¿En qué lengua se siente más cómoda, en inglés o en francés?
Completamente cómoda, en inglés. Me gusta hablar en francés y, aunque lo hable mal, creo que he encontrado maneras de retorcerlo que me gustan, probablemente, gracias al argot que aprendí con Serge Gainsbourg y porque yo no era una estudiante como Kristin Scott Thomas o Charlotte Rampling, que hablan un francés impecable. A los doce años en Inglaterra me dijeron: olvida el francés, ya tienes bastantes dificultades en inglés, así que vamos a concentrarnos en el inglés. Desgraciadamente para lo que luego fue mi vida, dejé el francés a los doce años: no sé si se dice un table o une table; Serge me dijo: si hay patas, es femenino, y sirve para une table, une chaise; pero para un tabouret ya no sirve. Me he peleado con el masculino y el femenino, pero, a pesar de todo, cuando hacía falta que lo hablara en una obra de teatro, como Oh! Pardon tu dormais, que ahora está traducida al alemán y al italiano, y después la traduje y la hicimos para la BBC en Inglaterra. Escribí mi película Boxes en francés y después hice la traducción para que pudiera hablar en inglés con Geraldine Chaplin, John Hurt Tchéky Karyo y los que hablaban inglés. Pero primero fue en francés. Quizá, después de cuarenta años en un país, me he enamorado de la lengua también. Hay una característica de los desplazados y es que ciertas palabras de la infancia tienen una carga particular: I want to go home me hace llorar; pa, mum son palabras de la infancia y evocan inmediatamente una emoción, pero en francés, no. Maman, papa, no hay ilusión. Hice una película con Tavernier, Daddy Nostalgie, en la que Dick Bogarde hacía de mi padre, y podía actuar en inglés y en francés. Podía ser graciosa en inglés, pero tenía que tener mucho cuidado con la gramática francesa para ser divertida también en francés. Creo que la mezcla de los dos idiomas está bien. Me encantaría hablar español, pero lo confundo con el italiano, digo cualquier cosa en los conciertos y la gente se ríe. Y de hecho, no pasa nada. El Dalai Lama dijo que cuando alguien hace tonterías en una lengua, lo importante es intentarlo, hablar y si te equivocas, haces reír a la gente y no pasa nada. Además, es muy importante hacer reír a la gente. Prefiero hacer tonterías y poder expresarme en francés. Pero eso no cambia el hecho de que el inglés está ahí como lengua remota de la infancia.
¿Qué le debe a su madre, Judy Campbell, en su inclinación a la interpretación y cómo recuerda la figura de su padre?
Es muy fácil: mi madre era la curiosidad, incluso a los 88 años, si ella supiera que estoy aquí en Aragón, sabría la vida de Catalina de Aragón, qué mujer de Enrique VIII era… Ella era un fenomenal personaje de cultura. Era actriz, su madre era actriz, su padre era actor, compraron teatros. Mi madre era un diccionario de cultura y la echamos de menos. Incluso para mis hijas ahora, Charlotte me dijo cuando interpretaba a Jane Eyre: ¿qué habría leído Jane Eyre?; cuando interpretaba a la prostituta que se iba a Nueva York, dijo: ¿qué habría leído en 1700?; y yo siempre digo, si mi madre estuviera aquí, te podría ayudar. Además, era extraordinariamente bella, una belleza muy latina porque tenía el pelo negro, los ojos negros, era, seguramente, una de las mujeres más bellas de Inglaterra. Yo era un ratón, me parecía a mi padre. Siempre me decían “Ah, tú eres la hija de Judy Campbell. Pues no te pareces a ella”; yo decía: “No, quizá yo no tengo su clase”; y me respondían: “Sí, debe ser eso”. Lo entendí y cambié de país. (risas) Mi padre me dio el rigor y el sentido del humor, que viene completamente de mi padre, y una fascinación por las personas en dificultades. Él estuvo en la Resistencia francesa, así que era un hombre muy valiente, con un parche en el ojo, era un héroe. Pero estaba en contra de las cárceles, en contra del encarcelamiento, nos manifestamos juntos contra la pena de muerte. Él creía que era una locura meter a los muchachos jóvenes en las cárceles, donde hay demasiada gente en las celdas en las que serían sodomizados en tres segundos y si no les contagiaban el SIDA, sería de milagro. Le parecía tan tonto que acogió a diez chicos en Londres, bajo su propia garantía, para que no fueran a la cárcel. Cuando fui a Sarajevo en un tanque y me bajé, porque sabía que era importante llegar a tocar las manos de las chicas de Sarajevo para decirles: “pensamos en vosotros”; sabía muy bien que, incluso si me mataban, mi padre estaría muy contento, orgulloso de mí, porque estaba haciendo algo que él habría hecho. Eso me ha inspirado toda la vida para intentar desplazarme, ir a ver a la gente y la honestidad de mi padre y de mi madre. Mi padre era un hombre de mucho rigor y, a la vez, lleno de excentricidad, que yo tengo gracias a su familia, que era de la aristocracia inglesa, pero estrafalaria y sin dinero. Su abuelo, pastor protestante, ponía cabezas sobre cuerpos de animales que no se correspondían –una cabeza distinta, sobre un cuerpo distinto– y escribía debajo “Estas son las maravillas de Dios”. Vengo de una familia grillada y eso ayuda mucho porque estás a gusto en todas partes.
