Carlos Reygadas no es ni el director más accesible, ni el más taquillero, ni el más popular. Sí es el más arriesgado, el que más opiniones divide, y el único que no acepta la indiferencia del espectador. Su cine es incómodo por definición. Conversé con él a raíz del estreno, este octubre, de Luz silenciosa, su película más reciente. Fiel a su naturaleza, el más autor de nuestros directores aboga en esta conversación por el anonimato.
Un hombre que llega al límite y encuentra la salida al margen de la convención aparece bajo distintos nombres en Japón, Batalla en el cielo y, ahora, en Luz silenciosa. ¿Hay un porqué de la reelaboración?
Alguien que crea suele tener una forma –lo que no quiere decir una fórmula– de hacer las cosas. Ahora que analizo mis películas en retrospectiva, veo que surge un personaje masculino en crisis que eventualmente buscará una salida. Es curioso pero al final noto que son películas autobiográficas, no con respecto a lo que vive el personaje, sino en relación a cosas que he sentido o pensado. En Luz silenciosa, Johan, el protagonista, atraviesa una crisis romántica, en el sentido clásico del término. En el mundo práctico yo no vería la salida, pero, como te digo, se trata de experiencias que no he vivido directamente. La salida, por lo tanto, no corresponde al mundo de la realidad física.
Naciste en la ciudad de México y has vivido mucho tiempo en Europa. ¿Qué podía interesarte de una comunidad menonita de Chihuahua?
Quería conservar el centro de la historia –la de un hombre con el corazón dividido– y me pareció que la comunidad menonita era propicia para la abstracción. Los había visto desde niño. Eran guías de cacería de mi familia, en Durango y Zacatecas. Por otro lado, tengo un tío que tiene un rancho en Chihuahua, y que ha trabajado con ellos. Siempre me habían llamado mucho la atención. Sobre todo, el aspecto plástico de su vida: el cielo impresionante sobre el campo de Chihuahua, la forma en la que construyen sus casas, y esos hombres tan blancos pero con la piel destrozada por el sol, el frío y el polvo. Y, claro, la manera de vestir, sobre todo de las mujeres. Es increíble ir en coche y ver a un grupo de mujeres menonitas a doscientos metros, caminando con esos sombreros y con el viento soplándoles en los vestidos floreados.
¿Fue entonces un gancho estético?
Claro, como en Batalla en el cielo y en Japón. Me gusta filmar personas y lugares poderosos, porque así, aunque seas mediocre o la película te salga mal, por lo menos estás viendo algo interesante. Lo estético fue un factor determinante, pero más todavía fue darme cuenta de que se trata de una sociedad tremendamente homogénea. No hay clases sociales, y en lo físico también son todos muy parecidos. Era ideal ubicar mi historia en ese contexto porque podía abordar a los personajes de una forma arquetípica, como si te contara un cuento de los Hermanos Grimm.
¿Qué aportaba a tu historia el uso de un dialecto antiguo –el plautdietsch, derivado del holandés medieval?
Me parecía sonoramente hermoso y me gustaba que fuera, de alguna forma, plástico. La posibilidad de subtitular te permite eliminar giros y formas de hablar que podrían distinguir social o culturalmente a una persona de otra. Al leer, la gente percibe los diálogos de una forma más pura que cuando oye entonaciones en una lengua que le es familiar.
¿Cómo te acercaste a ellos?
Es una sociedad muy cerrada. El tío del que te hablo me presentó a un pastor de las comunidades más conservadoras. Pasé varios veranos hablando con él y me llevaba a ver gente, pero en esa región, que es muy al norte, casi no hablan español. Hubo un momento en el que pensé: “Esta película no se va a poder hacer.” Mucha gente no quería saber de mí; ellos prohíben la reproducción de la imagen del ser humano. Luego empecé a tratar a otra comunidad de gente mucho más abierta. Así conocí a Cornelio Wall, el protagonista de la película, que tiene un programa de música country en la radio en Cuauhtémoc. Con él se me abrieron muchísimas puertas.
En esta película no sólo involucraste a actores no profesionales sino a personas que no comparten nuestro código de valores. ¿Cómo los dirigías?
