“Todos los hechos, los personajes y las locaciones de este filme son verdaderos… A excepción de los que fueron inventados”. Así reza la leyenda inicial de Sting like a bee (Italia, 2023), ópera prima del fotógrafo Leone Balduzzi o, mejor dicho, solamente Leone, como aparece en los créditos de este ingenioso filme documental que acaba de ser presentado en la sección Next: Award del Festival Internacional de Cine Documental de Copenhagen (CPH:DOX, pa’ los cuates).
Fundado en 2003, el CPH:DOX se ha convertido en uno de los festivales especializados en cine documental y/o de no ficción más importantes del mundo, con una exhaustiva programación global repartida en 16 secciones competitivas y no competitivas. Este año, la selección fue guiada por un par de temas transversales: “Body politics” –documentales centrados en el cuerpo como campo de batalla de la inclusión y la diversidad– y “Conflicted” –un cine documental preocupado por la realidad más dura, compleja y conflictiva–. En este último tema entra el provocador Israelism (EU, 2023), de Erin Axelman y Sam Eilertsen, que sigue a un par de activistas judíos estadounidenses que representan a una nueva generación de jóvenes judíos que se sienten cada vez más alienados del estado de Israel y del sionismo histórico que alimentó el sentido de pertenencia e identidad de sus padres y abuelos. Ya veremos cómo recibe el establishment de Estados Unidos esta película.
En todo caso, volviendo a la advertencia que se lee al inicio de Sting like a bee, el CPH:DOX dio cabida a un tema clásico que apareció a lo largo de varias películas de su programación. O, mejor dicho, no tanto un tema sino una persistente interrogante ética y ontológica acerca del cine documental: ¿qué tanta verdad podemos encontrar al prender una cámara? No es un tema nuevo, por supuesto: en la seminal Nanook, el esquimal (1922), el cineasta Robert J. Flaherty dirigió a su protagonista –el Nanook del título, un auténtico inuit– durante toda la película como si fuera un actor, vistiéndolo con ropas “salvajes”, haciéndolo cazar con instrumentos que ya no se usaban y ordenándole que hiciera un iglú especialmente para la película.
Cuarenta años después, en Crónica de un verano (1961), pieza clave del emergente en ese entonces cinéma vérité, los realizadores Edgar Morin y Jean Rouch construyeron toda su película alrededor de la misma reflexión: ¿realmente podemos capturar la realidad cuando colocamos una cámara frente a la gente común? ¿No será que, retomando a Heisenberg y su principio de incertidumbre, en cuanto el observador ve algo empieza a influir en lo que ve? Y, aplicado esto al cine documental, ¿no será mejor aceptar que la verdad es una mera construcción cinematográfica a 24 fotogramas por segundo? ¿No será mejor abrazar la cuidadosa reconstrucción estética como otra manera de acceder a la verdad, al estilo del mejor Errol Morris y su influyentísimo documental The thin blue line (1988), descalificado para competir por el Oscar en 1989 porque la Academia lo identificó como cine de ficción?
El debutante Leone no se anda por las ramas: Sting like a bee es un documental, claro, hasta que decide ser ficción. Sus protagonistas son auténticos jóvenes italianos que viven en San Salvo, un pequeño pueblo en las costas del Mar Adriático, no son para nada actores profesionales y los vemos en sus rutinas diarias en sus casas con sus familiares y en las calles con sus amigos. Es decir, los jóvenes son reales y su entorno igual lo es, pero también lo son sus sueños y fantasías, que gozosamente crean y recrean frente a la cámara.
Todos estos chamacos tienen algo en común: son los orgullosos dueños de un carro de tres ruedas conocido popularmente como Ape, que empezó a fabricarse en Italia en 1948. Ideal por su tamaño y por su costo para ser el primer auto de cualquiera, el Ape –“abeja” en italiano, por el sonido de su motor, que se escucha como un zumbido– es para estos muchachos y muchachas una suerte de objeto de identidad compartida. En su Ape andan de un lugar a otro, dentro de él se dan el primer beso, manejándolo pueden participar en una carrera que los convertirá en héroes. Leone ha creado una encantadora película de crecimiento y maduración juvenil alrededor de los dueños de ese susodicho triciclo que conscientemente se interpretan a sí mismos, pero, también, a versiones alternativas de lo que quieren o podrían ser. Flaherty estaría orgulloso de Leone.
En Night of the coyotes (Alemania-Austria, 2024), segundo largometraje de la cineasta austriaca Clara Trischler, presentado en la sección competitiva F:ACT Award, varios de los protagonistas están conscientemente actuando frente a la cámara. De hecho, están acostumbrados porque eso suelen hacer también cuando no hay cámaras prendidas.