¿Cómo vivía desde dentro el mito Serge Gainsbourg-Jane Birkin, que aquí en España se percibía como la imagen de la modernidad y la libertad, también sexual?
Muy bien. También era un mito en Francia y estaba muy bien. Fue un amor magnífico, era alguien que estaba muy pendiente de ti y fue una gran sorpresa, viniendo de Inglaterra, que la sexualidad fuera tan importante y que la chica se sintiera también bien. Era una atención, desde luego especial de Serge, pero quizá también de los franceses y de los rusos emigrados judíos, no lo sé, pero había un lado oriental que era, sin dudas, sorprendente. Y además de amar, me llevaba a veces a hoteles, he vivido realmente lo que me parecía una vida apasionante de amor puro e impuro. Eso inspiró Je t’aime, moi non plus, la película, e inspiró La Décadanse. Por lo demás, éramos un padre y una madre bastante convencionales con nuestros niños, íbamos a la playa a Cabourg y yo me ponía muy celosa si él miraba a las chicas y le daba patadas en la bolsa, que siempre tenía un hueco de lo furiosa que me ponía, y él estaba absolutamente aterrado de que yo me fuera con Depardieu, al que él y yo queríamos, así que lo teníamos entre los dos y estaba muy bien. Serge era un gran apasionado y lo que estaba bien era que él era tan celoso como yo. Lo que es triste en una pareja es que uno esté celoso y el otro, no. En nuestro caso, funcionó de maravilla durante trece, catorce años; después conocí a Jacques Doillon y me fui con él. Serge, quizá porque tenía veinte años más que yo, decidió ser el padrino de mi hija Lou, ser su “papá dos”, entrar en nuestra vida. Llegaba a medianoche y siempre había comida para él, tenía su habitación. Fuimos amigos hasta su muerte y el último disco que compuso fue para mí, Amours de feintes, que quería decir amor de la muerte. Su muerte me dejó pasmada, murió el 2 de marzo y mi padre murió el 8 de marzo del mismo año, y perdí los dos pilares, los que me querían a pesar de todas las tonterías que hiciera y de todo el daño que podía haber hecho –porque Serge intentó recuperarme cuando yo lo había abandonado y esa sensación fue increíble. Después de eso, cuando veo gente que no ha amado nunca o voy a lugares en guerra donde la vida es tan precaria, me digo “he sido amada, sé lo que es, he tenido unos padres magníficos, una infancia mágica, conocí a un hombre que me amó para lo bueno y para lo malo”, y creo que eso es muy raro.
¿Cómo repasa su carrera de actriz?
No era una gran actriz, Charlotte está realmente dotada. Cuando Charlotte da vida a un personaje, es absolutamente creíble tanto si es una prostituta, una reina, una princesa, como si es una perdedora, una triunfadora, cruel o divertida. Yo solo puedo ser yo, es muy limitado. Tengo mucha suerte de haber hecho tres películas con Jacques Rivette, tres con Jacques Doillon, dos con Agnès Varda, de haber hecho una película como Dust, de Marion Hänsel, para nada esperada; Sept morts sur ordonnance, con Gerard Depardieu. He tenido una suerte increíble para alguien que no tenía un gran talento como actriz. Mi hija Lou [Doillon] es una gran actriz de teatro, The New York Times dijo que había nacido para el escenario. Yo no, fue el azar. Yo era fotogénica y servía para las comedias un poco tontas y después para papeles psicológicos un poco dramáticos. Ahora, creo que sí sirvo, como acabo de hacer en una tercera película con Rivette, que tiene ochenta años, y es una comedia que he hecho para pasarlo bien –porque son tres chicas de cincuenta años y yo tengo sesenta y me parece gracioso, tres chicas sin rumbo fijo. Pero el cine está hecho para la juventud, para la fotogenia de la juventud y si hay un sitio para que yo pueda hacer algo, lo hago porque me divierte. Pero lo que me gusta de verdad es fotografiar a otros. Cuando hice Boxes y fotografié a Geraldine Chaplin, Michel Piccoli, mi hija Lou… Cuando Lou empezaba a llorar y yo no estropee el travelling que iba hacia ella… Eso es magnífico, y ¡son tus palabras! Comprendí también la satisfacción de Serge, que me tenía como intérprete de su tristeza, que no se atrevía a cantar por miedo a resultar impúdico, así que me daba a mí canciones como “Fuir le bonheur de peur qu’il ne se sauve”, “Entre le moi et le je”, canciones que hablaban de su malestar. Comprendí lo que es dar ese papel, escrito basándose en uno mismo, a otros, actores, quizá, sobre todo, a las actrices. La sensación de las lágrimas justo en el borde del ojo, no estropearlo, es muy excitante, con un equipo. Me encantaría hacer otra película como directora.