Como siempre: sólo diciéndoles, antes del plano, lo que tienen que decir. La diferencia es que esta vez sí dejé que los personajes dieran un poco más de emoción. Antes utilizaba un sistema estrictamente bressoniano: el de tomar a alguien y, como decía Bresson, “aplanarlo”. Me importaba que dijeran las cosas de una forma muy fija. Para esta película quise poner a Cornelio en una situación de nostalgia. Nunca le diría a alguien que actúe la nostalgia –detesto eso en los actores–, pero sí le decía que pensara en su novia que había muerto a los diecisiete años, cuando iba con él en una pickup. Es la película más emotiva que he hecho.
En esta película las mujeres también son más expresivas. Pienso en la escena en que Esther (Miriam Toews) y Johan (Cornelio Wall) llegan al bosque.
El padre de Miriam se suicidó delante de un tren, justo en ese lugar. Cada vez que veo esa escena se me salen las lágrimas. De Maria [Pankratz, que interpreta a Marianne], en cambio, supe menos cosas. No hablaba casi nada que no fuera plautdietsch y alto alemán, así que tenía que comunicarme con ella a través de un intérprete. Quizá por eso su actuación es más etérea. Eso me gusta, porque su papel es así.
El protagonista de Batalla en el cielo no experimentaba culpa: las consecuencias de sus actos le llegaban como de sorpresa. En el caso de Johan, y de Marianne, su amante, sí existe un reconocimiento de los actos.
Estoy de acuerdo con lo que dices sobre la lucha interna de Johan, pero incluso en este caso dejaría la culpa de lado. No es por culpa que permanece con su mujer y con su familia. Quizás él cree que es por culpa, pero quizá es porque siente por ellos una forma de amor tan poderosa como la que siente por la otra mujer. Sabe que lastima a su mujer, y lo acepta como inevitable, pero no cree que está haciendo algo malo.
Otro giro con respecto a Japón y Batalla es, por un lado, el aspecto estético, y, por el otro, la ausencia de shock value.
Quizá algún día me crean que nunca pensé que en mis otras películas hubiera un elemento de shock. Siempre he tratado de ser lo más estético posible.
Si partieras de nociones convencionales de estética, ¿no dirías que la fotografía de Luz silenciosa se acerca a la definición de belleza?
Pienso que las tres películas son igual de bellas. En Batalla en el cielo, por ejemplo, no estaba tratando de hacer una estética de la fealdad: la gente de la ciudad de México se parece a la gente de la película, y la gente del campo es parecida a la que aparece en Japón. En el caso de Luz silenciosa, los menonitas son iguales a mis personajes. Mi acercamiento estético a la materia y a la gente es el mismo en los tres casos. Es realismo, desde un punto de vista antropológico.
No hablo sólo de la gente. El primer plano de Luz silenciosa [la imagen de un cielo estrellado que se aclara hasta llegar el amanecer] es sobrecogedor, pero no es realista. Manipulas el tiempo para crear una sensación estética.
Para mí, el primer plano de Batalla en el cielo –que mucha gente vio sólo como una escena de sexo oral– es parecidísimo al de Luz silenciosa. Uno es un plano hermosísimo sobre la naturaleza, y el otro es sobre un hombre y una mujer. A través de los colores, la música y el movimiento, yo buscaba hacer una escena desbordadamente emotiva.
Volviendo a Luz silenciosa, ¿cómo delimitaron tú y Alexis Zabé, el director de fotografía, los límites con el preciosismo? Algunas escenas remiten a la pintura holandesa del XVII.
No le temíamos al preciosismo porque así era la materia. El entorno era tan hermoso –las casas por dentro y la naturaleza por fuera– que sólo había que filmarlo de una forma correcta. Creo que una de las cosas más poderosas del cine es el encuadre. Más que la luz, incluso. Aquí encuentras frontalidad o lateralidad y simetría, porque así construyen los menonitas. Decidimos no usar luz artificial. Usamos los focos de las casas, pero no hay iluminación de cine. Así que si parece que estás viendo un cuadro de Vermeer es porque si filmas un lugar con esa gente, esas casas y esa luz, necesariamente se va a parecer a un cuadro de Vermeer.
La escena climática de Luz silenciosa es casi idéntica a la de Ordet [La palabra] de Carl Theodor Dreyer, algo que se ha comentado en varias notas sobre tu película. ¿Cuál es tu relación con Ordet, y en concreto con esa escena?
