Breakfast at Tiffany´s

El Nueva York de Truman Capote y Audrey Hepburn.
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Todo comienza en la quinta y la cincuenta y siete; uno de esos días brumosos en que no dan ganas de levantarse de la cama. Lacámara de Franz Planer (Roman Holiday, The Unforgiven) captura con sutil elegancia a la ciudad que todavía no despierta mientras un taxi se detiene frente a nosotros. Toca la orquesta de Henry Mancini: Moon River, la canción que fue compuesta para la película y que habla de todas esas personas que dejaron su hogar en busca de un gran sueño. Porque nadie llega a Nueva York en busca de una vida tranquila. Nueva York es para los que tienen profundos deseos de triunfar, porque más que ningún otro lugar, la ciudad de los rascacielos está cerca de las estrellas. Y Holly Golightly, esa sofisticada y complicada creación de Truman Capote, representa a todas esas mujeres–niñas, como les llama el escritor- que llegan a la ciudad, brillan por un momento, y luego se esfuman. Audrey Hepburn, en su papel más famoso, baja del taxi. Vestido negro, guantes de satín, collar de perlas, lentes oscuros, y una bolsa de papel que contiene un café y un croissant. El contraste perfecto que termina con otro contraste: un desayuno en la banqueta frente a la joyería Tiffany and Co. ¿Hace falta decir que Nueva York es una ciudad de contrastes? Holly admira el escaparate y ve lo que nunca tendrá: Tiffany representa ese círculo de la sociedad al que esta foránea no pertenece. (Más tarde, Holly entra a la tienda, acompañada de Paul. No les alcanza para nada más que para mandar grabar unas iniciales en un premio que se sacaron en una cajita de dulces).

El Nueva York de Breakfast at Tiffany’s es diminuto: el Upper East Side, Central Park, la Biblioteca Pública, y Tiffany, por supuesto. Es la colonia de los muy ricos y de las familias más antiguas de la zona. Es también, sobre todo, la ciudad de Capote y sus cisnes: esas mujeres de sociedad, impecables, glamorosas; poderosas damas de café, de fundraisers, y de la gran fiesta de máscaras en el Hotel Plaza; mujeres olvidadas por sus maridos, engañadas y destinadas a llorar en la intimidad de sus penthouses, con sus closets infinitos y sus joyas dignas de la realeza. Gloria Vanderbilt, Joan McCracken, Carol Marcus, Gloria Guinness, la frágil Babe Paley, y la mamá de Capote con todo y sus escapadas a Nueva York y sus cambios constantes de nombre: todas le prestan un cachito de su personalidad a Holly Golightly, esa joven sureñita que se vende al mejor postor con tal de pertenecer a la alta sociedad. Pero Holly es mucho más que eso. Es una ave salvaje que no le pertenece a nada ni a nadie. Basta ver su departamento en el lado este de la calle setenta y uno: un desastre. Zapatos en el refrigerador, el teléfono en la maleta, y un pobre gato que no tiene nombre. Holly lleva un año allí pero cualquiera creería que apenas se mudó. Esto parece una constante en la Gran Manzana: muy pocos se establecen para siempre. La gente llega, la gente se va, y el resto vive en total desarraigo. ¿Para qué encariñarse si todos terminan por irse? He ahí el problema de la adaptación. En el libro, Holly se esfuma como todos; en la película, encuentra el amor y su lugar en la vida. Hollywood escogió el final feliz.

La ciudad de Capote es también el old New York, con sus restaurantes milenarios y sus bares en decadencia. “Templos de la alta sociedad”, como el New York Times los llamó: La Côte Basqueen la cincuenta y cinco, frecuentada por Sinatra y Jackie O.; el Gold Key Club en la calle cincuenta y seis, favorito de Capote; el 21 Club, que aparece en la película cuando Paul y Holly se emborrachan entre bailarinas exóticas; El Morocco en la cincuenta y cuatro, donde se juntaba la crema y nata de la sociedad, y donde Marilyn Monroe se quitó la zapatos y bailó con Capote. La ciudad que Breakfast at Tiffany’s construye es una ciudad elitista. Y Holly Golightly es la niña pobre de Texas que la conquistó, aunque sólo fuera superficialmente. ¿Y cómo lo hizo? Con mucho estilo: un peinado, un cigarro, y un vestido de un color que en ese entonces sólo las viudas y las niñas malas usaban. Holly le enseñó a las mujeres del mundo que la falta de pedigree y el glamour no están peleados.

Nueva York no conoce las medias tintas. O la amas o la odias. No importa cuánto tiempo lleves allí, siempre existirá el día en que parece que todos están en tu contra y la ciudad te da de patadas por la espalda. Holly no se cansa de decir cuánto le gusta la ciudad… hasta que tiene un mal día. Entonces sale a las escaleras de incendio con su guitarra y canta Moon River: es el momento honesto de un personaje que pasa la vida pretendiendo, y es quizás donde mejor se conserva la esencia de Capote; donde la niña de pueblo se despoja de su disfraz de neoyorquina todo-lo-puede y nos deja ver su añoranza por una vida más sencilla. La canción es perfecta: simple, nostálgica, sin pretensiones, y sureña como su intérprete. (Moon River es un río en Savannah, Georgia. Johnny Mercer, el que escribió la letra, era de ahí.) ¿Y qué sería de Nueva York sin las escaleras de incendio? Esos pedazos de metal, que parecen más adornos que mecanismos de emergencias, son los multiusos de los edificios: sirven para fumar, descansar, tomar el fresco, plantar un huerto, huir de la policía, hacer estudios fotográficos o simplemente admirar la grandeza de la ciudad.

Truman Capote odió la adaptación de su novela. Y es que la producción tuvo miedo de serle fiel a su visión. Parece que la homosexualidad del narrador y la inagotable y abierta vida sexual de Golightly eran demasiado para el público hollywoodense de principios de los sesentas. O al menos eso creía Blake Edwards, el director. Capote propuso a Marilyn Monroe para el papel de Holly, y hay quien dice que él mismo quería interpretar al narrador. La novela de Capote no es una comedia romántica. Es el pretexto para inmortalizar la presencia itinerante de una mujer: su madre. La relación entre los protagonistas es prácticamente platónica, y el romance es más bien con la ciudad. Poniéndolo en perspectiva y haciendo la odiosa comparación con la novela, quizás la cinta sea un romance cursi y sin mucho sentido, pero algo hicieron bien en la Paramount para que, hoy, más de cincuenta años después, Breakfast at Tiffany’s y Holly Golightly continúen como un emblema de la ciudad.

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Escritora y guionista.


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