Antes de Chernobyl estuvo China (y la conciencia de Jack Lemmon)

Años antes de que la serie de HBO narrara el accidente de Chernobyl, Jack Lemmon interpretó, en El síndrome de China, al supervisor de una planta de energía nuclear que exhibe el manejo negligente de sus protocolos de seguridad.
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Billy Wilder dijo alguna vez que la mayoría de los actores tienen una o dos virtudes que pueden presumir frente al lente de la cámara, no más. Con todo, esas dos características son más que suficientes para convertirlos, a veces, en grandes estrellas. Walther Matthau recordó en 1988 ese dicho del “poeta y filósofo” Wilder en la entrega del AFI Life Achievement Award a su colega, camarada y compañero de reparto en once películas Jack Lemmon. Solo que, subrayó Matthau en esa ocasión, Lemmon no tiene solo uno o dos recursos que puede usar: “Jack es el equivalente actoral de los catálogos de  Macy’s, Tiffany’s y Sears Roebucks, todos juntos”.

En efecto, aunque Lemmon es más recordado por sus interpretaciones bajos las órdenes del propio Billy Wilder en farsas (Una Eva y dos Adanes, 1959 o Irma la dulce, 1963), comedias (Primera plana, 1974) o tragicomedias (Piso de soltero, 1960), lo cierto es que el ocho veces nominado al Oscar –lo ganó en dos ocasiones, por Mister Roberts (Ford-LeRoy-Logan, 1955) y  Save the tiger (Avildsen, 1973)– fue un actor tan versátil que, en efecto, podía aparecer entaconado, travestido y bailando tango con Joe E. Brown en Una Eva y dos Adanes para, unas cuantas películas después, encarnar con dolorosa verosimilitud el infierno de la adicción alcohólica en Días de vino y rosas (Edwards, 1962) o, después, interpretar a la perfección las peores manías obsesivas-compulsivas en la célebre comedia de costumbres alusivamente homoerótica Extraña pareja (Sacks, 1968).

Ya en los años 70, Lemmon perfeccionó un tipo de personaje que podríamos definir como el hombre común con conciencia, una suerte de versión corregida de los impolutos héroes del Hollywood clásico encarnados en su momento por Henry Fonda o James Stewart que, interpretados por Lemmon, resultaban mucho más terrenales, contradictorios y también neuróticos. A decir verdad, en el primer papel importante de Lemmon estaba la semilla de este personaje: su alférez Pulver de Mister Roberts (por el que ganó su primer Oscar) es un indolente marinero bueno para nada que, hacia el desenlace y bajo la benévola influencia del Teniente Roberts de Henry Fonda, tendrá el suficiente valor para enfrentar el autoritarismo del dictatorial capitán James Cagney. Algo similar sucede en la mucho más compleja Piso de soltero, donde su mediocre oficinista C. C. Baxter tiene que dejar de ser un “schnook” –un tonto, un incauto– y ser un verdadero “mensch” –es decir, alguien con dignidad y valor– si quiere convertirse en un auténtico ser humano.

El síndrome de China (The China syndrome, EU, 1979), cuarto largometraje del buen artesano tempranamente fallecido James Bridges (1936-1993), representa probablemente la versión más depurada de este tipo de personaje encarnado por Jack Lemmon. Se trata de una pieza típica del cine liberal hollywoodense cuyo discurso es más o menos el mismo desde clásicos como Caballero sin espada (Capra, 1939) hasta la reciente ganadora del Oscar En primera plana (McCarthy, 2015), pasando por thrillers periodísticos como Todos los hombres del presidente (Pakula, 1976). El cine liberal hollywoodense nos advierte que las instituciones son frágiles, propensas a la corrupción e inclinadas a servir a los intereses de unos cuantos, por lo que es necesario que el ciudadano común –James Stewart en la fantasía política dirigida por Capra– o alguno de sus más valientes representantes –los periodistas, en las otras cintas mencionadas– den un paso al frente para defender los valores democráticos. Es decir, en el ciudadano de a pie, en su compromiso, en su conciencia, descansa la auténtica democracia estadounidense, no en sus líderes políticos.

El síndrome de China es un ejemplo depurado de este discurso liberal aunque, siendo los años setenta de Vietnam y Watergate, la propuesta del filme es mucho menos esperanzadora de lo que se podría pensar. Es cierto que no llega a los extremos satíricos-nihilistas de la obra maestra contemporánea Network, poder que mata (Lumet, 1976) pero también es cierto que estamos muy lejos del optimismo de Frank Capra, sus héroes intachables y su comunidad siempre solidaria y receptiva. En El síndrome de China vemos una democracia bajo acoso del poder económico y con un periodismo más interesado en los ratings que en transmitir la verdad. En este escenario, un ingobernable camarógrafo (Michael Douglas, también productor de la película), una periodista obligada a hacer reportajes de color (Jane Fonda) y el supervisor de turno de cierta planta de energía nuclear en California (Jack Lemmon) serán los únicos defensores del ciudadano de a pie.

Con el reciente éxito de Chernobyl (2019), la miniserie producida por HBO en la que se muestra los alcances del desastre medioambiental ocurrido en la planta nuclear soviética del mismo nombre en 1986, El síndrome de China recupera la pertinencia que siempre ha merecido. Aunque, por supuesto, no se trata del primer filme que lidia con la paranoia del peligro nuclear –acaso esa película sea Godzilla (Honda, 1954) que, aunque sea alegóricamente, trata ese tema– sí es el primero que presenta la posibilidad no solo de un accidente como tal, sino las consecuencias políticas, económicas y sociales del mismo. Es decir, el peligro mayor en El síndrome de China no es solo que el núcleo del reactor de la planta “Ventana” entre en contacto con el suelo –y, teóricamente, penetre la tierra hasta llegar al otro extremo del planeta, en China– sino que los protocolos de seguridad no sean respetados por meros cálculos económicos y que los ciudadanos no sean informados porque los medios de comunicación son, qué remedio, meros negocios que buscan no perder anunciantes y obtener audiencias que suelen estar más interesadas en el cumpleaños del tigre del zoológico que en lo que sucede en una planta nuclear.

El guion escrito por el propio director en colaboración con Mike Gray y T. S. Cook no rehúye los clichés del género: por ejemplo, vemos una persecución automovilística muy bien ejecutada y no falta el típico “accidente” provocado para desaparecer ciertas pruebas incriminadoras. Es, en todo caso, el personaje interpretado por Jack Lemmon el que encarna el esperanzador y, al mismo tiempo, escéptico discurso liberal del filme: su supervisor de turno Jack Godell, taza de café en mano, concentración constante que solo se rompe con ciertos tics nerviosos y algún breve tartamudeo, es el hombre cotidiano que hace su trabajo con el mayor profesionalismo posible, sin aspavientos de ninguna especie, sin esperar homenajes ni comprensión. Hace lo que tiene que hacer porque se lo manda su conciencia. No es un héroe propiamente dicho: solo cumple con su obligación.

Al volver a revisar esta cinta liberal setentera, el didactismo activista de los personajes encarnados por Michael Douglas y Jane Fonda tienen su contraparte en el simple hombre común interpretado por Lemmon: anticarismático, vestido como cualquier trabajador clasemediero, pero con mayor sentido del deber de todos quienes le rodean. El síndrome de China termina, así, convertido en un contradictorio homenaje al ciudadano común. Contradictorio por un desenlace heroico que, de todas maneras, deja un mal sabor de boca. Pero en ese tipo de contradicciones construyo su carrera Jack Lemmon.

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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