EL lenguaje más antiguo

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Thomas Eisner nació el 25 de junio de 1929 en Berlín y murió el 25 de marzo de 2011, en Ithaca, Nueva York .  Su padre llevó a la familia a Barcelona en 1933; pronto tuvieron que huir a Uruguay, donde tenían parientes. Posteriormente se mudó a Estados Unidos, se graduó en Harvard y fundó en Cornell el laboratorio de química ecológica. Eisner y su colaborador Meinwald son considerados los padres de esta ciencia. Eisner fue un talentoso pianista y Meinwald un sensible flautista. En Ithaca fueron famosos sus conciertos. Cerca de la sala de música del pueblo hay un refugio para quien espera el autobús si llueve o nieva. En el piso se lee: “Donado por la familia Eisner.”

Los primeros documentales científicos producidos por la BBCen los años sesenta que revelan el hasta entonces desconocido lenguaje de los insectos, son de Eisner. Cuando el Parkinson le impidió tocar el piano y cualquier otra forma de arte manual, buscó una manera de hacer algo artístico y se dedicó a fotocopiar sus más raros insectos y plantas. Publicó un libro con sus fantasías de color. Siguió haciendo ciencia hasta el final.

Esta entrevista se realizó en el Departamento de Química de la Universidad de Cornell, el 25 de marzo de 2000.

¿Cuándo comenzó a interesarse en los insectos?

Desde pequeño me gustaba coleccionar insectos. No tenía otro propósito más que el de observarlos y clasificarlos. Casi todos los que lo hacían los disecaban, pero a mí me gustaba mantenerlos vivos, así que mi habitación estaba llena de cajas con insectos. Y, dado que muchos de ellos son nocturnos, como las orugas, que comen a esas horas, me levantaba de la cama a mitad de la noche para observar su comportamiento. También me di cuenta desde entonces que había algunos que se distinguían por un aroma. Eso me hacía acercarme a ellos para olerlos.

Luego vinieron los años de estudio. Logramos salir de España y llegar a Uruguay. Más tarde vine a Estados Unidos y me gradué en Harvard. Cuando llegué a Cornell, en 1957, empecé una colaboración con un joven flautista (Jerrold Meinwald), que también era químico. Esa colaboración dura hasta el día de hoy y su objeto ha sido el estudio de este lenguaje químico de los insectos.

 

Su investigación sobre el escarabajo bombardero es un clásico en el estudio del comportamiento de los organismos vivos.

Es la que llevamos a cabo para entender lo que sucedía en el cuerpo del escarabajo bombardero. Esa especie la hay también en México, ¿sabe? Lo que sucede es que el escarabajo posee dos cámaras separadas, y cuando lo requiere mezcla las moléculas químicas almacenadas en cada una para arrojarlas hacia el enemigo. Lo extraordinario es que el rocío alcanza los 100ºC. Esta secreción es literalmente una explosión química que el escarabajo ha generado en su evolución. Es un sofisticado mecanismo de ataque, cuando se trata de una presa, y de defensa, cuando se trata de un depredador.

 

¿Qué otros mecanismos emplean los insectos para sobrevivir?

Hay otras formas que los insectos usan para defenderse de sustancias venenosas. Las polillas macho, por ejemplo, cuando son orugas, comen un cierto tipo de planta que contiene una sustancia venenosa. A ellos no les afecta, la asimilan en su cuerpo y, cuando son adultas y se aparean, transmiten a la hembra esta molécula, la cual, a su vez, la incorpora en el huevo que habrá de poner para defenderlos. Lo asombroso de esta forma hereditaria de supervivencia es que, durante el encuentro, el macho le informa a su pareja la cantidad de veneno que pudo consumir durante su etapa larvaria. Le “dice” a la novia cuán grande será el regalo en esa ocasión.

 

¿Cómo nació la ecología química?

