La integridad científica y su deontología van firmemente calando en los centros de investigación españoles. Se están creando numerosas unidades de ética e integridad científica en España, lo que es causa de celebración. Lo cierto es que la probidad en la actuación profesional en nuestros centros de investigación y de educación superior ha dejado bastante que desear en el pasado, pero, afortunadamente, las cosas están cambiando. La introducción de patrones deontológicos en la investigación, la publicación, la contratación, y en la gestión de personal, que hace décadas se configuraban en cortijos de poder e influencia personales, posibilitan una corrección del sistema. Existe evidencia anecdótica significativa de un “fin de época” en lo referente a la contratación de personal, que, sin duda, en muchos centros, ha pasado de ser opaca a relativamente transparente. Algunos índices son positivos. Por ejemplo, los sucesivos Informes de Datos y Cifras del Sistema Universitario reflejan un espectacular vuelco en la igualdad de género en nuestros centros. Según el último informe de esa serie (el correspondiente al curso 2021-22) la paridad ya se ha alcanzado en ciencias sociales y jurídicas, de la salud y en artes y humanidades, con porcentajes de mujeres en las plantillas de Personal Docente e Investigador de nuestros centros del 47,3%, 49,8%, y 49,7%, respectivamente. Las mujeres son además ya la mayoría decisiva del PDI doctor de menos de 39 años, donde la falta de paridad se ha invertido. Se trata del sector de personal docente e investigador con más alto nivel de formación y, por ende, con mayor retribución esperable, lo que sugiere, si acaso, un problema de creciente discriminación estadística contra los varones. La tendencia, además, es uniforme, incluso durante la pandemia (de la que se nos decía incesantemente desde algún ministerio que la pagarían las mujeres con sus puestos, lo que, al menos en este sector, no ha sido el caso).
Ahora bien, donde no se constata ningún progreso, y conviene repetirlo, porque sigue sin darse dinámica de cambio, es en la movilidad laboral efectiva, y en el ingreso en el sistema de profesores e investigadores (sean o no españoles) formados fuera de España. Nuestras cifras de movilidad tanto nacional como internacional son negativas, año tras año, con los mismos preocupantes y persistentes índices de endogamia. El último informe muestra que el 73% de nuestros profesores trabaja en el mismo centro en el que se doctoró, el 87,4% en una universidad en la misma comunidad autónoma en la que se doctoró, y el 97% en el país (España) en el que se doctoró. Estas cifras, sin parangón en países de nuestro entorno, son el resultado de prácticas de colectivismo gremial, y no cambian, en esencia, desde que hay registros hace dos décadas (el primer informe de la serie corresponde al curso 2005-6). Más preocupante aún es el hecho de que no se percibe voluntad de abrir, de manera efectiva, nuestro sistema de investigación y educación superior al mercado laboral de investigadores europeos. Sigue imperando la mentalidad de proteger “lo nuestro”, lo que inexorablemente implica trabas a la libre circulación de las personas y del talento.
Diversas intervenciones en varios eventos públicos a los que he asistido durante las últimas semanas vienen a corroborar esa falta de voluntad. Son defensas de nuestros patrones de contratación, algunas incitadas por el activismo político de ciertos ponentes, que se vinculan sin rubor con el colectivismo gremial, del que se pide no ya que no disminuya, sino que vaya a más: “Hay que anteponer colectivos a individuos”, o “tenemos demasiado individualismo, nos hace falta colectivismo”. Proclamas de este tipo fomentan el gremialismo, y propagan una visión egoísta de los individuos y sus motivaciones personales. Más ajustada a la compleja realidad es la visión benigna de la libre empresa individual de Adam Smith, David Ricardo, David Hume, y otros ilustrados escoceses, y que, según ellos, se encuentra en la base de cualquier riqueza social.
