López Obrador” por diagnosticar que “el régimen económico neoliberal” es “la causa de la crisis nacional” debida en parte a la ciencia pervertida por “el valor de mercado”, los “intereses corporativos” y “la mercantilización a ultranza”, por lo que su “Plan” incluiría la “reestructuración del Conacyt para acoplarlo a los lineamientos del Proyecto Alternativo de Nación” del MoReNa. Su ideología se convirtió así en política de Estado, y la libertad y pluralidad de los miles de científicos mexicanos se ha debido someter a su voluntad personal y al partido político de su preferencia.

Y en esas estamos. Por lo pronto, para conseguir la transformación “de esta sociedad en otra”, Álvarez-Buylla cuenta no solo con su fervor epistémico y la fe en esa ideología, sino con un enorme poder burocrático, así como con el apoyo de los científicos con conciencia y con “honestidad intelectual”, un puñado de investigadores mediocres ascendidos de pronto a consejeros, asesores, comisarios y funcionarios cuyo mérito académico principal es la sumisión a sus designios. Es el caso del plagiario Romero Tellaeche (a quien impuso como director del CIDE), el plagiario Armando Contreras Hernández (a quien impuso como director del INECOL), el plagiario Alejandro Gertz (a quien le otorgó el más alto nivel del SNI), o su consejero John Ackerman (a cuyo proyecto para llevar a México a la “verdadera democracia” le entregó veinte millones de pesos, luego de declararlo “proyecto nacional estratégico”).

¿Qué podría fallar? ~


Otros escritos sobre “el Conacyt de la 4T”:

¿De quién es el Conacyt?

El Conacyt es de quien lo trabaja

El Conacyt, Ackerman, los millones (I)

El Conacyt, Ackerman, los millones (II)

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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