Cualquiera que haya visto los labios carnosos ligeramente entreabiertos por donde asoman un par de dientes blancos, las cejas finamente delineadas, los ojos con grandes pestañas enmarcados felinamente, el exagerado delineador negro que contrasta con una cabellera desgreñada falsamente rubia, la figura esbelta pero curvilínea, la piel bronceada por el sol mediterráneo, la sonrisa entre lasciva e infantil, habrá captado el erotismo intrínseco que irradia Brigitte Bardot. Se ha relacionado a Bardot con el síndrome de Lolita, aunque a decir verdad mudó muy pronto de ese papel al de mujer fatal. Debutando en 1952, durante los años cincuenta Briggite Bardot actuó en 25 películas, consolidando su rol de femme fatale. Desde luego gracias a su sex-appeal y sus dieciocho años, pero también al empeño y operación artificiosa de Roger Vadim, del que dicen, se enamoró. Baste ver la escena donde baila Mambo en Et Dieu… créa la femme de 1956, que termina por cierto, con un balazo y un par de bofetadas, como terminan las cosas cuando aparece una mujer fatal.
Según decía Francois Truffaut, Brigitte Bardot simbolizaba la época en la que vivían los realizadores de la Nouvelle Vague, identificándose con la gente común, mediante un realismo extraño. Eso es cierto, pero también hay que resaltar que el mito fue creado con la ayuda de la satanización, la parte perversa de su desnudez en la pantalla. Los desnudos (muchos parciales y pocos totales) de esta hermosa mujer, horrorizaron a las “buenas conciencias” justo en una época donde la cultura en torno a la sexualidad estaba cambiando vertiginosamente. No es de extrañarse que en la exposición universal de Bruselas, en 1958, el stand del Vaticano usara una fotografía de Bardot para simbolizar lo pecaminoso. Justo con el cambio de década, hay una transformación en la actriz, que parece aceptar bien, y en su propio beneficio, esa satanización y esa mitificación. En 1960 Bardot tiene 26 años: ya no es una lolita sino un personaje un tanto más elaborado, y ya se ha convertido para entonces en un referente mediático indispensable para entender los sesenta. Annie Goldman (hija del célebre filósofo francés Lucien Goldmann) en su análisis del cine moderno y las sociedades de consumo, veía a Bardot como un nuevo tipo de estrella, que ya no encajaba en el rol de diosa inaccesible de las típicas sex symbol como Marilyn Monroe, sino que por el contrario encarnaba a un nuevo tipo de actriz que lograba conectar con la mayoría del público, facilitando la identificación y la cercanía con ella. Su cabellera eternamente despeinada, rutina hogareña llena de amigos y vida apacible en trajes de baño que se podían comprar en tiendas no exclusivas, hizo que hubiera una “bardotización” entre las mujeres. Es curioso que el público femenino contribuyera más que el masculino para llevarla a la fama. Bardot ogró un fenómeno de imitación entre sus admiradoras, que la convirtió en una representante de la nueva moda (en la vestimenta, en la apariencia y en la actitud) que imperaba en los sesenta. Ella ayudó a crear el mito de la mujer libre, bella, sencilla, ingenua, descarada, gozosa, espontánea, reconciliada como por arte de magia con el universo a través de su propia sencillez y hermosura. De alguna manera Bardot en la década de los sesenta, representaba a todas las jóvenes orgullosas de sus propios cuerpos, convertidas en rostro común y al mismo tiempo perfectamente fotogénico. Bardot vuelve visible un anhelo y una cosmovisión de la sexualidad y la corporeidad, que corría ya de forma secreta, como un venero, debajo de una sociedad monolítica que encontrará su colapso con el cisma del 68.
En los sesenta actuó en 20 películas. Memorables son las que hizo bajo la dirección de Louis Malle, Vie Privée de 1961, a lado de Marcello Mastroianni; Viva María! de 1965 en donde hace su famoso y frustrado strip-tease junto a Jeanne Moureau; y el episodio de William Wilson de 1968, en donde después de ser salvajemente azotada la vemos derramar estoicamente solo dos lágrimas. Están también Le repos du guerrier de 1962 de Roger Vadim, con una hermosa secuencia dentro de una iglesia sin techo, en donde se deja acariciar violentamente por el viento, despeinándose aún más; Dear Brigitte de 1966 de Henry Koster con una rara aparición interpretándose a sí misma, y la cuasi-comedia de Les femmes de 1969 de Jean Aurel, donde recordamos los provocadores vestiditos que porta; uno blanco con rayas amarillas y azules, que luce mientras corre dentro de los pasillos de un ferrocarril, y uno color beige cuando hace una prueba de secretaria.
Sin embargo, es en Le mépris de 1963, de Jean Luc Godard, basada en una novela de Alberto Moravia, donde surge la Bardot más interesante, más rica sociológica y culturalmente. No sólo porque es dirigida por Godard (con el que también hizo un insert interesante en Masculin-féminin donde la vemos leyendo en la mesa de un café) sino porque en esa película queda planteado una suerte de nuevo erotismo en relación al drama. En esa película Godard la bautiza como Camille, una actriz que deberá representar a su vez al personaje mitológico de Penélope, cine dentro del cine. Se asume el erotismo sin profundidad (desvinculado ya de lo sentimental), un erotismo dérmico. Como queda expresado en el diálogo inicial de Le mépris, a la mujer se le ama sobre todo corporalmente, cada palmo de su cuerpo, parte por parte, total y trágicamente. Ella, completamente desnuda, recostada boca abajo, conversa con Michel Piccoli, se muestra en un sensualismo estático, escultural, y por lo mismo fatal. La cámara no se mueve, el placer del voyeur se transforma en divinización. No importan ya los filtros rojos o azules que coloca Raoul Coutard en la toma, porque su cuerpo se erige rotundo en su poder de seducción, y ese cuerpo, lo sabemos, visto a través del color que sea no sólo es el de Penélope sino el de Brigitte Bardot. Paradójicamente Le mépris, muestra a la mujer como lugar de llegada y como proceso fatal, imposible. El cuerpo de Bardot-Penélope encarna la tensión de la espera, de la prórroga. Es decir, aparece como objeto de deseo en la mirada masculina (de Ulises) pero al mismo tiempo como imposibilidad de realización de ese deseo.
La mujer, y no la actriz, se resistió inútilmente a ser estereotipada. A pesar de roles bobos y lugares comunes, de una sensualidad vulgar (véase por ejemplo Bear and the doll, 1969, Michel Deville) de que la hicieran aparecer en televisión en poses inverosímiles, envolverla en la bandera francesa con La Marsellesa sonando al fondo, hacerla cantar aunque no fuera cantante, etc.; Incluso ahí, en la televisión, sobre todo en entrevistas, sacaba su parte auténtica, despreocupada, que hacía poner nerviosos a los entrevistadores al lado de ella, siempre confiada, atenta sólo a sí misma, vistiendo impecable pero sin glamour de estrella de cine, hablando naturalmente, sonriendo de forma genuina o asombrándose, haciendo incluso sus característicos pucheros de niña encaprichada, pero sin el tono impostado de la mayoría de las celebridades. Los sesenta son ya imposibles de pensar sin ella y sin el estereotipo de mujer que ayudó a construir.
Es escritor de cuento, poesía y ensayo. Maestro en Lengua y Literatura Hispanoamericana, por la UDLA Puebla. Actualmente produce y conduce el programa “Perifonía” (revista radiofónica especializada en