Tristana (Catherine Deneuve) se encuentra frente a dos calles idénticas. No sabe cuál tomar, así que le pregunta a su criada qué camino se le antoja seguir. “Me da lo mismo, señorita”, contesta la empleada. Tristana lo piensa un momento y se decide por uno de ellos. Cuando van atravesando la calle, aparece un perro con rabia, lo que obliga a las dos mujeres a refugiarse, temerosas, en un patio abierto. En ese lugar, Tristana conoce a un pintor (Franco Nero), del que se enamora. Ese azaroso encuentro cambia la vida del personaje y, por ende, el sentido de la película que estamos viendo.
Una mujer enamorada toma una decisión criminal impulsiva. Confiada con una fuerte cantidad de dinero por su patrón, Marion Crane (Janet Leigh) toma los billetes, hace una apresurada maleta, se sube a su auto y se enfila sin rumbo fijo por la carretera. Toma una desviación equivocada, es de noche, está muy cansada, empieza a llover y Marion no tiene más remedio que pararse en el primer motel que encuentra, regenteado por un amable jovencito llamado Norman Bates (Anthony Perkins). El azar ha llevado a Marion al lugar en donde será asesinada.
La precariedad del orden en el que nos movemos, el azar que determina buena parte de nuestra existencia, fueron temas recurrentes en las obras de Alfred Hitchcock y Luis Buñuel, como dejan claro estos momentos marginales de Tristana (Buñuel, 1970) y Psicosis (Hitchcock, 1960) que, por supuesto, no son en realidad nada marginales: la suerte –o la falta de ella– ha decidido el destino de los personajes ya citados. Que ese par de viejos perversos fueron una suerte de gemelos espirituales separados al nacer se confirma con aquella famosa anécdota en la que Buñuel y Hitchock se encontraron alguna vez en la casa de George Cukor junto a otros grandes maestros de la época dorada hollywoodense: Billy Wilder, John Ford, George Stevens, William Wyler, Robert Wise, Rouben Mamoulian y Robert Mulligan. El británico, sentado al lado de don Luis, le confesó que no podía olvidar la escena en la que Tristana aparece tocando el piano y, a través de un lento movimiento de cámara, nos damos cuenta que ya no tiene una pierna. Ya más noche y entrado en copas, el fetichista Hitchcock le siguió diciendo al fetichista Buñuel, “La pierna, Luis, la pierna”.
Qué habría dado Woody Allen por haber estado en esa cena, celebrada en noviembre de 1972, al lado de sus dos más notorias influencias tardías. Y es que aunque el lugar común señala que el Allen en plan “serio” no es sino una derivación más o menos afortunada del cine de Bergman –en Interiores (1978), Septiembre (1987) y, sobre todo, en la extraordinaria La otra mujer (1988)– y aunque tampoco le han faltado los divertimentos fellinianos –Recuerdos (1980) como su propio 8 ½ (1963), Alice (1990) como su Julieta de los espíritus (1965) y El gran amante (1999) como su versión de La strada (1954)–, la realidad es que la influencia de Hitchcock y Buñuel ha estado presente en la última etapa alleniana, especialmente a partir de su obra mayor La provocación (2005), en la que el crimen, la culpa y el azar juegan un papel fundamental para que cierto calculador joven arribista se salga con la suya después de cometer un asesinato.
En esta última cinta, sin duda la más sensual y sexual en toda la filmografía alleniana, el propio criminal, voz en off mediante, nos indica su creencia en la suerte: es mejor tenerla que ser una buena persona. La imagen inicial de una pelota de tenis suspendida en el aire, en medio de la red, subraya el provocador sentido (a)moral del filme: se gana el partido si la bola cae de un lado, se pierde si cae del otro, y no se puede hacer nada al respecto. En sentido estricto, no tenemos control de lo que sucede a nuestro alrededor, por más que pensemos lo contrario. Se trata de la “precariedad del orden existente”, diría Hitchcock; se trata del azar que rige nuestra existencia, agregaría Buñuel, quien alguna vez dijo, medio broma, medio en serio, que él podría demostrar, por lo menos en teoría, que el nacimiento de Napoleón se debió a que muchos siglos atrás, un romano se rascó la nariz en cierto momento y no en otro.
La sombra de Hitchcock, pues, se yergue en el cine de Allen, sobre Los inquebrantables(2007) y, especialmente, Un hombre irracional (2015), que está llena de reflexiones criminales hitchcockianas. En cuanto a la influencia de Buñuel, esta aparece no solo en las citas directas de sus películas –el joven Buñuel de Medianoche en París (2011) al que el protagonista le regala la idea de El ángel exterminador (1963); el homenaje onírico a esta misma cinta en Rifkin’s festival (2020)–, sino en el constante papel que tiene el azar en las historias allenianas. Un azar que no es, diría Buñuel, lo mismo que la gratuidad caprichosa o el absurdo dadaísta.
