“Al aire en tres, dos…” y empezaba la transmisión. Antes, horas de trabajo; decenas de personas a cargo de la iluminación, el vestuario y el maquillaje, tal vez para solo unos minutos de televisión. Camarógrafos a la caza de ese gesto de duda o de molestia y un equipo atento a los monitores para llevarlo a la pantalla. Que la imagen sea dinámica y no aburra, pero sin que distraigan los cambios. Capturar en un cuadro no solo al anfitrión del programa y a sus invitados, sino también su estudio, que se vea perfecto en pantalla, con luces, sin sombras. Nada fuera de lugar. Un mobiliario espectacular, acorde a los colores y con un brillo que no opaque.
Escenarios que parecen tener más pantallas que un C5. En uno se atienden las emergencias de la ciudad y se despachan ambulancias, bomberos y patrullas. En el otro, se decide escrupulosamente qué veremos los espectadores. De los millones de cosas que pasan a diario en la ciudad, muy pocas son noticia y se eligen precisamente en ese lugar, donde no hay pantallas suficientes para mostrarlo todo. Algo novedoso, sorprendente, que cause enojo o ternura y con lo que se pueda identificar el público. Eso sí es noticia.
Cada escena está perfectamente coordinada por un enorme equipo que, detrás de cámara, se encarga del menor detalle. Hasta de esconder por ahí, en la taza de café, por ejemplo, el logotipo de algún patrocinador. En el noticiero, el partido de fútbol, la mesa de opinión o la tertulia con chismes de la farándula, lo que los espectadores vemos obedece a una sincronización llevada al extremo. La oferta es amplia, estamos a un botón de distancia de otra emisión y hay que evitar que lo pulsemos.
Al apagar la televisión, la magia se termina. Hay una brecha gigante entre lo que se ve en pantalla y este lado de la realidad. Ni las personas nos vemos así, ni nuestras casas se ven como ese estudio. Así como los filtros hoy nos “mejoran” alguna foto en redes sociales y la edición y retoques hacen ver a esa modelo “más perfecta” disimulando algún rasgo de su cuerpo o de su cara, eso mismo nos ha mostrado la televisión por décadas. Detrás de maquillaje que disimule, de colores que favorezcan y de ropa que empodere, se encuentran cientos de horas de producción para mostrarnos lo mejor de lo mejor. La cámara lo capta todo y con miles de ojos viendo la misma imagen, todo detalle es importante.
Pero llegó la pandemia y pronto los programas dejaron el sofisticado estudio de grabación por el formato de la videoconferencia. Anfitriones y comentaristas siguieron cumpliendo su función, desplegando su elocuencia y teniendo impacto, pero desde la comodidad de su hogar. Sin la pulcritud aséptica del estudio, la transformación fue radical: una televisión humanizada, más imperfecta y, por ello, más real.
No todas las grabaciones se hacían desde la Ciudad de México. El audio fallaba a veces y sobre el fondo de libros o cuadros, podía cruzar de pronto un pariente o una mascota. Había quien olvidaba silenciar su celular y a veces se colaban los ruidos de la calle: el pregón del vendedor de tamales y el del comprador de fierro viejo. Sin maquillistas profesionales ni camarógrafos que ajustaran el cuadro con precisión, con iluminación casera y apenas la cámara integrada a la computadora, lo que se veía en la pantalla era más cercano. El día se nos iba en videollamadas a los espectadores de programas que, en el horario estelar del canal estelar, eran una videollamada también. “¿Sí me escuchan?”, “Se te congeló el video”, “Creo que tienes tu micrófono en mudo”. Las mismas frases de uno y otro lado.
