Cosmรณpolis es una pelรญcula de encargo que David Cronenberg se esfuerza denodadamente en hacer suya, hay que decir que con bastante รฉxito. Surgiรณ cuando el emprendedor Paulo Branco (cuyo historial de productor se puede leer como una estimulante historia paralela del cine de autor mรกs cosmopolita y extraterritorial) le mandรณ la novela de Don DeLillo (2003) sugiriรฉndole que รฉl era el director adecuado para filmarla. A Cronenberg no solo le gustรณ la novela y la proposiciรณn sino que se mostrรณ sumamente diligente; tardรณ tres dรญas en copiar en su ordenador los abundantes diรกlogos del libro, sin cambiarlos, y otros tres en rellenar los intersticios con acciones. Asรญ que, al cabo de seis dรญas, Branco recibiรณ el guiรณn terminado. “Demasiada prisa”, le contestรณ, cuenta Cronenberg. Pero lo aceptรณ y consiguiรณ el dinero para una producciรณn relativamente cara, en funciรณn sobre todo del sueldo de varios de sus actores y el minucioso trabajo de posproducciรณn digital.
Es una lรกstima que Cronenberg, que ha hecho una pelรญcula ardua y discursiva, no haya llevado mรกs lejos su radicalidad, ciรฑรฉndose, por ejemplo, con mayor detalle a lo que sucede en el interior de la limousine en la que Eric Packer, un joven y apuesto multimillonario de 28 aรฑos, pasa un dรญa entero viajando –mรกs al modo del Ulises irlandรฉs que del homรฉrico– desde su lujoso penthouse neoyorquino hasta una peluquerรญa de barrio donde desea que le corte el pelo el barbero de su infancia. La limusina blanca, que llega a su destino muy pintarrajeada de graffiti y golpeada, es un espacio maravilloso, del que el director, con la metalizada fotografรญa de Peter Suschitzky, obtiene resonancias metafรณricas; el interior, muy estilizado por el diseรฑo y las lentes deformantes de la cรกmara, parece el de una nave espacial surcando la estratosfera. La pelรญcula, en ese sentido, recupera, sin autรฉnticos meteoritos ni extraterrestres, el molde de la fantaciencia gore con la que Cronenberg, antes de entregarse a Freud y Foucault, se hizo un nombre entre los cinรฉfilos aficionados al gรฉnero. El exterior que se ve desde los asientos y los sofisticados gadgets del automรณvil –una Nueva York sincopada y deslizante (rodada en su mayorรญa en Toronto)– parece el de una galaxia no especialmente desarrollada tecnolรณgicamente en la que deambulan muertos vivientes y sombras fugitivas, y el desenlace, de carรกcter mรญstico y simbรณlico, podrรญa evocar el de 2001, aunque casi todo procede del libro de DeLillo.
Los medios de que dispone el cineasta canadiense, que son limitados, desvirtรบan algo los episodios mรกs trepidantes del libro, como la larga escena de la manifestaciรณn callejera, o el latido urbano a modo de bajo continuo que el autor tan bien describe en su novela con estas palabras: “el gran flujo rapaz, donde la voluntad fรญsica de la ciudad, los egos febriles, los asertos de la industria, el comercio y las multitudes dan forma a cada uno de los momentos anecdรณticos” (traduzco yo mismo de la pรกgina 41 de la ediciรณn americana en bolsillo publicada por Scribner).
Esa disociaciรณn formal entre el dentro y el fuera, para la que el cine estรก especialmente capacitado, es el gran logro del director canadiense, al que se le ha reprochado la fidelidad a los diรกlogos de DeLillo. Suenan a veces excรฉntricos, sobre todo cuando los dice un actor tan infaliblemente nulo como siempre lo es Robert Pattinson, pero a mรญ me gustaron desde que, suspendida mi incredulidad auricular, empecรฉ a pensar que la Cosmรณpolis de Cronenberg es un auto sacramental, y no trato de hacer un chiste fรกcil. El automรณvil deviene un escenario teatral, un altar de los sacrificios con tecnologรญa punta, y el hรฉroe del relato se va encontrando con personajes alegรณricos que le sueltan, todos ellos, un monรณlogo en forma de parlamento en verso o aria cantada. Algunos de los solistas son magnรญficos: Paul Giamatti (un actor por el que rara vez siento empatรญa) en su finale concebida como una declaraciรณn y una confesiรณn (es muy hermosa la idea de la cortinilla que les separa a ambos, a modo de rejilla de los confesionarios catรณlicos), Juliette Binoche o la cultivada prostituta que vende cuadros de Rothko, Samantha Morton en su financiero stream of consciousness, y el desquiciado Mathieu Amalric en la divertida secuencia de slapstick nihilista con las tartas de merengue. Lรกstima que sus filigranas interpretativas se estrellen contra ese muro plano de Robert Pattinson.
Es curioso el sentimiento final que la pelรญcula destila. No creo que Don DeLillo pueda reclamar nada ni quejarse, pues ninguna adaptaciรณn cinematogrรกfica podrรญa ser mรกs escrupulosa que esta. Pero a la vez, Cronenberg, por respeto (o pereza), reduce al novelista y le quita esa respiraciรณn externa que el cine puede dar, sin traiciรณn, a los textos narrativos. No soy un incondicional del autor de Libra, un novelista muy dotado y tambiรฉn muy dado a veces a expresarse por medio de slogans de padre de la iglesia apocalรญptica. Trasponiรฉndolo tan literalmente en el guion escrito en seis dรญas de pegamento y copia, el director expone esa flaqueza del escritor, aunque รฉl la defienda con uรฑas y dientes en su respuesta, de casi una pรกgina, a la pregunta muy malintencionada que le hicieron en la revista Film Comment sobre si tales personas, los personajes de Cosmรณpolis, hablarรญan realmente de ese modo; Cronenberg saca a colaciรณn al Dr. Johnson, y compara a DeLillo con Pinter y a Mamet, quienes tambiรฉn, en efecto, hacen hablar a sus criaturas escรฉnicas de un modo inapropiado y forรกneo, pero nunca predicativo ni sentencioso. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
mรกs reciente es 'El tercer siglo. 20 aรฑos de
cine contemporรกneo' (Cรกtedra, 2021).