Nos dimos cuenta de que en gran parte de la interacción entre insectos, entre estos y las plantas, las aves, los animales y los seres humanos participan moléculas químicas como intermediarias. Estamos tan distraídos por la comunicación auditiva y visual que olvidamos cuán profundamente dependemos de la comunicación mediante el intercambio de moléculas químicas. Así, para mí el aire no es más que un vehículo que utilizan las plantas, los insectos, los animales superiores, las aves, los pájaros y los humanos. Y el intercambio no es trivial, en ello se juega el encuentro o no de pareja sexual, el hallazgo o no de alimento para uno y sus crías, la defensa y el ataque entre depredadores y presas. De esta forma nació la ecología química, una disciplina de lo misterioso en la naturaleza.

 

¿En qué sentido misterioso?

Misterioso porque se trata de algo que está ahí pero que no lo vemos ni lo escuchamos, solo el interesado o interesada de su especie puede detectarlo. Un ejemplo de lo complejo que son estas redes intersociales es el de las cucarachas. El macho es atraído por la hembra mediante una sustancia química que ella expulsa en cantidades tan pequeñas que no ha sido posible construir un instrumento de detección tan fino. Por ello examinamos las antenas de las cucarachas. Estudiamos también el rastro que dejan en una hoja de papel, o bien analizando sus glándulas. Al extraer la sustancia, empapar con ella un palillo con algodón y acercarla a los machos que estaban en otra caja, todos respondían al estímulo como si se tratase de una verdadera hembra. Pero esto significó que había que tomar decenas de miles de rastros para saber a ciencia cierta que había una sustancia y cuál era su composición.

 

A la luz de la evolución, ¿qué le dice este lenguaje secreto de las especies?

Que en el transcurso de los millones de años, desde la aparición de los primeros organismos vivos en la Tierra, el instrumento más estable y antiguo que hemos utilizado todas las especies para comunicarnos –ya sea para el ataque o la defensa, para la colaboración o para el individualismo– es el sistema de señales químicas. Descubrimos que hoy en día es esencial, el más importante recurso evolutivo. Por ejemplo, hace algunos años uno de mis estudiantes quería saber cómo se daba el intercambio molecular entre algunas plantas, qué lenguaje les era útil, por ejemplo, cuando estaban siendo atacadas por un grupo de insectos. Encontró que, en tales condiciones, la planta herida desarrollaba ciertas sustancias que liberaba en el ambiente y, al ser arrastradas por el viento, eran detectadas, digamos, por un árbol cercano, el cual, de esa manera, podía desarrollar su propio material químico para anticipar un ataque de insectos.

No solo nos dimos cuenta de que esto era apenas comenzar a entender el rumor químico de la naturaleza. Entre más se entera uno de lo que hay allá luego de ver en donde nadie ha mirado antes, más confirmamos que apenas comenzamos a comprender la intrincada manera en que se halla la red de señales. También comprendimos que, como especie, estábamos interfiriendo en procesos sobre los cuales no teníamos la menor idea de su estructura, ni mucho menos de los caminos que ha seguido no en un proceso de perfeccionamiento sino de selección natural, a veces irracional y cruel a los ojos humanos. Aun así, advertimos que habíamos dañado varios sistemas de señalización química a nivel planetario que tenían su propio orden, como es el caso del plancton oceánico. Los derrames de petróleo en los mares son una verdadera pesadilla, ya que, cuando las cadenas de este líquido viscoso se descomponen en el agua, extraen la señal química que utiliza el plancton para comunicarse. Así que podrá usted ver que estamos tomando acciones sin saber lo que estamos haciendo en realidad. Nuestro trabajo ha sido puramente científico y ha contribuido a despertar conciencias.

 

Con el desarrollo espectacular de la genética, todo parece reducirse a explicaciones fatalistas. ¿Cuál es su opinión respecto al desarrollo de la evolución?

Es claro que el motor de la evolución tiene una base química sobre la cual se construyen los procesos genéticos en todas las especies, ya sean plantas, animales o insectos. Por tanto, la genética y el pensamiento evolutivo se complementan. Si Darwin hubiese sabido de los genes, habría sido un decidido defensor del control genético sobre los procesos biológicos. Incluso se puede pensar que la capacidad de hacer cultura está dominada por una causa genética, no cultural. Hacemos cultura por influencia del medio, pero antes hay que tener la capacidad, por ejemplo, de hacer arte y poesía, y eso está escrito en nuestro adn. Estoy convencido de que los mecanismos evolutivos operan bajo controles genéticos. El medio puede influir en la manera en que esos genes se expresan, aunque estoy convencido de que es sobre todo en el material genético donde están los límites de respuesta al ambiente.

