El outback australiano: territorio infértil que divide las dos costas subtropicales del país; en sí mismo dividido por el octavo desierto más grande del mundo; hogar de extrañísima fauna, propia sólo de la región. En épocas de verano registra temperaturas insoportables para (casi) cualquier ser humano. Es, además, el lugar en el que viven decenas de criaturas letales, desde serpientes hasta arañas. En teoría, pues, el outback resulta el mejor ejemplo de un sitio en la tierra que debió permanecer inhabitado.
No sorprende entonces que sea una región tan visitada por el séptimo arte. The Proposition muda las convenciones del western, el más americano de los géneros, y las sitúa cómodamente en el outback, utilizando la inclemente geografía del desierto como escenario para la historia de la familia Burns: un grupo de forajidos, encabezados por el brutal Arthur (Danny Huston). En la misma vena, Wolf Creek utiliza la desolación de la zona para contar la historia de tres chicos de dinero que, extraviados en el desierto, encuentran a Mick Taylor, un hombre que, con el pretexto de ayudarlos, los lleva a su guarida donde los tortura hasta enloquecerlos. Aquí, como en The Proposition, el outback es sinónimo de violencia, sangre y muerte; un terreno agreste, incapaz de nutrir otro sentimiento que no sea la venganza o el odio desmesurado. Ligeramente alejada de esta corriente, Rabbit-proof fence, de Phillip Noyce, utiliza el oeste del desierto para contar la historia de tres niñas aborígenes, quienes escapan del colegio neofascista del cruel A.O. Neville (Kenneth Branagh) y emprenden un viaje de semanas a través del outback para reencontrarse con su madre. Sin embargo, aunque el tono de la historia se aleja de la violencia explícita de The Proposition o Wolf Creek, la aridez del territorio australiano sigue manifestándose como cruel y torva. Aquí, como en las otras dos cintas, hay poco espacio para la belleza.
Para encontrar una cinta que vea al outback con una mirada más equilibrada tenemos que remontarnos a 1971, a la ópera prima del celebrado director inglés Nicolas Roeg. Walkabout cuenta la historia de una pareja de hermanos ingleses (Jenny Agutter, Luc Roeg) que, tras sufrir el abandono de su padre suicida en el desierto, intentan regresar a la civilización sin más en las manos que una lata de conservas y una pistola de agua. Después de unos días, la chica adolescente y su pequeño hermano se encuentran al borde del desahucio, sobreviviendo con el agua escasísima que les brinda un oasis. Finalmente se topan con un joven aborigen (David Gulpilil), quien está en su propio walkabout, un término que se refiere al proceso mediante el cual los aborígenes, tras abandonar su tribu y subsistir de la naturaleza por medio año se convierten en hombres. El joven decide ayudar a los dos ingleses, llevándolos hacia el pueblo más cercano.
Más que ejercicios narrativos, las grandes cintas de Roeg (esta, Don´t Look Now) son poemas visuales, cargados de rimas y elegantes simbolismos. Aquí la historia es mínima; los problemas con los que se topan los tres chicos son, a diferencia de en Rabbit-proof fence, nimiedades (en gran medida gracias a la habilidad del aborigen). Lo loable es el subtexto, las ideas que Roeg repite como un memorable estribillo a lo largo de su cinta. Durante el viaje, el director salpica la edición con tomas –algunas grotescas, otras extrañamente hipnóticas- de cadáveres en descomposición, carcomidos por moscas, gusanos, bacterias, así como de los procesos de alimentación de los aborígenes y las criaturas que han subsistido junto a ellos a través de los siglos. Fuera de parecer arbitraria, la ristra de tomas cadavéricas ilustra elocuentemente la manera en la que Roeg percibe el espíritu cíclico de la naturaleza (del que someramente hablaba The Lion King): todo cuerpo en descomposición alimenta, todo regresa al suelo de donde vino, todo germina. Simple, pero profundo, Roeg subraya sus ideas con escenas que no dejan de resultar incómodas y que, a ojos civilizados y prejuiciados, dan la impresión de barbarie. Para este propósito sirve la presencia de la chica, quien rara vez se permite entender o gozar el outback, aferrándose a sus valores occidentales, pidiéndole a su hermanito que cuide “sus lindos zapatos”, que no rasgue su “bonito blazer”. A diferencia de su hermana, el niño utiliza su ingenuidad infantil y conecta con mucha mayor soltura con el ambiente y con su guía. Solo él puede –y quiere- comunicarse con el aborigen.
Walkabout es, además, una brillante meditación sobre las diferencias y similitudes entre Occidente y la población nativa a la que ha sometido. Las semejanzas quedan de manifiesto, por ejemplo, en una extraordinaria secuencia en la que, fiel a su estilo, Roeg contrapone las imágenes de los dos chicos ingleses y el aborigen jugando sobre las ramas de un árbol con las de una familia de aborígenes inspeccionando el esqueleto calcinado del Volkswagen en el que los ingleses fueron abandonados por su padre en el desierto. En ambas aparece el espíritu lúdico, inherente en todo ser humano, pero, en un destello de genialidad, Roeg invierte los objetos con los que el juego se lleva a cabo. Para los occidentales: el árbol, símbolo –desde Tarzan- de diversión primitiva; para los nativos: el cascarón inservible de una máquina ajena, de un intruso en su hogar. No obstante, son las diferencias entre ambos las que al final impresionan al espectador. El desenlace, en el que la brecha de comunicación entre la chica inglesa y el aborigen trae consecuencias fatales, es particularmente doloroso. Y resulta así porque es ella –la occidental, la que, en teoría, debería poder crear un lazo empático con mayor facilidad- quien se niega a comprender de que está hecha el alma de su guía.
La crítica a Occidente no termina ahí. Roeg invierte gran parte de su narrativa en iluminar la manera en la que el hombre blanco sale del “círculo de la vida”, usando a la naturaleza sin darle nada a cambio. Las moscas y los gusanos descomponen los cuerpos yertos que la tierra les ofrece en señal de gratitud, mientras que, a lo largo de Walkabout, los seres humanos clavan una bandera australiana sobre la arena (en un acto de redundancia casi cómica), balean animales salvajes desde la comodidad de un jeep y contratan aborígenes para el ensamblaje de souvenirs que, orgullosamente, llevan una etiqueta en inglés que los proclama productos “100% australianos”. El final de la cinta –melancólico y dulce como pocos- presenta una utopía: un paréntesis en el que, por un breve instante, los chicos, literalmente despojados de sus costumbres occidentales, viven con su viejo amigo aborigen, fundidos con la naturaleza que los alimentó durante su travesía. La lección está en la diferencia entre las cuatro cintas, y es clara: el outback –el mundo natural, prístino- es sinónimo de maldad para el vaquero, para el torturador blanco, para el occidental que no lo entiende. Para el aborigen es muerte, claro, pero también es vida. Y esa es la sensación que deja el magnífico viaje de Walkabout.