Entre camp y Duchamp

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En la primavera de 1963, Andy Warhol se compró una pequeña cámara de 16 mm y empezó a filmar en su estudio de la Calle 47 Este: amigas dispuestas a desnudarse ante el objetivo, muchachos aspirantes al estrellato y a la protección económica de hombres mayores, travestis de la época heroica anterior al reinado de las drag queens y alguna figura más consistente de la vanguardia neoyorkina, como el poeta John Giorno, protagonista de uno los primeros filmes de Warhol, Sleep. Quizá la más famosa de las películas que nadie ha visto (al menos enteras): dura seis horas, durante las cuales Giorno duerme y la cámara recoge su plácida dormición en plano fijo, sin florituras ni cortes de montaje. Ese primer año de su actividad cinematográfica, 1963, es el que más le debe al rigor voyeurista y al espíritu del escamoteo de Marcel Duchamp; pronto, en 1964, y a velocidad sorprendente, Warhol empieza a introducir en su estilo el camp, el color, el sonido y los géneros cinematográficos (o su ridiculización).

Hay un verano warholiano en Madrid, con la interesante exposición fotográfica De la Factory al mundo y el ciclo no exhaustivo (Warhol firmó casi cien películas, cortas y largas) pero muy representativo de su filmografía en la Filmoteca Española. Y así como las fotografías tomadas por él o con él tienen una presencia histórica acrecentada, además de un zeitgeist lleno de morboso encanto, las películas resultan más efectivas sin verlas, solo oyendo, de algún espectador valeroso que las haya soportado, el recuento de lo que tratan: los besos en primer plano de un buen número de parejas hetero y homosexuales de Kiss (1963), el eterno sueño de la citada Sleep, los 35 minutos del rostro de un joven rubio pasando del gusto al éxtasis y del tedio a la tristeza postcoital en Blow Job (1963), una supuesta mamada sin boca ni sexo visibles, o los retratos en borrador que llamó Pruebas fílmicas (Screen Tests), entre los que destacan el de un casi niño Lou Reed de traza inocente y el de Susan Sontag, que tiene el mérito de conseguir que la escritora haga el indio ante la cámara, con muecas y un posible canturreo burlesco que indican un humor rara vez manifiesto en ella.

Las cintas que peor han soportado el paso del tiempo son las que aspiran a la narrativa o al chiste entre comillas. El camp es el triunfo del estilo epiceno, como dijo en su memorable ensayo de 1964 Sontag, pero en esas películas Warhol se mueve torpemente entre el camp y el duchamp. Los siete minutos que tarda el travesti Mario Montez en comerse dos plátanos como si fueran dos penes en las dos versiones de Mario Banana (1964), una en color y otra en blanco y negro, se nos atragantan como una eternidad, Caballo (Horse, 1965) es la tediosísima historia de unos vaqueros adolescentes que se tocan, se tiran vasos de leche encima y dicen sandeces ante la figura elevada de un bello corcel que no se mueve del sitio, y Lonesome Cowboys (1968), intento de parodiar el western y su mayor éxito en salas restringidas, ha envejecido cruelmente, hasta el punto de que lo más gracioso que se dice en ella es esta réplica de Taylor Mead: “¡Sheriff! Ese cowboy lleva rímel, está fumando hachís y se le ha puesto dura.”

Como hombre de su tiempo, a Warhol le interesó mucho la pornografía. En ella, una vez más, buscaba el simulacro o el sabotaje en una estudiada lógica de la frustración de raíz duchampiana. Mi chulo (My Hustler, 1965) tiene momentos chispeantes: un homosexual rampante (Ed Hood) invita a su casa de la playa a un rubio espigado (Paul America) que ha contratado a través del servicio “chulos por teléfono”, despertando con el poderío carnal del muchacho la codicia de su amiga Genevieve y su vecino Ed MacDermott, prostituto de larga trayectoria y mucho savoir faireque trata por un lado de robarle el novio de pago al dueño de la casa y darle de paso al aprendiz Paul lecciones de alto puterío. Como de costumbre en el cine de Warhol, la repetición (de diálogos, de encuadres, de tomas) produce la exasperación, aliviada por el hallazgo de una frase ocurrente, tal vez improvisada, o un descuido formal que despierta nuestra ternura más que nuestro desaire.

Cuando, a partir de 1968, Warhol produjo y supervisó las películas dirigidas por su discípulo Paul Morrissey (Flesh, Trash, Heat), todo cambió: a favor de la pornografía y en detrimento del espíritu de la vanguardia más escolástica. Esa estupenda trilogía pudo leerse en su tiempo (se estrenaron las tres en cines comerciales, y dieron que hablar fuera de los círculos cerrados) y sigue siendo hoy el relato explícito de un universo cuyos perfiles Warhol había difuminado cuidadosamente para encubrir su insignificancia. Los personajes siempre desnudos y promiscuos y drogados de Morrissey, sobre todo los de la que es su obra maestra, Flesh (1968), proceden de la Factory warholiana y no tienen razón de ser fuera de su efímero y volátil territorio. Pero en esas escenas elegantemente rodadas y escritas con voluntad de comedia, vemos, al menos por el espacio de un par de horas, todo lo que el pintor pop por excelencia se pasó su recortada vida tratando de potenciar y de sesgar, de sacar a la luz de la fama y velar. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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