Háblenos de su experiencia como directora de Boxes, con Michel Piccoli, Geraldine Chaplin y su hija Lou.
Boxes era tan difícil de hacer, por el dinero, y al final no tuve financiación de nadie: ni de primera cadena, ni de la segunda, ni de Canal +. Al principio todo el mundo quería, por las anécdotas de Serge, por ver cómo era, etc. Pero cuando escribes una película formalmente con fantasmas, con personas que no están tan lejos de tu vida, pero a las que has tenido el pudor de darles un tratamiento formal, entonces ya no le interesa a nadie. Había un productor que quería participar y todos los actores; así que escribí a John Hurt y me dijo que sí inmediatamente, él estaba representando Beckett en Londres; Michel Piccoli me llamó y me preguntó qué hacía y yo le dije que estaba cortando el guión en inglés y en francés y que no encontraba un actor para hacer el personaje del padre. Me dijo que por qué no se lo pedía a él y le respondí que él estaba haciendo El rey Lear el sábado. Me dijo que podía estar conmigo el lunes y estaba conmigo el domingo por la tarde. A Geraldine Chaplin le di el papel de Anna y me dijo que era demasiado vieja, que llegaba diez años tarde. Le dije que era como una niña, que no había envejecido. Ella dijo que en la cámara sí se veía y que iba a estropear la película; en cambio, me dijo, haré el papel de la madre. De pronto contaba con un reparto estupendo, con actores que no necesitaban una dirección, solo necesitaban que les animaran. Esperaba su actuación. Cuando John Hurt llegó el día de antes y después apareció en el espejo, tenía que decir “Anna, soy el único que no cuenta, ni siquiera para ti”. Cuando dijo eso, con su voz tan particular, todos teníamos los pelos de punta y él estaba en el espejo. El operador jefe me hizo tocarle el brazo, todos estábamos así porque John Hurt estaba ahí. Estaba con Natacha Régnier, que hablaba inglés, y tenía mucho cuidado de que, al moverse, su chaqueta de cuero no hiciera ruido mientras ella hablaba. Me di cuenta montando la película, con la ayuda de Marie-Josée Audiard, de la atención que cada actor ponía en los otros. Cuando Lou lloraba, Maurice Bénichou estaba pendiente de ella; ella tenía cuidado de no ponerse entre Bénichou y la cámara; cada actor estaba muy pendiente del otro. Si hay algo por lo que me siento afortunada, es por haber hecho Boxes, porque si se ha visto en el cine, o ha sido ignorada, de todas maneras ahora está en internet, así que la película existe y vive; y esa es una de las bellezas de internet.
¿Cómo ha sido el salto a ser letrista de sus temas?
Ha sido fácil porque después de una obra de teatro, que son monólogos, la película, que es una serie de monólogos y diálogos, y las canciones para mí son monólogos con música. Muchos me han escrito canciones: Gainsbourg, que es probablemente el Apollinaire francés de ahora, Beth Gibbons, Magic Numbers, Divine Comedy; todo el mundo me ha escrito canciones, Souchon, todos los franceses, evidentemente. Y me dije que me gustaría escribir sobre la nostalgia de la infancia, me gustaría escribir sobre cómo era ser pequeña y salvaje en las playas, me gustaría escribir sobre Aung San Sushi, la birmana Premio Nobel de la Paz, me gustaría escribir sobre cómo es ser una chica ahora, una chica vieja: qué se siente, cómo se sufre por los hijos, cómo es tocar una cara nueva, cómo es sentir la piel masculina contra la tuya, todos esos sentimientos que son propios de todas las mujeres de cincuenta y sesenta años. Di un gran salto: de los 12 años a los 50 y eso es Enfants d’hiver.
¿Qué siente cuando está en el escenario?
Me siento desnuda. Cuando canto mis canciones en un escenario, como haré mañana, cuando son mis canciones no tengo ninguna angustia, porque son mis palabras, pero sin embargo estoy completamente expuesta. Cuando canto canciones de Serge, me escondo detrás del retrato de Serge, trato de cantarlas lo mejor que puedo, tan alto como puedo para llevarlas hasta lo más arriba que soy capaz. Cuando canto mis canciones es como quitarme el jersey, la camiseta, el sujetador, los pantalones, las bragas y al final, en zapatillas, preguntar: “¿Qué tal estoy?”. Es una sensación completamente alucinante. Me encanta.
es escritor y responsable del suplemento Artes & Letras de Heraldo de Aragón. Entre sus libros recientes están Golpes de mar (Ediciones del Viento, 2017) y Cariñena (Pregunta, 2018)