Hubo un tiempo en que nos gustaba más que nada el cine del otro lado del telón de acero. Ese tiempo coincide con el de la juventud, la mía al menos, y con la Guerra Fría, que por aquellos años –cuando alguno de los Estados satélites quiso desafiar la dictadura del Kremlin– se recrudeció. Muchos de los nombres que entonces nos cautivaban hoy son desconocidos, incluso por cinéfilos, y no pocos han muerto. Cito los que recuerdo mejores: Miklós Jancsó, István Szabó, Zoltán Fábri, Márta Mészáros, Itsván Gaál (húngaros), el yugoslavo Dušan Makavejev, Jirí Menzel, Věra Chytilová, Ivan Passer, Milos Forman (de la antigua Checoslovaquia), los polacos Jerzy Kawalerowicz, Wojciech J. Has, Jerzy Skolimowski y Roman Polanski, aunque los dos últimos pronto trabajaron fuera de Polonia. La filmografía casi completa de esos cineastas, que llegaba a través de las filmotecas y los festivales y en unos pocos casos a locales de estreno, nos resultó, al menos en el periodo comprendido entre 1965 y 1973, seminal e incitadora, tanto como lo fueron para nosotros los novelistas latinoamericanos del boom, dados a conocer casi simultáneamente. Hoy resulta raro que se estrenen o cobren relieve las producciones realizadas en los países liberados del imperio soviético, como si con la caída del muro y el alzamiento de los férreos telones el escenario descubierto estuviera desnudo.
De repente ha aparecido en las carteleras Paweł Pawlikowski, un cineasta polaco más joven (nacido en 1957) formado en Gran Bretaña y desconocido fuera del circuito anglosajón. Primero se estrenó Ida (2013), que es su último largometraje y el primero rodado en su país de nacimiento y en el idioma polaco; poco después, con retraso, y quizá debido al notable succès d’estime español de Ida, se ha recuperado, aunque de un modo precario y muy reducido, su anterior La mujer del quinto (La Femme du Vème, 2011) coproducción a tres bandas entre Francia, Polonia y Reino Unido, filmada en París y hablada principalmente en francés e inglés. He podido ver asimismo, gracias al préstamo de una copia en dvd, su segunda película larga, My Summer of Love (2004), y en función de esta y de Ida me siento inclinado a afirmar que Pawlikowski es una de las figuras más originales e interesantes del actual cine europeo. Esas tres películas suyas son en apariencia muy distintas, y desde luego formalmente. La mujer del quinto es una obra fallida, adaptada libremente de la novela de Douglas Kennedy, que no conozco, y por tanto ignoro si es igual de enrevesada y pretenciosa que la adaptación al cine. En el relato del padre escritor que, tras un divorcio traumático, trata de recuperar a su hija pequeña a la vez que salir del writer’s block que sufre, hay coincidencias temáticas con los otros dos filmes de Pawlikowski: vacilantes figuras de autoridad familiar, un padre ausente y un hermano mayor fundamentalista fanático (My Summer of Love), una tía carnal de costumbres laxas y tenebroso pasado estalinista (Ida). Pero todo lo que en estas dos obras es potencia lírica, refinado sentido de la elipsis, sugestivo dibujo de los personajes, en La mujer de quinto es plúmbea artificiosidad, en una tesitura de cine del absurdo que recuerda las primeras películas polacas de Skolimowski y Polanski; ni siquiera el trabajo de dos excelentes actores como Ethan Hawke y Kristin Scott Thomas logra redimirla.
My Summer of Love, escrita como todas las demás por el director, se mueve por un territorio, el de la tensión entre religiosidad extrema y sensualidad ilimitada, que resulta, en un contexto de campiña pastoril inglesa, muy sorprendente, en especial en los episodios, bellísimos, de la gigantesca cruz que el hermano evangélico erige con los de su secta en lo alto de un monte de Yorkshire, mientras su hermana Mona y su íntima amiga de clase alta Tamsin viven un verano de vacación perpetua, coqueteo lésbico y travesura, acompañadas por los apotegmas de Nietzsche y las canciones de Edith Piaf que Tamsin le enseña a la casi iletrada Mona.
Los descubrimientos de las almas cándidas vuelven a ser la clave en Ida, esa obra maestra deliberadamente “antigua” (en blanco negro y formato cuadrado de proyección del 1:1,33) con la que Pawlikowski volvió a Polonia y se enfrentó a la historia de su país. Situada en rincones provinciales de lóbrega y desolada atmósfera, y con una banda sonora en la que Coltrane y la canción bailable italiana aportan una dimensión heráldica, la película relata, con una escueta intensidad que hace pensar en Dreyer o Bresson, el viaje de una estricta novicia católica que poco antes de tomar los votos descubre su origen judío, la muerte trágica de sus padres durante la ocupación nazi y la existencia de su tía Wanda, Wanda la Roja, personaje infinitamente atractivo y complejo que le ofrece a la actriz Agata Kulesza la oportunidad de componer el perfil de una mujer turbulenta, audaz, lasciva y llevada al desespero, en un desenlace trágico y elíptico que considero un momento memorable de cine, comparable al que daba fin a Mouchette de Bresson.
En el encuentro de la novicia y Wanda la Roja, esta, antes de que ambas viajen a la aldea donde se supone que están los restos de los padres asesinados, le hace una pregunta a su sobrina que podría servir de leitmotiv a la película: “¿Y si vas y descubres que ya no crees en Dios?” En la sucinta narración (ochenta minutos) Pawlikowski logra plasmar la pesada carga de la creencia metafísica y la física leve de los deseos. La fervorosa Ida encuentra en su itinerario una macabra verdad atávica, la posibilidad de amar con pasión a hombres menos inmaculados que Jesucristo, el brillo pecaminoso de los bares americanos y los hoteles de paso, la red agobiante de la dictadura y la epifanía de la libertad del cuerpo. Es un viaje a la noche de su pasado que ella experimenta en presente y del que decide volver, en una resolución enigmática, para encerrarse en la celda del dogma. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).