Clonación: hacia una raza de inmortales

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Los demonios y los disparates en nombre de la ciencia están sueltos. En su edición de enero, la revista Vanity Fair dedicó su “salón de la fama” a dos ilustres científicos por su contribución al problema de la capa de ozono. Sin embargo, mientras que en la fotografía aparecen los verdaderos detectives de la química atmosférica, Sherry Rowland y Mario J. Molina (ozone sleuths los llaman), en el texto se hace la apología de Joe Farman y Jon Shanklin, cuya aportación a esta disciplina es posterior y secundaria con respecto al trabajo seminal de aquéllos. Ese mismo mes, durante una conferencia de prensa por la aparición de su última novela, el escritor Fernando Vallejo anunció que, en efecto, era la última y prometió dedicarse a “desenmascarar” a Newton y Einstein. Aseguró haber acabado ya con Darwin. Finalmente, la empresa Clonaid, a través de su directora, la doctora Brigitte Boisselier, informó del nacimiento de los dos primeros bebés producto de la clonación artificial que su empresa ofrece.
     Si creíamos que la incomprensión pública de la ciencia había tocado fondo con el asunto de los organismos transgénicos de interés para la agricultura, estos acontecimientos, revelaciones y manifiestos nos devuelven a la cruda realidad. No es fácil tragar la píldora escéptica, agnóstica, fáctica de la ciencia, cuya raíz amarga sigue ocasionando pesadillas a los animistas y prelógicos. El desliz de Vanity Fair, las tareas de Vallejo y las promesas de inmortalidad que nos ofrecen no sólo Clonaid sino la propia genética molecular no parecen apartarse del esquema dirigido por el apetito tecnológico indiscriminado, por la compulsión de vender y adquirir notoriedad.
     Ciencia prometeica como pocas, la genética de nuestros días y sus biotecnologías tienen un sino trágico. Gregorio Mendel vivió desde temprana edad en un monasterio de Brno, parte de Moravia en aquel entonces, rechazado sistemáticamente por sus colegas de la enseñanza. Ahí descubrió las leyes de la herencia y murió sin pena ni gloria en enero de 1844. A pesar de lo que se cree, su fama se debe menos a su largo y riguroso trabajo científico —según el biólogo molecular François Jacob, equiparable a la introducción de la mecánica estadística en la física— y más a la forma como fue manipulado por otros para imponer sus propios puntos de vista. Así sucedió durante la disputa entre Carl Correns y Hugo de Vries en 1900, quienes habían llegado medio siglo después a las mismas conclusiones que el monje de Moravia. Con Mendel, los fenómenos biológicos adquirieron el rigor de las matemáticas.
     Luego del descubrimiento de la estructura del ADN por Crick y Watson, en marzo de 1953, la genética dio un paso similar al que la física había dado cuando Galileo demostró que las ideas aristotélicas sobre el movimiento de los objetos estaban equivocadas. La explicación de fenómenos naturales mediante conceptos sencillos y experimentos reproducibles, a la manera de la física, alcanzó durante los años de 1960 un área que nos concierne a todos y que, no obstante, se había mantenido en el terreno de la especulación, evitando la navaja de Occam. Me refiero a la biología. Finalmente esta disciplina aceptó someterse al escrutinio del reduccionismo estricto. La genética, por ejemplo, creó una alianza estratégica con la química, lo cual potenció el enorme trabajo que estaban llevando a cabo los biólogos celulares. Esto la ha elevado a un estadio envidiable, pues todo lo que hace nos atañe profundamente, puede generar grandes riquezas y tendrá una resonancia inédita en la evolución de las especies, así como en la conducta humana.
     No es extraño que dos ciencias jóvenes como la economía y la genética se parezcan tanto. Ambas abrevan en el mismo estanque de los organismos y las poblaciones dinámicas. Impetuosas y arrogantes, las dos tendrán que seguir explorando los caminos de la ciencia abierta, seria y responsable, evitar la especulación y el lucro espurio asociado a ésta, so pena de caer en el descrédito.
     Hasta ahora Clonaid sólo ha mostrado fantasmas, arguyendo que debe proteger a los padres y a los recién nacidos. Si logrará o no atraer la atención de inversionistas, parejas estériles deseosas del bebé soñado, homosexuales con un profundo deseo de tener descendientes con sus propios genes o de cualquiera que sueñe con ser clonado y empezar a buscar la inmortalidad, se verá pronto. Imitar a la naturaleza no es nuevo. La clonación es tan natural como todo artificio inventado por los humanos, animales, bacterias y virus. Por ello cualquier discusión sobre su posible maldad o bondad es, en principio, retórica.
     Las técnicas avanzadas de reproducción artificial serán, como el átomo, lo que queramos que sean. ¿Buscamos un átomo verde o un átomo asesino? ¿Queremos una genética al lado de la medicina que aún hoy cura a tientas o una técnica exclusiva y cosmética? Pero esto no parece estar claro ni para la sociedad ni para los legisladores. Tampoco parece que las técnicas fiables se encuentren a la vuelta de la esquina, excepto que Clonaid nos demuestre lo contrario. La genética, incluso la más frívola y comercial, será una realidad cuando resolvamos el enigma de la evolución que llevamos dentro. Mientras tanto, es muy probable que los intentos terminen como la pobre cordera Dolly, quien languidece en el instituto escocés de Rosslin, sobre las lomas de Lothian. Muy cerca de allí aún se encuentra la enigmática capilla construida en el siglo xv en memoria de los caballeros favoritos del rey Malcolm y de los templarios que creyeron en el Santo Grial y en la vida del mundo futuro. Veamos si alguien ha encontrado, al menos, la fuente de la eterna juventud. ~

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escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).


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