El color púrpura: con Spielberg y sin él

Recién estrenado, El color púrpura es un remake descafeinado: más militante y cuidadoso, pero más monótono y menos audaz que la versión que dirigiera el director estadounidense en 1985.
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Hacia el final de Los Fabelman (2022), la obra semiautobiográfica de Steven Spielberg, el joven aprendiz de cineasta Sammy Fabelman (Gabriel LaBelle) se enfrenta a su aborrecido Némesis, el popular ídolo deportivo Logan Hall (Sam Rechner), después de que el bajito y tímido judío estrenara frente a toda la preparatoria una dinámica película playera en la que su odiado abusador aparece en pantalla como un auténtico dios ario. Logan detiene a Fabelman en los pasillos de la escuela y le reclama que no se reconoció, que él no es así, como Fabelman lo retrató en esa cinta. “¿Después de todo lo que te hecho, de verdad no me odias?”, le pregunta azorado Hall. “Claro que te odio”, le contesta momentáneamente envalentonado Fabelman, “tengo un mono en la casa que es más listo que tú, eres un auténtico imbécil y un despreciable antisemita, pero te retraté así porque eso era lo mejor para mi película… No lo pude evitar”.

Este intercambio entre el cineasta adolescente y su desconcertado bully es, a mi ver, el momento clave de Los Fabelman (y no el encuentro del muchacho con el John Ford de David Lynch) porque en esa escena Spielberg nos confiesa abiertamente que no puede evitar ser lo que es: el más grande prestidigitador fílmico de su generación. No hay tema serio ni personaje siniestro ni situación dramática que Spielberg no transforme en una pieza narrativa tan absorbente como entretenida. Su cine no se presta a la gravedad –acaso con la excepción de la insólitamente sombría Munich (2005)– porque su impulso primigenio siempre ha sido divertir al respetable. Y si no les gusta, demándelo.

Este “pecado original” provocó que, en su momento, una de sus primeras obras maestras, El color púrpura (1985), dividiera tanto a la crítica como al público. Basada en la novela homónima de Alice Walker, publicada en 1982 y ganadora del Pulitzer en 1983, el filme es fiel, en líneas generales, a la historia del libro, ubicada a inicios del siglo pasado en el sur gringo y centrada en dos jóvenes hermanas negras separadas por la crueldad del abusador marido de una de ellas quien, para rizar el rizo trágico, había sido violada por su padrastro y de quien había procreado un par de hijos que el tipo había regalado recién nacidos. Desde el momento del estreno emergieron las voces que reclamaban que la adaptación spielbergiana, escrita por Menno Meyjes, era demasiado divertida para los temas tratados. Otras señalaron también la falta de sensibilidad para contar esta historia de abusos sexuales, discriminación racial y autodescubrimiento romántico-lésbico cuando todos los realizadores, empezando por el propio Spielberg, eran hombres, blancos y heterosexuales. La campaña contra la cinta tuvo tanto éxito que, a pesar de sus once nominaciones al Oscar en 1986, se fue con las manos vacías, por más que la película haya tenido cierto éxito al lanzar las carreras de su protagonista, Whoopi Goldberg, y, especialmente, de la debutante Oprah Winfrey.

Al volver a ver la película, casi 40 años después y ante el estreno del remake musical El color púrpura (E.U., 2023), es imposible negar que, en efecto, Spielberg no puede evitar ser entretenido. Hay cierta escena, hacia la última parte de la película, que muestra mejor que nada el tipo de reclamo que se le lanzó al filme en su momento. La protagonista, Celie (Godlberg), se entera que el hombre que la violó repetidamente siendo una niña, su padrastro, ha muerto. Spielberg nos lleva a la iglesia en donde está ocurriendo la ceremonia fúnebre, nos muestra el féretro donde descansa el susodicho monstruo y luego se nos indica que el tipejo ha dejado viuda a su última esposa, quien resulta ser una jovencita, apenas poco más que una niña. Cuando Celie le pregunta a la muchacha cómo falleció su padrastro, ella voltea tímidamente para contestar con una vocecita: “Murió encima de mí”. Difícil no asquearse con el horror, pero es aún más difícil no soltar la carcajada. ¿Es de buen gusto construir un gag tan efectivo usando como pretexto el abuso sexual y la violación? Seguramente que no, pero esto no lo hace menos gracioso –y, por cierto, esta escena está en la novela original, aunque, previsiblemente, en un tono nada humorístico–.

