El cine según Nietzsche

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El musical sobrevive a sus enemigos. Sobre la tumba de cinco generaciones que —a partir de las "extravagancias" barrocamente Art Déco de Busby Berkeley en los años 30— despreciaron el género por simplón e inverosímil, su fantasma ha crecido y es intercontinental, y no se le ve hoy ninguna traza de muerto. Frente al western, un género que atrajo, con su espartana poesía de espinos arrastrados por el viento y cabalgadas en solitario, a los intelectuales más finos (de Borges a Benet), y que sin embargo, en las escasas películas que aún lo cultivan, ya no consigue ponernos épicos, el musical parece inagotable, y se renueva. Diré más, haciendo ostentación de mi antigüedad en el grupo de sus amantes: es actualmente el género fílmico de más futuro, de más terreno virgen por desvelar.
     El desdén y burla que siempre soportó los compartía, naturalmente, con la ópera, otra forma de arte que no tiene —literalmente— sentido. Falso de perspectivas y anti-geométrico, acaramelado, propicio a los colores más valencianos de la paleta, y casi siempre contando (en sus guiones o libretos cinematográficos) ñoñas historias de amor, el musical, encima, no tenía su Monteverdi, su Wagner, su Puccini, y —para los más reacios— ni siquiera un Mozart o un Verdi. Todo en él —decían— era Offenbach y opereta, zarzuela y Gilbert & Sullivan, Broadway o Viena, la Viena de las polkas. Lo cual, por supuesto, no impidió que el Hollywood de los estudios clásicos, la Alemania de Weimar y Hitler, y más recientemente la gran industria india del Bollywood, lo hayan hecho objeto de una popularidad masiva y ferviente. El musical gustaba (a los que gustaba), pero era bobo, escapista, y eso de que la gente normal como nosotros (cuando Jacques Démy acercó en Los paraguas de Cherburgo y Las señoritas de Rochefort el lujoso musical americano a la ramplona provincia francesa) se lo dijese todo cantando daba corte. Félix de Azúa aún recuerda, como yo, la paliza dialéctica que nos dimos una noche de 1968 en Madrid a causa de mi entusiasmo por Los paraguas de Cherburgo, que no entraba en los parámetros marxistas ni en la estricta poética rilkeana que mi compañero de estudios tenía entonces.
     ¿Es una reversión perversa que ahora el musical sea un reducto del cine de autor? Berkeley, George Sidney, Mamoulian, Donen, Minnelli. Grandes artistas del cine musical todos ellos, indudablemente, pero industriosos, industriales, sujetos al patrón establecido, casi siempre de origen teatral, del género norteamericano. Últimamente, al contrario: Ford Coppola, con su singularísimo y comercialmente fracasado experimento de Corazonada (One from the Heart), Resnais (On connait la chanson), Carlos Diegues (Orfeu), Ozon (Huit femmes), Lars von Trier, los independientes hermanos Coen (O Brother!), y en España Carlos Saura y, recién estrenada su El otro lado de la cama, Martínez Lázaro. Hay más nombres. La cabeza pensante del cine ha mirado a los pies del claqué.
     Porque "cantando y bailando se manifiesta el ser humano como miembro de una comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por los aires bailando. Por sus gestos habla la transformación mágica". Ignoro si los autores de cine que señalo como modernos renovadores del género han leído o atienden a las palabras citadas del joven Nietzsche, autor en 1872 del libro donde se recogen, El origen de la tragedia. Fue su primer libro, y ya, con más cordura y filología que en obras posteriores, están los dioses en danza. Naturalmente, Nietzsche, por visionario que fuera, no previó nunca el cine, y su cabeza musical la tenía puesta en Bach, en Wagner (con éste para bien y mal), en Bizet y Beethoven. Y en la ópera, que, al final de sus días previos a la locura, fue para él, gracias sobre todo a la Carmen del compositor francés, la verdadera "música malvada, refinada, fatalista" y, sin embargo, popularísima. "¿Se han oído en escena acentos más trágicamente dolorosos [que los de dicha ópera de Bizet]? ¿Y cómo se obtienen? ¡Sin muecas! ¡Sin superchería! ¡Sin la 'mentira' del gran estilo!". Color vocal frente a tejido melódico, vivo dramatismo musical y no repetición de motivos simbólicos, melancolía mediterránea y lascivia por encima del apelmazado, tétrico cristianismo antisensual que Nietzsche ve en el último Wagner, el de Parsifal. "Lo que es bueno es ligero. Todo lo que es divino anda con paso delicado".
