El Gran Hotel Budapest

Hermosa y cálida, cínica y nostálgica, El Gran Hotel Budapest alberga el espíritu de la fábula fracturada que Anderson ha confeccionado bien en los últimos 15 años.
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La cohesión en el universo narrativo de las cintas de Wes Anderson está perfectamente establecida e interconectada: nada sobra, todo significa algo. Así, uno siente que la Academia Rushmore realmente existe, que en algún momento de su vida ha visto documentales de exploración submarina de Steve Zissou, uno sabe, de algún modo, que desde niño siempre quiso ser un Tenenbaum. Esta consistencia autoral en estilo, en forma y sustancia se transmite, como es natural, a su más reciente filme: El Gran Hotel Budapest.

Estructurada como una novela — no en vano Anderson menciona en los créditos a Stefan Zweig y en el argumento se advierte la obvia influencia de Vicki Baum, ambos pioneros del best-seller de calidad de las primeras décadas del siglo XX — la cinta se manifiesta como  una serie de historias contadas dentro de historias a modo de metaficción: en el presente una jovencita lee las memorias de un escritor célebre, quien a su vez, en 1985 cuenta la historia que oyó en 1968 de boca del mismísimo dueño del hotel titular, acerca de una particular aventura ahí vivida en 1933; así va y viene a tiempos perdidos con una plétora de personajes en polifonía, mas el fino hilo no se pierde en ningún momento, pese a lo barroco de la apuesta: Anderson coloca cada elemento de su narración de manera precisa, con un objetivo específico y lo salpica con toques de su idiosincrasia personal: desde su peculiar uso de colores y texturas a manera de efectos visuales, pasando por su excentricidad en la creación de personajes — un bolero cojo, una aristócrata octogenaria con sensualidad a flor de piel, una sagaz jovencita con un lunar en forma de la república mexicana, un asesino desalmado y bruto, un policía dulce y decente, una fámula traicionera y chic, una hermandad secreta de conciérgesde hoteles de lujo, etcétera — que se propagan por cada toma y cumplen una función de coro griego y de comparsa sensacional y vivaz. De este modo Anderson no sólo rinde homenaje a uno de sus géneros predilectos — la comedia de enredos de los años treinta al estilo de Lubitsch y Howard Hawks —, también es un ejemplo magistral de su talento como director de actores en lo que es, hasta ahora, su elenco más multitudinario.

Al centro de todo, deslumbra Ralph Fiennes, que habitualmente aplica su disciplina shakespeareana a las bondades del drama intenso, pero aquí juega con el espectador, le entra a los guiños y se deja llevar para ser el inefable y súper eficiente Monsieur Gustave, gerente del hotel, hombre devoto al confort de sus huéspedes, a la excelencia en su trabajo y a complacer a algunas clientas, entre ellas Madame D (la formidable Tilda Swinton), que será la responsable, en cierta forma de cambiarle la vida a Gustave y a Zero Moustafa (Tony Revolori) joven aprendiz de botones, que bajo la tutela de Gustave encuentra su vocación y su fortuna. También en el reparto brilla una proverbial pléyade de intérpretes como Jude Law, Saoirse Ronan y Leah Seydoux (en un papel breve, pero irónicamente muy ad-hoc), y algunos habituésdel propio Anderson, su compañía de hombres alegres: Edward Norton, Willem Dafoe, Owen Wilson, Jason Schwartzman, Bob Balaban y Bill Murray.

Anderson nuevamente crea su propio mundo — en este caso la ficticia república de Zubrowka — en el que aplican sus propias reglas, exclusivamente; sus simbolismos — desde una pintura hasta un pastelillo, pasando por música de balalaikas y persecuciones al estilo Marx Brothers — son logrados y sutiles; esta es una comedia enloquecida, claro, pero no por ello carente de inteligencia. Del mismo modo, su sofisticación no enajena al espectador no iniciado en el culto de Anderson: El Gran Hotel Budapest es accesible para aquél que desee entrar en él. Hermosa y cálida, cínica y nostálgica, alberga el espíritu de la fábula fracturada que Anderson ha confeccionado bien en los últimos 15 años, pero también gira en otras direcciones: prescinde de elementos antes de rigor (la toma en cámara lenta, la música pop de los 60), para entrar de lleno en otra rama de su estilo. No deja de ser Anderson, no deja de ser kitsch y sublime. Quien aquí se hospede, lo pasará bien, y seguro querrá volver.

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Miguel Cane (México DF, 1974) Es novelista y periodista cinematográfico. Su más reciente publicación es el inclasificable "Pequeño Diccionario de Cinema para Mitómanos Amateurs".


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