Estamos en el poblado El Alberto, ubicado en el estado de Hidalgo, México, en donde sus habitantes, que apenas pasan del medio millar, viven de lo que siembran, de los animales que crían, de un parque acuático que visitan algunos turistas y, también, de cierta actividad performativa, “la Caminata nocturna”, que consiste en brindarle a cada turista la experiencia de cruzar la frontera de Estados Unidos, con todos los peligros incluidos y por solo unos 20 dólares por piocha. Organizado por los propios habitantes del pueblo que tienen sus propias experiencias que presumir –uno de ellos es migrante deportado y ahora actúa como agente de migración gringo, otro fue pollero y ahora repite ese mismo papel–, la “Caminata Nocturna” funciona como una curiosa extensión turística de los servicios que se prestan en ese lugar: senderismo, alpinismo, paseos en canoa… y ser víctimas ficticias del desierto, de los coyotes y de los agentes fronterizos. Por un ratito y nomás para ver qué se siente.
Trischler y su editora y dramaturga –así aparece en los créditos– Marielle Pohlmann alternan los ensayos en los que los habitantes de El Alberto preparan con enjundia su representación para los turistas –con todo y disparos y sangre incluidos– con la realidad de las familias separadas por la migración: niñas que han visto partir a sus padres al otro lado, alguien que rememora cuando su padre regresó de Estados Unidos y no podía reconocerlo, una madre de familia que tiene su carro y sus vaquitas pero que es hora que no puede visitar a su hija a quien no ve desde hace años. Trischler no es ajena al dolor de los personajes –más bien, de las personas– pero tampoco al humor, como en ese desternillante momento en el que el coyote ficticio, muy en su papel, le pide al migrante/turista que cante “La cucaracha” o “Cielito lindo” para ver si es mexicano de verdad, porque los centroamericanos pagan doble cuotra. Cuando el coyote no se convence, pregunta a boca de jarro quién es el gobernador más pendejo del país. “Del Mazo”, responde el migrante/turista. “Ah, tú si sabes, sí eres mexicano”, dice el coyote sin parpadear.
En Phantoms of the Sierra Madre (Noruega-Finlandia-E.U.-México, 2024), quinto largometraje documental del consolidado cineasta noruego desconocido en México Havard Bustnes, hay otro tipo de representaciones que vamos descubriendo en la medida que avanza el filme. De hecho, desde el inicio, el protagonista, el danés de edad madura Lars K. Andersen, parece estar actuando en su propia aventura épica: fascinado desde muy niño por los apaches a partir de la lectura de un libro escrito por el antropólogo y aventurero noruego Helge Ingstad, Lars ha decidido investigar si es cierto o no que todavía viven apaches en algún lugar del norte de nuestro país, en la Sierra Madre del título. Así pues, primero visita la reservación apache Mescalero, ubicada en Nuevo México, en donde se encuentra con los descendientes del legendario Gerónimo (1809-1909), quienes conocen la leyenda de que sigue habiendo apaches en México, aunque nadie los ha visto, ni siquiera ellos, que han visitado nuestro país en varias ocasiones.
Andersen no se da por vencido y decide cruzar la frontera hacia Chihuahua en compañía de Pius García, un nativo americano de ascendencia mexicana y tataranieto oficial de Gerónimo, con el fin de resolver el misterio si todavía siguen viviendo apaches en nuestro país. En el trayecto, que incluye a México, Estados Unidos y hasta Noruega, Andersen descubrirá no solo que ha estado soñando con una representación creada por alguien más –por el indianajonesco noruego Helge Ingstad– sino que se topará con otro tipo de representaciones (in)conscientes, como el de esas blanquísimas señoras mexicanas que juran y perjuran que descienden también de Gerónimo, ante el escepticismo inicial y luego la franca molestia de Pius, que las acusa de una delirante apropiación cultural.
La aventura inicial de Phantoms of the Sierra Madre finaliza en una pertinente reflexión sobre a quién le pertenece la historia, quién debe contarla, de qué manera se debe de hacer y, al final de cuentas, cuáles son los límites para encontrar la verdad, si es que puede encontrarse. El director Bustnes, que aparece de vez en vez fuera de cuadro para cuestionar a su obsesivo y obsesionado protagonista, termina preguntándose esto precisamente. Andersen brinda la respuesta frente a cámara, al editar el guion del documental que hemos estado viendo. Es un gesto generoso, sin duda alguna, aunque, ¿no será que Lars también está actuando frente a la cámara? ¿No será que está jugando un papel frente a nosotros? ¿No será que…? Oh, bueno, qué remedio. Así es el cine documental. Especialmente el bueno. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.