Destaca el premio Nobel concedido hace algunos días a la doctora Frances Arnold, no sólo porque reconoce la trayectoria de una mujer realizando investigación de punta, algo que ya debería reconocerse con regularidad. Quizá por eso resultan sorprendentes exabruptos como el de un físico italiano adscrito al Centro Europeo de Investigaciones Nucleares (CERN), quien hace poco fue suspendido por mofarse de la mujeres debido, según él, a su flaca aportación a la ciencia.
Como señala bien Cynthia Ramírez en su artículo de este mismo sitio de internet, no es suficiente semejante reconocimiento (apenas la quinta en la historia). La misma profesora Frances Arnold lo recalcó en su momento. Hay muchas mujeres más haciendo ciencia que abrirán nuevas líneas de exploración, lo cual demuestra el profundo humanismo de este quehacer: no importa el sexo, género, ni mucho menos el color de la piel o el tono de voz. Sólo las ideas que traes en la cabeza y tu habilidad para demostrarlas.
Pero, ¿qué significado tiene semejante reconocimiento, tanto a Frances Arnold, como a George P. Smith y Sir Gregory Winter? Para ello habremos de remontarnos a la década de los noventa, años en los que los problemas ambientales de gran escala comenzaron a agudizarse. Al mismo tiempo, los avances en genética molecular y la eficacia cada vez mayor de los sistemas robotizados empezaban a dar frutos. En 1998 apareció la primera edición de un libro iluminador: Biomimicry. Innovation Inspired by Nature. Su autora, la bióloga y escritora científica Janine M. Benyus, se había dado a la tarea de rastrear los orígenes no de una nueva ciencia, sino de una actitud distinta frente al estudio de los fenómenos naturales, en particular los referentes a la vida en el planeta.
Cultivar ciencia ha tenido significados diversos e implicaciones distintas a lo largo del tiempo. Ha sido una forma de arrancarle sus secretos a la naturaleza (“Torturémosla hasta hacerla confesar”, decía Francis Bacon), desde luego ha sido, y es, utilizada como instrumento de poder, como una manera de regocijarse por lo que se descubre, una guía para mitigar la incertidumbre. Pero este modelo se está agotando, nos advierte en su libro Janine Benyus, lo cual fue visto por muchos investigadores no con derrotismo, sino como una oportunidad para sobrevivir. No es el planeta el que debe de adaptarse a los humanos, sino al revés. Hay que ir más allá de la contemplación pasiva y el goce estético individual cuando a tu alrededor hiede, te ahogas en plástico y la temperatura mundial se eleva.
Frances Arnold ha trabajado toda su vida académica con ese espíritu. En la época en que Alfred Russell Wallace y Charles Darwin propusieron la teoría de la evolución de las especies vivas no se conocían los vericuetos y sorpresas que tenían deparadas las moléculas bioquímicas y diversos entes que interactúan en un entorno complejo y en actividad constante. Siglo y medio más tarde se lleva a cabo manipulación genética considerando la naturaleza como un modelo, como una medida de lo que necesita un organismo para prosperar como individuo y como especie. En el laboratorio de Frances Arnold también se tiene muy presente otro lema: la naturaleza es nuestra tutora. Estudiemos cómo ha procedido en los últimos 3,800 millones de años, analicemos qué ha funcionado y qué ha desechado, por qué ha conservado genes, proteínas, abejas, asteroides, hoyos negros. Ya no se trata de chuparle una técnica novedosa y regresarla al limbo, sino de aprender de ella.
Laborando ya en el prestigiado Tecnológico de California, Caltech, en Pasadena, la profesora Frances Arnold fue la primera persona en utilizar un método que imitaba la selección natural con objeto de desarrollar enzimas, las cuales llevan a cabo determinadas tareas, de acuerdo a como sucede en la evolución. Dichas enzimas catalizan, es decir, aceleran reacciones químicas en el interior de las células de un organismo vivo. Hoy en día las técnicas inventadas por Frances Arnold y su equipo de colaboradores se utilizan cotidianamente en esta disciplina de la biología.
Asimismo, George P. Smith y Sir Gregory Winter idearon una técnica para imitar la capacidad de los bacteriófagos de generar anticuerpos, esto es, grandes moléculas de proteínas al servicio del sistema inmune de cualquier organismo, cuya misión es neutralizar bacterias, virus, incluso toxinas. En la actualidad se ha logrado revertir enfermedades autoinmunes y tratar con relativo éxito metástasis cancerígeno.
Así pues, el premio a la evolución dirigida, exprés, tanto de enzimas como de anticuerpos, la cual está revolucionando la medicina, no hace más que reconocer el valor de aprender a imitar, antes de pretender crear algo nuevo.
escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).