También las celebridades de la televisión se transformaron. Tuvieron que encontrar un espacio en su casa que funcionara como fondo para la transmisión, un rincón que verían miles de espectadores. Si grabar en el estudio implica calcularlo todo, hacerlo desde casa conlleva el riesgo de exponerse a las miradas quisquillosas. Decoración, muebles, unos audífonos sofisticados, cada elemento formaba parte de lo que cada persona nos quisiera mostrar. Una planta. Algo que le diera vida sin verse desordenado. Un cuadro, una foto o tal vez la pared blanca, lisa. Un pañuelo verde o la copia de mi nuevo libro. Un fondo distinto al de la semana pasada: será obvio que no estoy en la ciudad. En esos detalles, hay mucho de la celebridad que lo decide. ¿Qué parte de mi casa exhibiré hoy para miles de personas? ¿Qué le mostraré en pantalla a mis fans para que aplaudan y a mi grupo de malquerientes para que se quejen?
En el estudio, una camisa blanca almidonada, una corbata de estación y un saco oscuro sin arrogancia. Una vestimenta fuera de lugar para una transmisión desde casa, así que también hubo que ajustarla. Un atuendo informal, de viernes, aunque fuera martes, que evitara la corbata y la camisa blanca. La gente parecía más cómoda y las opiniones resonaban más. Quizá había quien, bajo la visible camisa de vestir, grababa en shorts y chanclas, o tenía una cobija entre las piernas si hacía frío.
Esa figura que por años fue inalcanzable, con un nivel de perfección solo visto en la televisión, de pronto fue una persona más. Risa nerviosa cuando falla el audio o cuando sucede algún imprevisto en casa. Ropa, maquillaje y hasta el escenario, nadie es tan especial y lo que viven en el día a día no es tan distinto a lo que vivimos los que estamos del otro lado de la pantalla.
Nunca antes la televisión fue más honesta que con la pandemia. “Son las diez de la noche y es…” una mentira, pues no son las diez. No es la noche. Al menos no en ese momento, cuando lo grabaron, aunque sí lo sea de este lado, cuando lo vemos. Muchos de los detalles que captan nuestros ojos no son más que un mundo que existe solo en el estudio.
Un cambio tan radical en la pantalla tuvo impacto hasta en la audiencia misma. Hace décadas, frente a un televisor que ocupaba media sala, las familias se reunían para ver algún programa. Y aunque, en teoría, la televisión va solo en una dirección, en la práctica la audiencia reacciona con la pantalla, se emociona, llora y le contesta a las personas del otro lado. Y siguiendo ese debate presidencial de 1994, o ese México-Alemania que perdimos en el 78, en penales en el 86 y otra vez en el 98, la audiencia gritaba a la televisión, sabiendo que ni Zedillo ni Fernández, ni Campos ni Hernández escuchaban sus gritos o sus porras.
Hoy, posiblemente en el celular o frente a una laptop, la audiencia sigue ese programa o ese partido en vivo y, en lugar de gritar a la tele, utilizan el chat de la transmisión para hacerle llegar sus mensajes a las celebridades que están del otro lado, aunque al igual que los gritos al televisor, son mensajes que no llegarán a su destinatario. Con una televisión tan humana, tan realista como la que vivimos durante la pandemia, como si fuera una videoconferencia más del trabajo o una llamada con los amigos o la familia, las celebridades estaban tan cerca que casi pudimos interactuar con ellas y escribirles algún mensaje durante su programa. La sana distancia terminó por acercarnos a quienes estamos a uno y otro lado de la pantalla.
La pandemia fue también la historia de cuando la televisión se humanizó. Pero nada es para siempre. No hay pandemia que dure cien años ni la televisión casera lo aguanta. Y aunque faltan meses, quizá años, para dejar atrás esta pandemia, regresar al estudio, a la perfección y al cálculo preciso del equipo completo detrás de cámaras parece ya inevitable. Nos perderemos de tanto que significa esa televisión humanizada. Regresaremos a esa televisión perfecta, ajena de nosotros, su audiencia tan imperfecta.
es investigador postdoctoral en matemáticas, crimen y migración, parte de PEAK Urban en University of Oxford - UCL.