La nueva versión musical que se estrena esta semana, dirigida por el cineasta de origen ganés Blitz Bazawule, no tropieza con ningún momento similar políticamente incorrecto. La historia es prácticamente la misma de la película de Spielberg, porque el guion de Marcus Gardley, basado en la obra musical de Broadway de 2005, es más un remake del filme de 1985 que una nueva adaptación de la novela de Alice Walker. Por desgracia, se trata de un remake descafeinado: es cierto, su tono es mucho más cuidadoso, más aleccionador y más claramente militante en su discurso identitario femenino, racial y hasta sexual. Pero, acaso por esto mismo, el filme es mucho más monótono y, aunque parezca mentira, menos audaz y hasta mucho menos sensual que el filme de Spielberg. Más aún: con todo y su docena de números musicales, esta segunda versión de El color púrpura ni siquiera funciona tan bien como cine musical si se le compara con la cinta spielbergiana.

Tómese como ejemplo la emocionante secuencia en la que la promiscua cantante Shug Avery (Margaret Avery, sensacional) está cantando en un bar “Miss Celie’s blues” para su admirada admiradora Miss Celie (Godlberg), mientras a unos metros de distancia de ese pecaminoso lugar se encuentra el padre de Shug, el estricto ministro del pueblo, dirigiendo una ceremonia religiosa. El ministro y su hija no se han hablado en años porque para él la vida y la música de Shug son productos del demonio. Para apagar los ecos de la música que viene de fuera, dentro de la iglesia el coro empieza a cantar “God is trying to tell you something”. Al escuchar la tonada del góspel con el que ella aprendió a cantar, Shug deja el antro y se va por la vereda, caminando, llorosa, emocionada, rumbo al templo, porque si Dios está queriendo decirle algo, ella está dispuesta a escucharlo. Véase cómo está montada la secuencia –edición de Michael Kahn–, alternando lo que pasa afuera con las reacciones de los asistentes a la misa; véase cómo la cámara de Allen Daviau se mueve hacia los rostros desconcertados de los creyentes para luego ser transformados por la voz de Shug que viene de fuera y que irrumpe, gozosa, llena del espíritu de Dios (“Papá, también los pecadores tenemos alma”) para fundirse en un lloroso abrazo con su padre. No se trata, en efecto, de una secuencia musical, pero tiene más ritmo que cualquiera de la que ustedes me señalen de El color púrpura versión 2023. Tan fue claro para Bazawule que resultaba imposible tratar de emular esta secuencia del filme de Spielberg, que este emotivo momento se resuelve en la nueva cinta con una escena prácticamente anticlimática, con la nueva Shug (Taraji P. Henson) tocando el piano con su papá y sanseacabó.

Pero así es todo. Incluso la escena en la que Shug le canta su blues a la nueva Miss Celie (Fantasia Berrino, repitiendo su protagónico de Broadway) está montada con discreción, con el mínimo de funcionalidad necesaria, a diferencia del emblemático momento del filme de Spielberg, en el que Shug entona la canción que ella le compuso a Miss Celie, mientras se dirige hacia ella con movimientos felinos y sensuales, quitándole la mano de la boca y permitiéndole reír, feliz y orgullosa, con su abusivo marido alcoholizado Míster (Danny Glover) en el fondo del encuadre, ajeno al amor apenas disimulado de las dos mujeres. Y ya no digamos la estructura epistolar de la novela de Walker, que Spielberg rescató en aquella famosa secuencia en la que Miss Celie va leyendo las cartas que le ha enviado a lo largo de los años su hermana, mientras en pantalla y a través de corte directo, sin trucos de ninguna especie a no ser la magistral edición de Kahn y la perfecta dirección de las miradas de Whoopi Goldberg de parte de Spielberg, pasamos de un lugar a otro, de Georgia a África, de un tiempo a otro, del pasado al presente, incluso dentro del mismo encuadre. Una clase magistral de lenguaje cinematográfico que traduce la tercera parte de la novela de Walker a unos cuantos minutos de auténtica prestidigitación fílmica.

Spielberg –quien es uno de los productores de esta nueva versión– declaró hace tiempo que estaba arrepentido de haber dirigido El color púrpura. Por más que la hizo con las mejores intenciones del mundo, él no era la persona correcta para hacerlo, llegó a decir. Ante el estreno de El color púrpura 2023, la realidad es que Spielberg sí fue la persona correcta para dirigir aquella discutida primera versión, por el simple hecho de que el director de Tiburón (1975) es un cineasta de verdad. Y no puede evitarlo.  ~

+ posts

(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: