Al inicio del último episodio de Asura (Japón, 2025), miniserie de siete capítulos creada, dirigida y escrita por el maestro japonés Hirokazu Koreeda, una desesperada madre le reclama a su nuera, entre llantos y gritos, que ella es la culpable de que su hijo yazca en estado de coma.
Estamos en un hospital privado de Tokio en 1979. En el desenlace del capítulo anterior, el sexto, vimos cómo el joven e impetuoso boxeador Jinnai (Kisetsu Fujiwara) luchó durante diez trepidantes asaltos en contra de su no menos feroz rival, hasta que terminó derribándolo en los últimos segundos de la pelea, para luego él mismo desplomarse en el ring. Ya su joven esposa Sakiko (Suzu Hirose) había notado que Jinnai no estaba del todo bien. De todas formas, ella dejó que él peleara, aunque, ¿realmente podría haberlo impedido? El reclamo de la angustiada madre hacia su dizque inconsciente nuera tiene algo de verdad, pero, al mismo tiempo, uno se queda con la sensación de que no deja de ser injusto. ¿Qué hizo, en todo caso, la madre, ahora toda llorosa, para detener a su propio hijo, más allá de pasarse orando todo el día sus interminables rezos budistas?
Que uno como espectador sea capaz de ver este conflicto desde las dos perspectivas y de manera simultánea, entendiendo tanto el sufrimiento de la madre como el azoro de la esposa, es típico en Koreeda: a lo largo de su ya vasta filmografía (de sus lejanos inicios documentales a fines del siglo pasado hasta su más reciente filme triunfador en Cannes Monster, 2023, pasando por sus obras mayores familiares como De tal padre tal hijo, 2013, Un asunto de familia, 2018 y Broker, 2022), su cine siempre ha optado por mostrar sin juzgar, por entender más que condenar. Sus personajes distan de ser perfectos –como dice uno de ellos, de hecho, en uno de los primeros episodios de esta miniserie– pero nunca dejan de intentar ser mejores.
La cereza del pastel de la intensa escena ya descrita es que, en medio de la apasionada pelea entre suegra y nuera, se abre la puerta del cuarto del hospital y aparecen las tres hermanas mayores de Sakiko: la cincuentona profesora de Ikebana, Tsunako (Rie Miyazawa); la equilibrada ama de casa con marido y dos hijos adolescentes, Makiko (Machiko Ono, espléndida); y la cuadrada bibliotecaria recién casada, Takiko (Yû Aoi). En ese momento, la discusión termina como por arte de magia: Sakiko agradece a sus hermanas que estén ahí visitando al cuñado comatoso, inclina la cabeza para recibir el dinero que las tres le han entregado en un sobre y, sin parpadear, le pide a la ahora sonriente suegra que vaya y traiga unos tés para atender a la familia. La señora inclina la cabeza y se aleja diligentemente.
La forma en la que termina una de las más melodramáticas escenas de esta miniserie podría parecer cómica pero a estas alturas, en su último episodio, nos queda claro que ninguna de las dos mujeres, ni la suegra ni la nuera, tenían otra opción más que ocultar sus disensos, sonreír y hacer como que no está pasando nada. No se trata solo de un ejemplo más de la legendaria cortesía nipona, sino del contexto cultural e histórico de la miniserie: a finales de los años 70, no era bien visto en Japón que una mujer mostrara sus verdaderos sentimientos, por lo menos no en público y, de hecho, ni siquiera en privado.
La premisa de Asura –basada en una popular novela homónima de Kuniko Mukoda, que ya había sido adaptada en Japón, tanto en cine (en 2003) como en la televisión (en 1979)– está centrada en el descubrimiento de un secreto que luego nadie quiere revelar. La tercera hermana Takiko, sospechando que su anciano padre setentón Kôtarô Takezawa (el legendario Jun Kunimura) tiene otra familia, contrata a un detective privado, Katsumata (Ryûhei Matsuda), para que siga a su papá. La sospecha resulta ser cierta: dos días a la semana, el señor Takezawa visita a otra mujer mucho más joven y, aparentemente, tiene un hijo pequeño con ella.
Sin embargo, cuando Takiko organiza una reunión con sus tres hermanas para decirles lo que ha descubierto, ninguna de ellas quiere confrontar al padre infiel (“Es hombre, después de todo”, dice una de ellas) ni, mucho menos, decirle a la madre Fuji (Keiko Matsusaka) quien, es evidente, adora a su marido: ¿para qué hacerla infeliz en sus últimos años? La verdad es que cada una de las hermanas prefiere voltear hacia otro lado por sus propias razones: la viuda Tsunako porque ella misma es la amante de su jefe casado –o sea, es “la otra” de otro matrimonio–; Makiko, porque sospecha que su marido ejecutivo la está engañando con una secretaria y no quiere confrontar sus propios problemas personales; y la siempre alegre Sakiko, porque la aventura de papá no es para tanto y la vida es una y hay que vivirla.
La realidad es que la mujer engañada, Fuji, sí sabe que el marido tiene otra mujer y otro hijo, pues encuentra un auto de juguete en la ropa de Kôtarô, mismo que estrella, fúrica, en una de las paredes de su idílico hogar. Más adelante veremos que el golpe en la pared ha sido camuflajeado con una especie de flor dibujada y Fuji está muy sonriente con su marido y con sus hijas, como si no supiera nada de nada. Acaso porque, como le dice una hermana a la otra en algún otro episodio, “un marido infiel es mejor que no tener marido”.
Dirigida por Koreeda con esa elegancia invisible de la que solo son capaces los grandes maestros –me vienen a la mente Steven Spielberg y Mike Leigh–, Asura avanza, episodio tras episodio, escena tras escena (casi todas ellas en interiores), con una sencillez engañosa: parece que esta miniserie –disponible desde inicios de enero y sin publicidad alguna en Netflix– no es más que un encadenamiento de momentos cotidianos por medio de los cuales somos meros testigos de la fortuna e infortunios de cuatro hermanas con sus respectivas parejas.
Y sí, hay algo de ello, pero como suele pasar en el cine familiar de Koreeda, ese intercambio de reproches, esos chistes privados, ese gesto de amor incondicional, esa mirada de ira apenas reprimida, ese largo suspiro que oculta una explosión de sentimientos, todos esos momentos “triviales” que comparten las cuatro hermanas entre ellas son, precisamente, los que definen su humanidad. Y si uno está atento en estas siete horas en las que somos testigos de los ires y venires de las hermanas Takezawa, muy pronto se dará cuenta que ningún gesto, ninguna palabra, ninguna mirada, ninguna inclinación de cabeza, es realmente trivial. Se les va la vida en cada uno de ellos.
Cada hermana Takezawa quiere sobrevivir en ese angosto pasillo existencial en el que nacieron, cada una de ellas sabe lo que tiene que hacer para no perder un ápice de su dignidad, cada una de ellas entiende que a veces las batallas finales se ganan sin pelear, sin dar de gritos, sin hacer escándalos. Al final, no nos queda la menor duda, cada una de ellas ha ganado y, por lo que vemos en la última escena de Asura, lo seguirán haciendo. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.