‘De panzazo’ de Juan Carlos Rulfo y Carlos Loret de Mola

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La primera secuencia del documental De panzazo muestra a una mujer lavacoches. Armada con jerga y cubeta, le cuenta al entrevistador que es una madre soltera. Su situación es muy dura, dice. Quiere que su hijo tenga una vida distinta, y por eso lo manda a la escuela. El niño ronda la escena y oye muy bien el mensaje: su futuro depende de una buena educación.

Bastan dos personajes, un atisbo de la ciudad en la que viven, y una afirmación en primera persona, para que el espectador quiera acompañarlos en un tramo de su camino. Adivina que está lleno de obstáculos. Con solo ver y escuchar ya dedujo algunos de ellos: la madre es el único sustento de la familia y, por su tipo de oficio, no tiene un ingreso fijo, ni prestaciones, ni seguro social. No parece tener tiempo libre. Si acaso, cumple con alimentar a su hijo, tenerlo limpio y vestido, y comprarle los útiles del colegio. De asistirlo con la tarea o revisar su plan de estudios, ni hablar.

Es una secuencia de arranque ejemplar. Expone un problema complejo con la claridad y contundencia del mejor periodismo. Por eso, duele que el relato se desbarranque al minuto siguiente. Sobre imágenes distorsionadas y oscuras, y música sombría de fondo, una voz en off advierte: “Lo que están a punto de ver es muy duro.” Luego explica qué es eso tan duro y cierra con un llamado a solucionar lo que, de una vez, califica como “la tragedia”. Adiós a nuestros personajes y a la esperanza de ver el mundo desde ojos tan distintos; de enfrentar, junto con ellos, los obstáculos de la educación pública en un país como México. Lo que sigue es un reportaje fatalmente editorializado, que duda de la inteligencia e imaginación del espectador.

No todos los documentales tienen que ser piezas de investigación. De panzazo, sin embargo, se presenta como eso: el trabajo de un periodista que investiga el porqué de los altos índices de deserción. Sería ingenuo pasar por alto que dicho periodista es Carlos Loret de Mola (también codirector, junto a Juan Carlos Rulfo). Su estatus de celebridad tiene un peso decisivo dentro y fuera del documental. De entrada, es una de las razones por las que a seis semanas de su estreno De panzazo sigue en la discusión pública y en exhibición comercial. A esto último ayuda también que su compañía productora –la organización Mexicanos Primero– y su empresa distribuidora –Cinépolis– estén vinculadas a través de Alejandro Ramírez, vicepresidente de la primera y director de la segunda.

Esto no es condenable en sí. Que un documental gane espacios en cartelera y llame la atención del público hacia el género siempre es una buena noticia. Lo que uno lamenta es que estos sean tan escasos, y no siempre los mejores. Por eso De panzazo decepciona dos veces: primero por estar debajo de las posibilidades del tema que toca, y segundo porque desperdicia lo que en México es un regalo de los dioses: distribución garantizada y exhibición incondicional. Los entretelones, sin embargo, no importan. Los tropiezos están a la vista en su casi hora y media de duración, en forma de falacias, simplificaciones y disparos al aire. Por eso la primera secuencia, la de la mujer lavacoches, es tan buena que se vuelve en contra: hace la promesa de un relato sobre seres humanos que nunca llega a cumplirse. Queda como evidencia de aquello que se decidió no explorar.

Un documental siempre es selectivo y parcial. La decisión de los directores de concentrarse solo en la figura del maestro no solo sería legítima sino –en términos narrativos– sensata. Pero hay una diferencia enorme en presentar a esa figura como una de las innumerables aristas del problema, y en concluir que es el problema mismo. No solo una variable sino la única causa. El maestro –y su lideresa– como tragedia nacional.

“¿Por qué en México los niños abandonan la escuela?”, pregunta la voz en off. Ella sola concluye: los niños abandonan la escuela porque sus maestros no los motivan. Estos, a su vez, viven desmotivados, o solo los motiva el juego sucio del SNTE. A Elba Esther la motiva su poder sobre los gobiernos, y a los presidentes en turno los motiva su reciprocidad.

Y así. Ya que todo, al parecer, es un asunto de motivación, lo lógico es exponer la relación entre escolaridad y salario. Torres de estadísticas, tablas de porcentajes y números en pantalla demuestran que a los mexicanos les convendría seguir en la escuela, a pesar de sus maestros grillos y –dice la experta en educación consultada– de un modelo educativo arcaico, basado en querer demostrar. (Lástima que los directores no cacharon la ironía: el dictado es a una clase de historia lo que la infografía a un documental.) Se sabe que las cifras sin rostro no dejan huella emotiva.

Desconcierta que Juan Carlos Rulfo, un director que sabe leer las historias detrás de las caras, esta vez haya filmado imágenes genéricas (niños y funcionarios contestando preguntas) o, de tan poéticas, vagas (niños marchando en la escolta, tomados en cámara lenta). Las respuestas, por otro lado, no dan pistas de cómo es la vida más allá de la escuela. Buena parte de la filmografía de Rulfo se ocupa de la vida rural, y muestra que en los estratos más bajos los hijos dejan la escuela para aportar a la economía familiar. Pocas veces la razón detrás es la (des)motivación del niño, la mediocridad del maestro o la “complicidad” de familias que no aprietan la tuerca al sistema escolar. Aun para las clases medias, la educación no es moneda de cambio en el negocio de la movilidad social.

La idea de que al más educado le espera un futuro brillante es, según se vea, ingenua u honesta. Pone en los niños, maestros y padres la responsabilidad de los logros de aquellos, como si todo dependiera de su voluntad y disciplina férrea. Supone que en México existe la meritocracia (¿en serio?) e ignora a una oligarquía que escoge a sus sucesores sin tomar en cuenta la competencia o la formación escolar. Y pasa por alto que el sistema de castas sigue poniendo topes y barreras, que se asumen por unos y otros con espeluznante naturalidad.

Una investigación reciente de la UAM(*), impactante y poco difundida, demostró la forma nefasta en que actitudes y comentarios racistas afectaban el desempeño de estudiantes universitarios. Si los directores de De panzazo buscaban gato encerrado en la deserción escolar, estudios como este les habrían descubierto el elefante en la habitación.

Se entiende por qué el racismo no es un tema favorito de la exhibición comercial. No es obligatorio tocarlo, a menos de que la educación se entienda como una enseñanza continua de una generación a otra, en todos los lugares en los que se está expuesto a un mensaje. Si un niño prende la tele y se encuentra a las güeras de escote peleándose por el macho alfa (mientras todos se burlan y/o tratan como mascota al nerd), es comprensible que le importe un pepino obtener un reconocimiento escolar.

El cine que acapara salas pide finales felices; contra toda expectativa realista, De panzazo se las arregla para acabar en una nota alta. ¿Su estrategia? Empoderar al público. Alentar a niños, maestros (y líderes) con frases como “salir adelante”, “recuperar esperanzas” y “empezar por uno mismo”; las mismas que igual recicla un candidato en campaña, la maestra Elba Esther Gordillo, las televisoras y empresas “con valor”, que un autor de superación personal. De los muchísimos males que afectan a la educación en México, la retórica es el más peligroso: hace que los demás se queden en la oscuridad. ~

 

(*) Revista Salud Pública de México, vol. 53, num. 2, marzo-abril de 2011

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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