Pocos saben que, además de haber confeccionado la tabla periódica de los elementos químicos, Dmitri Mendeléyev estuvo muy interesado en las relaciones entre arte y ciencia. Tanto así que durante un tiempo, alrededor de 1877, solía recibir a estudiantes de ambas disciplinas los miércoles en su apartamento de San Petersburgo. Incluso fue nombrado miembro de número de la Academia Imperial de Artes. Entonces Dmitri conoció a una joven estudiante de arte, Anna Popova. El célebre profesor de química tenía 43 años de edad, ella 19. Pronto se divorció. La ley rusa bajo el reinado del zar Alejandro III dictaba que debía de esperar siete años antes de volver a contraer matrimonio.
Fueron días aciagos de principio a fin ese año de 1880, a pesar de que una gran noticia había llegado a sus oídos: se acababa de descubrir el escandio, elemento que él había pronosticado en su tabla bajo el nombre de eka–boro. La respuesta del químico alemán Lothar Mayer, quien también había estado trabajando en una tabla periódica similar a la suya, no se hizo esperar. Inició una disputa sobre la prioridad de su concepción, lo cual puso furioso a Dmitri. Deprimido, intentó renunciar a su puesto en la universidad pero la ley le recordó que no debía atrasarse con la mesada de su exmujer. Su querido maestro, Voskresensky, murió pocas semanas después. En noviembre de ese año fracasó en su intento de ingresar a la Academia de Ciencias. Ni siquiera el nacimiento de su segunda hija, Lyubov, ablandó el corazón de los jueces ecleseásticos, quienes también le prohibieron segundas nupcias avaladas por la iglesia ortodoxa. El extravagante e impulsivo cuasi profeta de la química contemporánea venido de Siberia llegó a pensar en el suicidio, según cuenta Anna Popova.
Tres años después las cosas comenzaron a mejorar. En un arrebato de abril, se casaron por la iglesia. El padre Kutnevitch, quien aceptó realizar la ceremonia pública por un considerable donativo, fue expulsado de inmediato. Mendeléyev abandonó la polémica con Meyer al aceptar, junto con éste, la medalla Humphrey Davy de 1882, otorgada por la Sociedad Real del Reino Unido. Enseguida cambió de intereses químicos, incluso comenzó a aconsejar al Ministro Witte sobre una diversidad de asuntos concernientes a la educación, la economía y la industria de Rusia. Witte concertó una visita de Mendeléyev al zar, pero otros asesores de Alejandro III recomendaron que no debería “recibir al estrafalario y bígamo profesor”. El zar, quien era conservador pero no tonto, replicó: “Él podrá tener dos esposas, ¡pero yo sólo tengo un Mendeléyev!”.
La química es, sobre todo, una experiencia en el camino, y la carta de navegación la confeccionó el locuaz Dmitri, quien fue nominado tres veces al Premio Nobel y nunca lo obtuvo, a pesar de que quienes sí lo ganaron, se sirvieron en buena parte de los pronósticos contenidos en su tabla. Aun así, se le reconoció en vida como “el más físico de los químicos”, otorgándole un carácter moderno a la vieja alquimia.
Ese fue el inicio de una nueva era en la ciencia de las transformaciones. En el mismo laboratorio de la Royal Institution donde Sir Humphrey Davy, el campeón de la alquimia extrema, hizo diversos descubrimientos cruciales, el químico de Oxford, Sir Peter Atkins, me habló de los puentes que se tendieron entre los físicos que se habían aventurado a internarse en la estructura íntima del átomo y los químicos. El profesor Atkins invita a mirar la tabla periódica no como un esquema apenas legible por especialistas, sino como una carta de navegación para escudriñar las entrañas de la materia. Si observamos una tabla actual, observaremos, de izquierda a derecha, una zona oriental, que podemos llamar el Rectángulo del Este, la cual, en su parte superior, comienza con el litio y el berilio, mientras que en su extremo inferior termina con el francio y el radio. Enseguida aparece una “depresión”, un Istmo que da inicio con el escandio y el ytrio. Su frontera la forman el zinc, el cadmio y el mercurio. Limítrofe de esta región es el Rectángulo del Oeste, el cual abarca desde el hidrógeno hasta el radón. Sin embargo, en el sur del Istmo, entre el bario y el hafnio, se abre una península formada por los lantánidos y los actínidos. Durante la mitad del siglo XX el mapa estaba casi completo. Ya no había territorios que descubrir. Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial condujo a la humanidad a cruzar la línea del horror. Fabricar una bomba atómica que, sin duda, doblegaría al adversario, se convirtió en una prioridad, tanto para las potencias del Eje como para los Aliados. Así nació el Proyecto Manhattan, una de cuyas secuelas no condujo al exterminio de la vida, sino al conocimiento íntimo de la materia luminosa que constituye cada organismo y objeto del Universo.
Cuando dio inicio dicho proyecto, en la década de 1940, la Península del Sur terminaba con el uranio. Entonces las pilas, llamados ahora reactores nucleares, comenzaron a hacer su labor y ampliaron el horizonte hacia los transuránidos. De los matraces y mecheros se pasó a los aceleradores de partículas. Hoy se han registrado 118 elementos. De los últimos diez no se conocen trazas naturales. ¿Cuántos más podrán generarse? Sir Peter piensa que, tal vez, una docena más, aunque adivierte que hay quienes piensan que, con la tecnología adecuada, se puede llegar a una “isla de estabilidad”, una región ignota, donde aparezcan elementos exóticos e insospechados, por lo que los cartógrafos de la futura alquimia tendrán que volver a dibujar el mapa.
escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).