Al inicio de Bebé reno (Reino Unido, 2024), miniserie disponible en Netflix desde hace unas semanas, un hombre delgado, de barba rala y desgarbado entra a una estación de policía londinense para, tímidamente, casi disculpándose, preguntar qué tiene que hacer para levantar una denuncia. El policía de guardia le dice que con él precisamente, puede empezar. Que hable libremente: ¿qué le ha sucedido? El tipo le dice al oficial que está siendo acosado por una mujer, que le envía decenas de mensajes telefónicos al día, que no lo deja en paz en su trabajo ni en el camino, ni fuera de su casa. El policía, sin parpadear, empieza a anotar la información. “¿Desde cuándo sucede esto?”, pregunta. “Desde hace seis meses”, responde el acosado. El oficial deja de escribir, levanta la cara y mira directamente a los ojos del denunciante. “¿Y por qué tardó tanto tiempo en reportarlo?”, pregunta.
En efecto, se trata de una duda legítima, la primera de varias que aparecerán a lo largo de los siete episodios de media hora que conforman esta extraordinaria serie televisiva (de una vez lo digo: la mejor que he visto en el año) creada, escrita y protagonizada por el comediante escocés Richard Gadd, basada en su homónima pieza teatral estrenada en 2019 y en su anterior monólogo/performance titulado Monkey see, monkey do. Ahora bien, que Gadd se llame a sí mismo comediante es, por lo menos, discutible. Por lo visto en la serie televisiva –basada en sus propias experiencias de lidiar durante tres años con una acosadora serial que le llegó a mandar la friolera de 40 mil correos electrónicos–, Gadd no es tanto un comediante como un artista del performance, una especie de descendiente directo pero tardío de los dadaístas que montaron sus extravagantes y revolucionarios espectáculos en el Cabaret Voltaire del Zurich de 1916. Es decir, si usted decide ver esta miniserie creyéndole a Netflix, que la anuncia como una comedia muy divertida, le advierto: no espere reírse mucho. Nada de lo que vemos en Bebé reno es particularmente cómico.
La puesta en imágenes nos remite, de hecho, al thriller, incluso al horror. Los encuadres de los fotógrafos Annika Summerson y Krzysztof Trojnar privilegian los acercamientos a los rostros de los protagonistas, quienes son tomados a partir de leves inclinaciones de cámara y un manejo de los colores –intensos y saturados– que nos ubican desde el primer episodio en terrenos estéticos expresionistas. Por otra parte, el dislocado montaje, responsabilidad de tres editores, que nos presenta el inicio de la historia in media res para luego saltar hacia el pasado, de regreso al presente y de vuelta incluso a un pasado más remoto, está ejecutado con tal precisión dramática que es imposible perderse en la historia. Como guionista, Gadd demuestra, con una claridad meridiana, que sabe muy bien lo que quiere contar y cómo hacerlo desde su primera escena.
La secuencia ya descrita del primer episodio es el punto de partida para una personalísima pesadilla vivida por Gadd, un joven escocés que trabajaba en algún bar del barrio londinense de Camden cuando un malhadado día una mujer de mediana edad llamada Martha Scott (Jessica Gunning) entra al bar devastada, temblando, llorosa, para luego sentarse en la barra, sola y desamparada. “Sentí lástima por ella”, dice Donny Dunn (el alter ego de Gadd, interpretado por él mismo), quien narra en off su propia odisea, tan terrorífica como existencial. “Sentir lástima por alguien que no conoces es condescendiente y arrogante”, nos dice Dunn. No solo eso: en ciertas circunstancias puede resultar peligroso. La taza de té que Donny le sirve a Martha “a cuenta de la casa” –la mujer no tiene dinero– es la peor decisión que podría haber tomado el presunto comediante aunque, si uno lo piensa un poco, ese horror vivido a lo largo de tres años le sirvió a Gadd como punto de partida para cimentar su éxito profesional: un monólogo convertido en obra de teatro y transformado después en una miniserie televisiva alabada por el mismísimo Stephen King y de la que ya se dice que podría ser una de las grandes ganadoras en la próxima entrega del Emmy.
Esta inevitable contradicción es una de muchas que aparecen a lo largo de la miniserie más incómoda que haya visto en mucho tiempo (y en esto incluyo a la muy reciente La maldición, de Nathan Fielder). Porque no hay personaje al que asirse emocionalmente de manera simple y sencilla. No a la acosadora serial Martha, por supuesto, pero tampoco a la víctima propiciatoria que es Donny Dunn. La pregunta que le hace al inicio el oficial de la policía (“¿Por qué no la denunció antes?”) se responde en la medida que avanza cada episodio: la timidez de Dunn, su inseguridad, su ineptitud social, sus continuos fracasos personales y profesionales, hicieron que la súbita atención de esa extraña mujer –dizque abogada prominente, dizque consejera de políticos– le levantara el ánimo. ¡Por fin alguien me está brindando atención! ¡Finalmente alguien se ríe de mis chistes!
El origen de esta enfermiza codependencia le quedará claro al espectador en el perturbador episodio quinto, cuando veamos lo que sucedió años atrás, cuando un ingenuo y entusiasta Donny llegó al célebre festival Frige de Edimburgo, a presentar su espectáculo (anti)cómico-dadaísta en un pequeño bar ante una media docena de escépticos espectadores. El contacto con un experimentado guionista y productor televisivo (Tom Goodman-Hill) le servirá a Donny para probar los límites no solo de sus deseos de triunfo sino de sus propias aspiraciones para encajar, para no ser diferente, para ser “uno de ellos”. Se trata del capítulo más difícil de ver de toda la serie, porque revela el daño emocional que lleva cargando desde entonces Donny, demuestra su fragilidad y explica –aunque no justifique– su torcida relación codependiente con Martha.
Lo más incisivo de Bebé reno radica precisamente en esto último, en el hecho de que se niega a convertir en una inocente víctima a Donny de la misma forma en la que Martha, por más monstruosa y horrenda que nos parezca, guarda siempre una pizca de humanidad. En este sentido, la interpretación de Jessica Gunning encaja a la perfección con este objetivo: su mofletudo rostro, que inicialmente parece el de una dulce muñeca de plástico, se puede transformar en un parpadeo, sin corte alguno, en una máscara de resentimiento que suelta una verborrea de insultos, que mira con odio arrasador, que señala con un dedo amenazante y acusador. La capacidad de transformación de Jennings de un segundo a otro es todo un espectáculo. Da la sensación de que la fascinación y el asombro del Donny Dunn de Richard Gadd ante ella son genuinos.
La complejidad de los dos personajes y la indisoluble relación entre ellos llega a su punto final en el momento “Rosebud” de la serie, que tiene que ver con el título mismo. “Bebé reno” es el apodo con el que Martha se dirige a Donny desde que decide enamorarse de él y la razón de ese apodo se revelará hasta el último minuto, en el séptimo episodio, cuando la serie de televisión llega al punto de inicio. Es un doloroso instante de reconocimiento, pero no de lástima por Donny ni, mucho menos, por Martha. No hay condescendencia ni arrogancia, sino algo más difícil y mucho más escaso: empatía. ~
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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.