     No preveía el cine, pero el cine, sin pensar en él o leerle (los cineastas cumplen el mandamiento del "no leerás"), cultiva en el musical un nietzscheanismo sin lágrimas. Claro que sin lágrimas. Todas las músicas tienden a la felicidad. Todas infunden vigor y comunican una alegría orgánica, quizá por ser "un lenguaje que la razón no entiende", como decía Schopenhauer, otro mentor musical de Nietzsche. ¿Hay algo más dionisiaco que el modo de avanzar por los pasillos, haciéndose pura esencia alada, de Fred Astaire? ¿Algo menos esclavo del espacio que las piernas de Cyd Charisse llegando al infinito del decorado, en ese momento en que, según el filósofo, "quedan rotas todas las rígidas, hostiles delimitaciones [de] la necesidad"? En la famosa dicotomía que abre El nacimiento de la tragedia, Nietzsche afirma que el del escultor es el arte apolíneo, y la música el arte de Dioniso. Sigamos nosotros un poco más nuestra transposición; en el cine, Apolo inspira la mecánica recia y voluminosa del western, y la embriaguez dionisiaca se refugia en el musical.
     El cine es captación y afirmación neta de las formas reales. La música y la danza, negación del peso de lo real. Por eso el musical "clásico" parece un raro objeto volante con el que la identificación del público resulta imposible. ¿Cómo reaccionar cuando un tipo con pantalones ceñidos sube bailando por las paredes de un cuarto de estar, y sesenta muchachas igual de rubias se convierten en arpas humanas que producen encima una rapsodia? El espectador apolíneo, el que confía en el sheriff de piernas de piedra y está a gusto en la diligencia, se impacientará, incrédulo, en la butaca. El dionisiaco, después de tragarse el éxtasis que en la pantalla aniquila los límites habituales de la existencia, sale del cine y canturrea o danza en los charcos como aquel insensato enamorado de Gene Kelly. El musical es letárgico, y la realidad cotidiana que se trasluce, un forillo pintado chillonamente. Si el género va a la guerra, como en la película de Donen y Kelly Un día en Nueva York (On the Town), los militares marcan pasos de baile, y si habla de filosofía, como en la deliciosa Una cara con ángel (Funny Face), también de Donen, el existencialismo no es un humanismo, sino la letra graciosa de una canción para el Montparnasse inventado en unos estudios de la Paramount.

     Pero estamos hablando del género en su vertiente más tradicional y chispeante, más famosa; el que a partir del sonoro plasmó el lado radiante y agudo de la comedia, en busca de "el aligeramiento de la vida mediante ritmos 'ligeros', audaces, seguros de sí mismos, desahogados, la vida dorada por armonías 'doradas', tiernas, indulgentes", en palabras, nuevamente, de Nietzsche. Hoy, avanzado el proceso de apoderamiento moderno del musical, la "vida dorada" admite ya el dolor, las enfermedades del día, la pena de muerte, el compromiso político, la racionalización de aquel antiguo "cantabile" desaforado e irracional. "En un musical normalmente ocurren cosas de poca importancia. Lo que yo pretendía demostrar con Bailar en la oscuridad (Dancing in the Dark) es que también nos podemos tomar las cosas seriamente como lo hacemos en la ópera".