 

¿Piensa usted que la evolución se da por saltos repentinos o de manera gradual?

Para mí está muy claro que la evolución de las especies se ha dado a diferentes velocidades. El registro fósil permite inferir largos periodos donde parece no haber gran cosa, y de pronto, en algunos miles de años, se dan grandes cambios. En mi opinión no existe una dicotomía: el que a veces se acumulen pequeñas presiones selectivas a lo largo de periodos muy prolongados no impide que, súbitamente, se generen cambios adaptativos más o menos bruscos. Es la manera en que la evolución plantea su juego.

 

Como pionero en el estudio del lenguaje químico que subyace a la expresión de los genes, usted ha estudiado mecanismos de ataque, defensa y atracción sexual con armas químicas. ¿Puede darnos un ejemplo de comunicación pura? ¿Cómo se da el antagonismo y el mutualismo?

La penicilina es un buen ejemplo. Sabemos que es un hongo que produce una bacteria, la cual se alía a nuestro organismo, por ejemplo, y mata a otra bacteria, nociva para los humanos. Entonces se da una batalla territorial, pues el hongo busca expandirse para encontrar nutrientes que se hallan en lugares ocupados por la bacteria nociva. Compiten y, luego de liberar sustancias químicas tóxicas, gana la penicilina. Este es un caso de comunicación antagónica. Por otro lado, la comunicación mutualista es obvia en la atracción sexual y el apareamiento, donde ambos socios obtienen ventajas como individuos y como miembros de una especie en su lucha por perdurar. Hasta antes de abrir este campo de investigación científica, los estudiosos se centraban en lo acústico, como el trino de los pájaros y las señales de las ballenas y delfines, o en lo visual. La manera como los simios y otras especies de primates se mueven. Cuando pudimos contar con técnicas de análisis del mundo microscópico, toda una ventana se abrió y las cosas comenzaron a ser explicadas de una manera dramáticamente distinta. Ahora podíamos observar la manera en que las moléculas químicas hacían actuar a las diferentes especies.

 

¿Por qué es usted reconocido como uno de los pioneros del documental de la naturaleza?

Todo empezó en el desierto de Arizona, cerca de Agua Prieta, México, que es una zona espléndida para el estudio de animales nocturnos. Me había propuesto observar el comportamiento de insectos que son atrapados en telarañas y, al cabo del tiempo, noté que las arañas seleccionaban sus platillos. Algunos insectos eran liberados aún con vida, mientras que otros eran guardados para la merienda. Las arañas se acercaban a ellos, los tocaban y, si no les gustaba, cortaban la tela alrededor del entrampado y este era liberado. Hice una lista de los comestibles y los indeseables. Resultó que estos últimos tenían en común moléculas que son muy interesantes para los humanos: los esteroides. Durante un verano completo alimenté a un pájaro con unos quinientos ejemplares de entre una variedad de cien especies de insectos. Hice una lista de cuáles eran los que le gustaban y los que no. Uno de los que encontró desagradables fue la luciérnaga. Nadie antes había trabajado en las sustancias químicas de esta especie de coleóptero, así que cuando lo hicimos encontramos una nueva clase de esteroide. Estos tienen especial importancia porque estamos hablando de sustancias como el colesterol, la cortisona, la testosterona, los estrógenos o las hormonas. Pues bien, este era una clase distinta que protegía a las luciérnagas de ser devoradas por los pájaros. No solo eso, también descubrimos que había otra especie de luciérnaga que no era capaz de producir dicho esteroide. Y, sin embargo, lo obtenía comiéndose a las primeras.

 

¿Cómo lo hacen?

Poniéndoles trampas luminosas. Imitan el patrón de señales luminosas que hembras y machos emplean para atraerse. Cuando la pareja potencial viene en busca de pareja, lo que encuentra es a un depredador. Así se hace de la sustancia química preciada, e incluso puede pasársela a sus huevos.

 

¿Qué opina de Edward O. Wilson, fundador de ese polémico campo que es la sociobiología?