Es, por otra parte, la misma visión benigna de la libertad individual que subyace al Keynesianismo contemporáneo, y a su justificación de instituciones, sociedades, y asociaciones supranacionales, incluidas las de índole científico. Por ello, sorprende que algunas de estas expresiones se escuchen en foros asociados a diversos centros de investigación, incluso del CSIC, lo que debería suscitar una mínima reflexión acerca de su encaje con una ética científica de la investigación. Se trata, a fin de cuentas, de nuestros centros de investigación avanzada, nuestra respuesta al Max Planck alemán, el CNRS francés, los Colleges, Schools, Institutes de estudio avanzado británicos o norteamericanos. Al no tener capacidad formativa propia, tales centros no pueden contratar a sus propios doctores. La expectativa es, por ende, de una gran apertura, sin cortapisas, al amplio mundo de la investigación, que no tiene fronteras. Pero no es eso lo que se constata cuando se estudian las cifras de ese tipo de centros en España, que muestran, de nuevo, un alto índice de contratación de doctores por programas de doctorado españoles y, aún más, por aquellos con los que ya tienen vínculos. En definitiva, se reproduce el característico patrón de endogamia, y el consiguiente cierre al flujo libre de talento formado fuera del sistema. Y, en efecto, de los españoles formados en el extranjero, representados en la sociedad de Científicos Retornados a España (CRE), a la que tengo el honor de pertenecer, en ninguno de estos eventos se escuchó una palabra.
¿Qué subyace a este recalcitrante colectivismo, que se ve reflejado incluso en expresiones extemporáneas en debates sobre la naturaleza de la investigación, o sobre política científica? Aquí solo caben algunas cábalas, o teorías, y cada cual tendrá las suyas. Desde hace años, la mía, que viene avalada por una experiencia laboral de más de veinte años en el extranjero, y otros tantos en España, la relaciona con una escasa comprensión entre nosotros de lo ilícito de la colusión, a su vez reflejo de una deficiente comprensión de la propiedad intelectual. Es difícil saber cuál es la causa y cuál el efecto, pero nuestro extraordinario gremialismo tiene alguna relación con la falta de comprensión de los procesos de aprendizaje y creación intelectual, que son esencialmente individuales, incluso cuando son cooperativos. Pues los términos “cooperativo” y “colectivo” (como tan bien explica Helen Longino en Fate of Knowledge, Princeton University Press, 2000) no solo denotan conceptos diferentes, sino opuestos: La cooperación, como la compasión, o la solidaridad, requieren agencia, juicio, y consentimiento a nivel individual, precisamente aquello que la colectivización niega que exista. Y, en efecto, la colusión es un tipo de falta de integridad académica que consiste en confundir el trabajo en equipo con el propio, haciéndolo pasar como mérito personal en virtud del colectivo al que uno pertenece. En la tríada clásica de las faltas de integridad científica, es la más desconocida. Y si bien la colusión no es plagio, ni fabricación, es deontológicamente un atentado tanto o más grave, si cabe, contra la probidad de los procesos de evaluación y, por ende, la igualdad de oportunidades. Indica menosprecio por el valor de la creación y propiedad intelectual, que son logros individuales – incluso cuando resultan de una colaboración.
Lo expresó con acierto uno de los ponentes en un evento que tuvo lugar en la Residencia de Estudiantes. Federico Mayor Zaragoza solo fue presidente en funciones del CSIC, y su espléndida alocución en defensa de la libre creación individual quizás no sea acorde con los tiempos de corrección política en que vivimos, pero su discurso perdurará. Sapere Aude, recordó Mayor Zaragoza, es el motto que acuñase Kant para la Ilustración. Y la audacia, como cualquier otra pasión, es el privilegio de los individuos. Ni los colectivos, ni las organizaciones, ni las instituciones poseen esa capacidad de innovar, de inquirir, de buscar la explicación de un comportamiento, un fenómeno, o un hecho, iluminando sus posibles causas. Hinc lucem e pocula sacra es el motto de la Universidad de Cambridge, donde me encuentro este año investigando. Aquí se haya la luz y la riqueza de conocimiento. Dedíquese a los dogmáticos defensores de lo oscuro y lo gremial.
Mauricio Suárez es catedrático de lógica y filosofía de la ciencia en la Universidad Complutense de Madrid.