     Estas declaraciones de Lars von Trier apuntan a la nueva relevancia cobrada por este género cinematográfico. Von Trier fue, como muchos de los espectadores cine-alimentados desde la cuna de las pequeñas pantallas caseras, un niño encandilado por Cantando bajo la lluvia o West Side Story, y no se conformó. Cuando, de mayor, se hizo director, quiso mezclar en su Dogma el musical y el documental, y los resultados dieron el fruto de ese prodigioso pastel de sabor amargo que es Bailar en la oscuridad. Una película que adopta sin rubor las convenciones del género (la canción del tren y los bailarines acróbatas en la vía férrea) y mimetiza ingeniosamente sus falsificaciones formales: sucede en América "porque de allí vinieron los musicales", pero se rodó en una Suecia aproximativa porque Lars von Trier tiene miedo a volar en avión y prefería recrear un "país mitológico", una especie de Brigadoon en blanco y negro y miserias humanas que ningún despertar romántico puede convertir en un mal sueño. Al contrario: conflictos laborales, crimen horrendo, aridez judicial, prisión, despiadado final de ajusticiamiento. Y hay otras películas recientes menos conocidas pero muy singulares, como la canadiense El paciente cero (Zero Patient) y la francesa Jeanne y el chico formidable (Jeanne et le garçon formidable), que se atreven a hacer bailable y también real, emocional, la trágica epidemia del sida.
     Que el nuevo musical se involucre en la crudeza contemporánea no explica, sin embargo, su pujanza. ¿Por qué se hacen tantas de estas películas? Es cierto que algunas muy célebres, como Le bal de Scola, On connait la chanson de Resnais, Todos dicen I Love You de Woody Allen, y las muy últimas de Ozon y Martínez Lázaro, son operaciones semiburlescas que utilizan músicas y canciones preexistentes y conocidas para provocar una identificación de carácter nostálgico o satírico en los espectadores. Pero otros muchos directores realizan o anuncian sin parar films con partituras de nuevo cuño (no se olvide que incluso compositores de "música seria" han intervenido en este tipo de cine, como el portugués Joao Paes en la originalísima Os canibais de Manoel de Oliveira).
     La respuesta que tengo a la pregunta de ese indiscutible auge del musical también me la da Nietzsche. La "significatividad suprema" que proporciona un arte fundado en las lábiles líneas del sinsentido no puede dejar de atraer a un público como el de hoy, abrumado por la dramaturgia de los sucesos bélicos (los filmados en Hollywood o los filmados en campos de batalla reales; tienden a confundirse indoloramente ante nuestros ojos) y la espectacularidad infantiloide, poblada de artilugios y efectos de alta definición informática, que hoy domina el noble género cinematográfico de la ciencia-ficción. Esa "significatividad suprema" sabe muy bien alcanzarla el musical, el espectáculo fílmico que mejor desafía —con su difuminada ligereza— la gravedad: la ley de la gravedad y las pasiones o humores más graves. "La música —cito otro pasaje de El nacimiento de la tragedia— se diferencia de todas las demás artes en que ella no es reflejo de la apariencia o, más exactamente, de la objetualidad […] sino, de manera inmediata, reflejo de la voluntad misma, y por tanto representa, con respecto a todo lo físico del mundo, lo metafísico".
     La necesidad latente, creciente, de compensar metafísicamente nuestro déficit de "lo maravilloso" sin caer en la religión o los sectarismos basados en credos y divinidades, hace atractivo un cine que lo dice todo cantando, o con esa superioridad gestual que el ser humano logra en el vuelo del baile. Confusos por los atropellados mensajes falsos, por las falsas voces de la desvergüenza mediática y política, ¿cómo no encontrar verdad (o al menos justicia poética) en un arte que musicaliza, que armoniza, que vocaliza numéricamente las palabras? "La palabra" —escribió Nietzsche en uno de sus cuadernos finales, póstumamente dados a conocer— "hace común lo no común". Y nosotros, hartos de la uniformidad y el cerrilismo, queremos ser más inconfundibles, un poco más primordiales. Felices en la tragedia optimista de un canto que, en vez de convencernos o vendernos algo, únicamente quiere darnos su serenata. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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