Ésa es una de mis películas favoritas de todos los tiempos. Cuando estaba pensando en mi historia no veía una salida del tipo: “Johan se escapa con la amante a Guatemala.” Quería una salida dentro de un ámbito mágico, y, sobre todo, de amor. La idea de la muerte por dolor –emocional, dolor de pena– es algo que me parece hermosísimo, y era lo único que se me podía ocurrir. Luego pensé que sólo podía haber una salida, y era que tenía que revivir al personaje. Cuando supe que tendría que echar mano de lo sobrenatural, me di cuenta de que la escena se conectaba con la película de Dreyer. Entonces no tuve ningún problema con hacerle un homenaje directo a uno de los directores más grandes. Los personajes de Ordet también son germánicos y protestantes, pero el conflicto es religioso. Se da un milagro a través de una figura cristológica; en Luz silenciosa se habla del milagro de la existencia a través del amor de otro ser humano. Si alguien le quiere llamar plagio está totalmente equivocado –cosa que me da igual.
¿Crees que tu reputación de director difícil puede llegar a convertirse en estigma?
Me sorprendió mucho que en Cannes dijeran que Luz silenciosa era una película densa y pesada. Pienso que lo dice la gente que tiene mucha prisa, que ha perdido la inocencia y, sobre todo, que siempre quiere ponerse por arriba de las películas.
¿Para quién haces cine?
Para los espectadores que les guste mi cine. Se supone que las películas se hacen para el mayor número de espectadores posible. Yo no lo veo así.
Alguna vez dijiste que tu intención no era alejar al público, pero sí te interesaba crearle incomodidad. ¿Qué opinas de directores como Hitchcock, abocado a controlar las reacciones de su público?
Yo hago películas cien por ciento para el público, pero conforme a mi propio gusto y condiciones. Si pensamos con qué actitud pintaba Van Gogh y con qué actitud filmaba Hitchcock –y no hablo de calidad de obra sino de actitud–, te diría que la mía es como la de Van Gogh. Él pintaba las cosas como las veía. Obviamente lo hacía para vender, si podía, o le regalaba cuadros a sus amigos, pero lo hacía conforme a convicciones puras. No pensaba “Ahora está de moda el verde más ocre y las cosas más luminosas” o “Es lo que le interesa al público”. Hitchcock me parece un director irrelevante, que no habla de las cosas importantes. Era un entretenedor que hacía cine con la misma actitud con la que alguien hace un espectáculo de circo.
Y que, sin embargo, sería reivindicado como autor por los críticos de Cahiers du cinéma.
En mi opinión, los críticos de Cahiers [luego directores de la Nueva Ola] formaron un movimiento sumamente payaso y egocéntrico, y dijeron una gran cantidad de tonterías de las cuales todavía no nos reponemos.
¿No es irónico que fueran ellos quienes concibieron la teoría de autor, y que ése sea el rasero con el que ahora se mide tu cine?
Dreyer existía antes de que existiera Cahiers du cinéma, y es un gran autor igual que otros grandes autores que existían al margen de lo que decía Cahiers en los años sesenta. La teoría de autor no hacía falta: existía de por sí.
¿También en la conciencia del público?
Por supuesto. ¿Tú crees que “el público” ha oído hablar de esas teorías y que sabe lo que son? Ni sabe ni le importa.
Quizá, si un espectador cualquiera reconoce a directores con una visión propia, es gracias a que se popularizó la idea del cine de autor.
Probablemente sí, y eso es contraproducente. Yo preferiría que no se analizara mi cine desde la teoría de autor. Ojalá y lo vieran como a una película de Pepito Pérez y no partieran de tantas ideas preconcebidas. Eso lleva también al tema de la nacionalidad. De un creador mexicano se espera, o bien, que haga cosas naive –simpáticas, alegres y viva México–, o bien, miserabilismo –y entonces puedes ser como Ripstein o como Amores perros y el “qué jodidos estamos”. Pero apenas alguien hace algo un poco más metafísico o abstracto, y ya le dicen: “Pinche pretencioso, ¿quién se cree?” Si yo fuera ruso, sueco o italiano, tal vez se me toleraría más.
Ésa es una crítica mucho más superficial.
Es la esencia, aunque sea superficial. Eso de estar hablando de “el mundo de Truffaut” y “el mundo Olivier Assayas” y “el mundo de Carlos Reygadas” es quizá más ilustrado, pero para mí es exactamente la misma naturaleza de análisis. No se lo agradezco nada. Ojalá se hablara de las películas como si fueran películas anónimas, y se pudiera hablar de las películas anónimamente. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.