“Siempre pensé que la verdadera vida era insoportable. No me acuerdo quién dijo que las vidas más bellas son las que inventamos”, confiesa frente a cámara el calculador arribista y talentoso autofabulador Albert Dehousse (Jean-Louis Trintignant, nada menos) en el prólogo de Un héroe muy discreto (1996), segundo largometraje y, a la postre, precoz e insuperada obra maestra del parisino Jacques Audiard. Algo similar, aunque de seguro con mucha menos articulación –porque es una mexicana violenta y salvaje–, podría haber dicho Emilia Pérez (Karla Sofía Gascón), la protagonista del homónimo e indefendible décimo largometraje de Audiard.
Y es que, al igual que casi todos los personajes centrales de la disparejísima pero siempre interesante filmografía de Audiard, el feroz narcotraficante de tez morena Manitas del Monte siempre se vio a sí mismo como la regia y plantosa benefactora teletonesca y blanca Emilia Pérez. La santa Emilia de Gascón sigue una trayectoria similar a la del vendedor de tarjetas de presentación convertido en detective privado en la ópera prima Regarde les homme tomber (1994), de la secretaria sorda transformada en aprendiz de femme fatale en Lee mis labios (2001), del delincuencial socio inmobiliario que añora ser concertista de piano en El latido de mi corazón (2005), del raterillo de poca monta que evoluciona en un corleonesco capo en Un profeta (2009), del violento militar genocida que se esconde tras la amabilidad y la timidez en Dheepan (2015) o de la estudiante universitaria que se asoma a la vida paralela de una celebridad porno en París, Distrito 13 (2021).
Todos los personajes de Audiard se ven a sí mismos como alguien distinto, con otra identidad, alguien mejor, así que la transición de Manitas del Monte a Emilia Pérez, con la ayuda de la abogada/abnegada corre-ve-y-dile Rita Mora (Zoe Saldaña), era no solo necesaria sino natural. Para Emilia, esa otra vida, la anterior, era “insoportable” y por eso había que inventarse una vida “bella”. El asunto es que, como sucedió en la anterior y también discutible y discutida Dheepan, el que nace pa’ maceta nunca saldrá del corredor, lo que quiere decir que si asesino eres, en asesino te convertirás. En el cine de Audiard, nadie distinto ni extraño –no el joven musulmán de Un profeta, no el refugiado tamil de Dheepan, tampoco la imperiosa narcotraficante de Emilia Pérez– tiene derecho a expiar sus fallas, a una verdadera redención, a dejar atrás el pasado criminal o, ya de perdida, a adquirir algo de conciencia. A menos, claro, que tenga el nervioso carisma del francés-francés Romain Duris, quien se niega a asesinar a su enemigo y volver a “lo de antes” en el desenlace de El latido de mi corazón –ah, la bendita influencia de las tocatas de Bach–.
Emilia Pérez es la mejor prueba de que la teoría del cine de autor de Andrew Sarris tiene sentido. La visión de Audiard que emerge en esta cinta es muy “clara y coherente” –dijera Sarris– con respecto a toda su obra anterior, mientras que su estilo y su sensibilidad –o falta de ella, en este caso– es fácilmente comparable con el resto de su filmografía. Podría alegarse que Emilia Pérez es, de hecho, su cinta summa, ese tipo de película con la que se pueden ejemplificar los intereses temáticos, estéticos, estilísticos y hasta morales de un autor cinematográfico.
Vea si no. En Emilia Pérez está la voluntad para explorar un género clásico y canónico como el cine musical, así como antes lo había hecho con el film noir (Regarde les hommes tomber), el cine de gánsteres (Un profeta), el melodrama griffitheano (Metal y hueso, 2012), el western (Los hermanos Sisters, 2018) y el espionaje (sus episodios televisivos de Le Bureau des Légendes, 2020). Solo que es evidente que Audiard y su coreógrafo Damien Jalet, su fotógrafo Paul Guilhaume y su editora Juliette Welfling no tienen idea de cómo hacer un musical. Desde el primer número, “El alegato”, Audiard y compañía recurren al conocido estilo coreográfico del montón shot, que consiste en juntar en el encuadre a la mayor cantidad de gente posible, con la esperanza de que el espectador confunda el zangoloteo incesante de los cuerpos con algo parecido a la danza. Por supuesto, Audiard sabe que ninguna de sus intérpretes es Cyd Charise, pero tampoco echa mano de la solución Fosse: si tus actrices no son grandes bailarinas –como no lo eran Shirley MacLaine en Dulce caridad (1969) o Liza Minelli en Cabaret (1972)–, entonces que el ritmo lo imponga el montaje. A esta catástrofe estilística y formal, agregue usted que no hay una sola canción entre las compuestas por Camille y Clément Ducol que se quede en la memoria, a menos que usted salga tarareando algo así como “Miren al químico, químico/que lo nombraron Ministro de algo/al químico, él hace poco mando a/matar a su socio y familia, ¡a/chingar!” (sic).
