El martes pasado inició la 18va. Gira de Documentales Ambulante, que en esta ocasión estará presente en cinco entidades de la República, empezando por la Ciudad de México y continuando, de manera escalonada durante septiembre y hasta inicios de octubre, por Chihuahua, Aguascalientes, Veracruz y Michoacán. Además, una selección de filmes provenientes de las ocho secciones en las que está dividido este Ambulante 2023 estará disponible durante cuatro semanas en línea. Ignoro si una de las mejores películas programadas en el festival será visible en streaming después de su exhibición este fin de semana en la Ciudad de México, pero no se preocupe: de todas maneras, El caso Padilla (España-Cuba, 2022) será estrenada en el circuito de exhibición cultural en las semanas por venir.
Presentado en San Sebastián 2022 en septiembre del año pasado y luego ganador de sendos reconocimientos al mejor documental en Miami 2023 y en los premios Platino de este año, El caso Padilla es el quinto largometraje –aunque cuarto en solitario– del cineasta cubano avecindado en España Pavel Giroud. A diferencia de su obra anterior –su amable melodrama de crecimiento juvenil La edad de la peseta (2006), su sólido pero convencional drama El acompañante (2015), su documental musical codirigido con Juan Manuel Villar Betancort Playing Lecuona (2015)–, en esta ocasión Giroud ha echado de lado toda prudencia política.
Construido exclusivamente con imágenes y sonidos de archivo –entrevistas, testimonios, cartas, fotografías y audios–, en especial de las casi cuatro horas autoincriminatorias en las que el poeta cubano Heberto Padilla (1932-2000) se inmoló públicamente la noche del 27 de abril de 1971, El caso Padilla es un fascinante documental de archivo que funciona también como trepidante thriller político. A través de una precisa y concisa edición del propio cineasta –el filme no llega a los 80 minutos de duración, créditos incluidos–, Giroud alterna las célebres y pesadillescas tres horas y media del sudoroso mea culpa de Padilla con alguna entrevista posterior del poeta ya exiliado, además de la necesaria contextualización de la situación en Cuba durante esos años, desde el triunfo de la Revolución Cubana en 1959 –escuchamos la voz tronante del primer Fidel Castro– hasta el inicio del estalinismo cubano en 1968, que convertiría poco a poco a la isla en una enorme prisión de la que ningún artista o intelectual podía salir sin permiso –a menos que fueras Nicolás Guillén– y en la que podías terminar, sin aviso previo, siendo detenido, interrogado, juzgado, condenado y enviado a algún campo de trabajo por “provocador”, “resentido” o, peor aún, “contrarrevolucionario”.
En la grabación realizada por los propios miembros de la Seguridad del Estado cubano, vemos comparecer a Padilla en una reunión urgente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), dirigida por su vicepresidente, José Antonio Portuondo, pues el presidente, el laureado poeta Nicolás Guillén, estaba enfermo y hospitalizado desde hace varias semanas. Aunque esto no lo aclara el documental –Giroud solo presenta la información a través de imágenes y documentos–, Reinaldo Arenas –al que se ve sentado entre el público, viendo fijamente la comparecencia de Padilla– aclara en sus memorias (Antes que anochezca, Tusquets, 1992, pp. 171-172) que, unos días después de que fuera detenido Padilla, el 20 de marzo de 1971, Nicolás Guillén se enfermó súbita y foxísticamente, se autoingresó en un hospital militar, no recibió visita alguna durante varias semanas y salió muy sano, poco después de que Padilla hiciera su flamante confesión urbi et orbi. Arenas apunta que Guillén tuvo por lo menos “la dignidad” de no presidir ese patético juicio tropical-estalinista, aunque no estoy seguro que “dignidad” sea la palabra adecuada.
Digno –¿aunque suicida?– es más bien Norberto Fuentes, acusado por el propio Padilla en esa larga alocución como otro de los muchos artistas contrarrevolucionarios. Hacia el final de la sesión, después de la medianoche, vemos que toma el micrófono para señalar, desafiante, que él no es ningún traidor, sino solo un escritor que quiere ganarse la vida y nada más. Digno –¿pero mucho más prudente?– resulta ser Virgilio Piñera, quien, también sentado entre el público, se niega a aplaudir después de que Padilla y los demás acusados terminaran su apasionada perorata autoinculpatoria.
Por supuesto, es muy fácil señalar dobleces, flaquezas, contradicciones y hasta francas cobardías desde la comodidad y la distancia. Lo cierto es que Padilla, desde que inicia la reunión extraordinaria a las 9 de la noche, hasta que termina, a las 12:30, después del valiente exabrupto de Norberto Fuentes, habla, habla y habla, de manera muy articulada, sin titubear un instante, sobre sus “vicios” y sus “traiciones” (“Yo inauguré el resentimiento”, dice en algún momento), para luego señalar a otros “malagradecidos” con la Revolución: su propia esposa, la también poeta Belkis Cuza Malé, además de César López, Pablo Armando Fernández, Manuel Díaz Martínez, el citado rebelde Norberto Fuentes y hasta el gran José Lezama Lima, quien no se prestó a esa puesta en escena y no se presentó esa noche a esa siniestra ceremonia. ¿Acto de cobardía? Más bien un simple acto de sobrevivencia. Hay que vivir para luego seguir escribiendo.
Se podría pensar que Pavel Giroud no ha hecho nada extraordinario. Después de todo, las casi cuatro horas de la comparecencia de Heberto Padilla estaban guardadas por ahí y, de hecho, ya habían sido mostradas a algunos de los escritores –Calvino, Cortázar, Fuentes, Moravia, Paz, Sartre, Varga Llosa y hasta el fiel castrista García Márquez– que habían firmado la célebre carta protestando por el arresto de Padilla. A final de cuentas, Giroud “solo” tenía que editar esas tres horas y media para mostrar una versión “digerible” del famoso escándalo. Nada del otro mundo.
Pero no es así. Como lo ha demostrado antes el extraordinario documentalista bielorruso-ucraniano Sergei Loznitsa en The trial(2018), centrado en los juicios estalinistas de 1930, realizar un filme partiendo de imágenes de archivo no es tan sencillo. No se trata solamente del aspecto técnico –la restauración de las imágenes, la reconstrucción de los sonidos–, sino de la revelación de las verdades contenidas en esa cápsula del tiempo que son los filmes de archivo. Se trata, en efecto, de un ejercicio de edición, pero tan quirúrgico como cerebral: hay que ver en la pantalla cómo se va llenando de sudor la camisa de Padilla a medida que avanza la noche, cómo levanta la voz con una vehemencia apenas exagerada para confesar sus “traiciones”, de qué manera empieza a delatar a sus colegas y amigos –¡y a su esposa!– por esos mismos “vergonzosos” pecados, para entender que, con la elección de esos precisos fragmentos, Giroud ha reconstruido y desnudado, con una filosa lucidez, uno de los peores ejercicios totalitarios de la historia intelectual de nuestro continente.
Reinaldo Arenas describió, acaso mejor que nadie, de manera muy sucinta el episodio (“una noche siniestramente inolvidable”), cuando, en Antes que anochezca, dice que Padilla renegó ese día de toda la obra que había escrito, definiéndose además como un “cobarde, miserable y traidor”. Lo que ha hecho Giroud al rescatar las imágenes y los sonidos de este infame episodio es cambiar el dedo acusatorio hacia el régimen totalitario cubano. ¿Que ya es demasiado tarde para ello? No lo creo: nunca está de más derrumbar la pompa y la circunstancia de la mentira y el totalitarismo. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.