La realidad es que Woody Allen cree en el azar, como Buñuel, y está convencido de que no tenemos control de buena parte de nuestras vidas, como lo señalaba Hitchcock. Algo por el estilo ha dicho en innumerables entrevistas y hasta en sus muy divertidas memorias, A propósito de nada (Alianza, 2020). Más vale estar en el momento adecuado, conocer a la persona debida, cruzarse con la oportunidad inesperada, que tener talento. Aunque el azar, por supuesto, no siempre será favorable. De hecho, como dice un personaje de su más reciente película, Golpe de suerte en París (Francia – E.U. – Reino Unido, 2023), una simple casualidad nos puede llevar no a la felicidad sino a la desgracia: “la vida no es más que una broma siniestra”.
Esto es lo que sucede a los personajes centrales del quincuagésimo largometraje de Allen que, a más de un año de su presentación en Venecia 2023, ha llegado finalmente a las salas cinematográficas de nuestro país. Realizado cuando el cineasta rozaba los 88 años, Golpe de suerte en París podría ser el último filme realizado por el director de Dos extraños amantes (1977). No solo por su edad, por supuesto, sino porque en su propio país el cineasta es un auténtico apestado moral sin posibilidad de apelación alguna, por más que jamás haya sido encontrado culpable de un solo delito. No deja de ser una cruel ironía que Allen no pueda seguir haciendo cine en Estados Unidos, aunque la fiscalía que lo investigó por abuso sexual no llevó el caso ante la corte porque no encontró una sola evidencia al respecto, y que al mismo tiempo alguien que fue declarado culpable de 34 delitos acabe de ser elegido presidente por segunda vez.
Seguramente Woody Allen se encogería de hombros para luego escribir una regocijante one-liner al respecto, como algunas de las que dicen los personajes de ¿su última película? El golpe de suerte del título ocurre al inicio del filme, cuando Fanny Fournier (Lou de Laâge), la despampanante empleada de una galería de arte, se encuentra en una calle de París con Alain (Niels Schneider), un antiguo compañero de escuela en el líceo francés de Nueva York. Alain no puede creer tanta suerte: se ha topado con la muchacha de la que estuvo perdidamente enamorado cuando era adolescente, a tal grado que su efímero matrimonio se debió a que su esposa tenía un vago parecido con la encantadora Fanny. Como en otras historias allenianas, este encuentro lleva al intercambio de libros, a citas poéticas, a paseos por el parque y, llegado el momento, a compartir la cama en la demasiado encantadora buhardilla en la que vive el escritor bohemio Alain. Todo sería perfecto si Fanny no estuviera casada con un misterioso hombre de negocios, Jean Fournier (Melvil Poupaud), cuyo éxito económico es indudable, aunque nadie sepa a qué se dedica exactamente. Cual Tom Ripley repensado por Allen, Jean es educado, encantador y hasta sofisticado, pero su mirada puede ser dura y sus modales bruscos. El nerviosismo constante de su “esposa trofeo” lo lleva a sospechar de su infidelidad, que de inmediato confirma. Jean es hombre de acción, no de suerte, así que decide tomar cartas en el asunto.
Como ha sido costumbre en el cine de Allen a lo largo de las últimas dos décadas, su puesta en imágenes es ejemplarmente económica. Al igual que su contemporáneo Clint Eastwood, Allen es conocido por planear sus escenas de la manera más funcional posible, en un estilo que empezó a desarrollar en su obra maestra Crímenes y pecados (1988). Es decir, estamos ante la ágil acumulación de diálogos y acciones sin corte alguno, para darle completa libertad interpretativa a sus actores en constante movimiento. La elegante cámara de Vittorio Storaro sigue de manera natural a los personajes caminando en exteriores o moviéndose en interiores, pasando de una habitación a otra, en una veintena de tomas extendidas de uno, dos o hasta tres minutos de duración. La ejemplar funcionalidad del encuadre que maneja Storaro se complementa estéticamente con el arrobador uso del color: el París de este filme alleniano está bañado por una luz dorada que ilumina los rostros apasionados de la insensata pareja de adúlteros. Es como ver un filme de amor filosófico de Rohmer que desembocará en un arrebato violento de Chabrol, en una irónica vuelta de tuerca de buena/mala suerte.
A estas alturas de su carrera, después de 50 largometrajes dirigidos a lo largo de 55 años, el director de Zelig(1983) no tiene nada que demostrar –ni siquiera su evidente inocencia, como lo ha dicho en sus memorias: bien sabe que, al final de cuentas, la gente creerá lo que quiera creer, por más que la realidad diga otra cosa. Si Golpe de suerte en París es la última película dirigida por el mejor y más consistente cineasta estadounidense de los años 80, es una dignísima despedida: estamos ante un sólido thriller tan funcional como elegante, realizado por un autor que rozando los 90 años de edad sigue fiel a sí mismo y a los temas que le han preocupado a él y a otros antes que él, como Hitchcock y Buñuel: el amor, la muerte, la conciencia, el azar y la precariedad del orden existente. Desde algún lugar, un par de viejos perversos asienten, satisfechos. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.