En Emilia Pérez hay, también, sin duda, la voluntad de salir de la zona de confort, explorando historias, personajes y temáticas muy lejanas de las experiencias personales del cineasta parisino. Y qué bien que así sea. El problema es que, como ya sucedió con la ya mencionada Dheepan, se trata de una visión exotista y expoliadora de un conflicto –la violencia narca, el drama de los desaparecidos– que el cineasta no entiende y que, es evidente, nunca quiso entender, por más que, se supone, la cineasta Elisa Miller le pasó a Audiard el cine de Tatiana Huezo y Everardo González para que se diera una idea. Evidentemente, no funcionó.
Así pues, de la misma forma como el genocidio en Sri Lanka era en Dheepan una especie de McGuffin –es decir, un mero pretexto argumental– para que su oculto y agazapado asesino revelara su verdadero yo, escabechándose a una docena de malandros franceses cual invencible Stallone tamil, la tragedia que hemos vivido y sufrido en México desde hace casi dos décadas le sirve a Audiard para vehicular la irresponsable historia tremendista de cierta desalmada buchona que trata de expiar sus pecados fundando una asociación civil (¡Santa Emilia!) que apoya a las familias de los desaparecidos. Por supuesto, la historia del delincuente redimido, por más cuestionable que nos pueda parecer, es tan antigua como viajar a pie –la muestra insuperable es Ángeles con caras sucias (Curtiz, 1938), con James Cagney sacrificando al final su “hombría” por un bien superior–, pero Audiard la ejecuta con tal solemnidad y tal nivel de torpeza que uno extraña genuinamente las regocijantes astracanadas de otra película narca acaso igual de cuestionable pero, por lo menos, realizada con más brío y más voluntariamente graciosa, como Salvando al soldado Pérez (Gömez, 2011), con el narco sinaloense Miguel Rodarte dispuesto a arriesgar su vida y la de sus achichincles con tal de cumplirle el último deseo a su jefecita, porque narco y asesino será, pero también es un buen hijo.
Finalmente, en Emilia Pérez aparece también, en el origen, el muy loable deseo de romper convencionalismos, como antes lo hizo en la ya mencionada Un héroe muy discreto, donde el falso documental a lo Zelig (Allen, 1983) interrumpe el drama histórico sobre el arribista Albert Dehousse, que a su vez alterna con rompimientos narrativos godardianos en el que una orquesta aparece tocando en el encuadre, entre secuencia y secuencia, “Murmure de printemps”, de Johan Strauss. La provocación formal en Emilia Pérez es, por supuesto, el tratar de contar esa historia tan mal concebida a través del género más escapista y artificioso que existe, que es el musical. Pero todo naufraga ante una ejecución torpísima y una dirección de actores que, en el mejor de los casos, resulta descuidada: una Zoe Saldaña que pasa de usar acento dominicano a mexicano entre una escena y otra, una Karla Sofía Gascón que no puede librarse por completo del ceceo español y una Selena Gómez que carga con la losa de las peores líneas de la película (“Hasta me duele la pinche vulva nomás de acordarme de ti”, “¡Pinche vieja lencha!”), habladas con un ininteligible acento gringo que ni Johnny Canales habría aceptado en su programa de televisión tex-mex.
Antes anoté que Emilia Pérez podría ser la cinta summa de la filmografía de Audiard. El equivalente, digamos, a la Roma (1972) de Fellini, al Frenesí (1972) de Hitchcock, a El discreto encanto de la burguesía (1972) de Buñuel o, más recientemente, a El irlandés (2019), de Scorsese. El gran problema es que todas estas películas son auténticas obras maestras en las que aparece, en todo su esplendor estilístico, la visión continuada, revisada y depurada de cada autor. Pensándolo bien, Emilia Pérez es algo distinto, una nueva categoría de análisis, un filme detritus: todo lo que Audiard había hecho antes bien, ahora le salió mal; todo lo que había hecho mal, le salió peor. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.