Edward y yo somos amigos íntimos. Estudiamos juntos y creo firmemente en sus postulados. Considero particularmente trascendentales sus estudios sobre las hormigas, las termitas y las abejas. Si uno logra entender las ideas que se desprenden de tales estudios, podrá comprender las estructuras esenciales que soportan la vida de los animales superiores. Captar el comportamiento de los insectos permite entender el resto de los sistemas sociales en el planeta, incluyendo el humano.

 

¿En qué sentido?

En el más profundo y amplio. Luego de mirar el comportamiento social de insectos, termitas y abejas siento una mayor conmiseración por las debilidades humanas. Pero al mismo tiempo admiro más nuestras fortalezas. Soy más tolerante cuando entiendo por qué somos como somos, por qué acumulamos riquezas, por qué pasamos el tiempo de ocio de la manera que los hacemos, por qué peleamos por territorios, por qué nos sacrificamos y sabemos colaborar para obtener ventajas mutuas. La sociobiología debería ser leída en sus textos originales y, más tarde, tratar de emprender la crítica. Creo que el libro de Wilson On human nature debería ser leído por todos.

 

¿Cómo ha vivido la relación entre la música y el estudio del lenguaje químico? ¿Qué pasa cuando hace arte y cuando hace ciencia?

Para mí, arte y ciencia están relacionadas por ser actividades humanas fundamentales. Pero son distintas por el efecto que producen en mí y por las reglas que impone el ejercicio de cada una. Si hago una investigación que no está llevándome a nada, voy y pongo una cantata de J. S. Bach, y me siento mejor. La ciencia de alguna manera es más sencilla, pues lo único que necesitas es que tu experimento pueda ser repetido en cualquier parte y momento. Lo otro, lo subjetivo, apela al misterio. No necesito explicar el porqué, simplemente sé que mis gustos musicales forman parte de mi cultura, de la influencia que tuvieron mis padres en mi formación. Tuve una maravillosa experiencia con uno de mis primeros estudiantes cuando llegué a Cornell, Roger Payne. Se hizo famoso porque fue el primero en grabar los sonidos de las ballenas jorobadas. Se enteró de que yo estaba dando unas conferencias en Nueva York y vino a verme. Durante la cena me dijo: “Tengo algo para usted.” Al día siguiente se presentó en mi laboratorio con una cinta de audio en una grabadora, me invitó a escuchar. Fue una experiencia inolvidable, sin duda musical. Desde luego no creo que ellas se propongan hacerlo, su primer motivo es comunicarse. Luego resulta que otra especie, la humana, puede apreciar esas señales auditivas y, en su contexto cultural, pensar que es música. Y ahora hemos cultivado ese peculiar vínculo estético-emocional con ellas, lo cual es un agradable hallazgo.

 

¿Cree que los animales tienen conciencia del dolor, de sí mismos como individuos? ¿Piensa que hacen cultura?

Por lo general, cuando vemos un color cada uno apreciamos distintos matices. Pero podemos ponernos de acuerdo hablando. En este sentido tan antropocéntrico, es casi imposible determinar si una culebra está consciente del dolor al pisarla. Sin embargo, no necesito saber si un animal puede percibirlo para saber que no necesito maltratarlo, que merece respeto como organismo independiente de mí. Basta mirar la reacción de un perro cuando lo lastimamos por accidente. Es muy parecida a la nuestra. Con eso es suficiente.

Ahora bien, la cultura es la transmisión de tradiciones de una generación a otra. Las abejas, por ejemplo, que polinizan ciertas flores llevan consigo sustancias químicas, aromas que distinguen a esas flores, al regresar al panal que pueblan el ambiente en donde crece la nueva generación de abejas. Cuando a estas les toca salir en busca de néctar prefieren ese tipo de flores y no otras. ¿Eso es cultura? Pienso que sí, pues la información se transmite para preservar, en este caso, una tradición aromática para producir una miel propia. Cultura sencilla, pero cultura al fin. Creo que la sociobiología y la evolución darwiniana no han hecho más que devolvernos la humildad a los seres humanos desterrando las ideas de que podemos explotar los recursos como nos venga en gana y la idea de que merecemos un trato especial en el planeta por ser tan listos. Quizá no lo seamos tanto. ~

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escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).


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