La gente es idiota porque no le gusta Sirât, viene a decir algún crítico en algún diario de tirada nacional. La película de Oliver Laxe llega nada menos que con un premio de Cannes, exclaman con el dedo levantado, pero el público se sale del cine antes del final. La única explicación que encuentran a este éxodo es que no está hecha la miel para la boca del asno, y citan a un montón de intelectuales para confirmarlo. “Estamos tan atiborrados de McDonald’s que ya no somos capaces de reconocer la buena comida”, dicen que dice uno.
Tal es mi pasión por la verdad y los sabores reservados a la aristocracia que invertí una cantidad considerable de dinero en ir al cine. Vi una una road movie sonora e hipnótica que sintetiza El bueno el feo y el malo con 2001: Una odisea en el espacio. De Sergio Leone renueva el viaje por el desierto, el margen social, la guerra de fondo y los personajes dispares que cooperan para lograr sus objetivos. De Kubrick toma una inmersión auditiva y visual, a través de planos largos e inquietantes de pequeños vehículos moviéndose por la vastedad, que no desearíamos que acabase nunca.
Pero acaba. No voy a destripar la película, pero nuevos giros argumentales llegan a mitad de metraje, y es ahí donde empieza lo interesante: esta no es la historia que creíamos que era. Laxe ha roto el juego, como si del pecho de Paco Martínez Soria no saliera un gran pesar por sus hijas, que se han descarriado en la gran ciudad, sino un pequeño Alien que nos hace temblar por Rafaela Aparicio. Ese tipo de mezclas son el terreno fértil de las películas de serie B, que alardean de unir fructíferamente tiburones y tornados, payasos extraterrestres, Cristo y vampiros, curas y dinosaurios, etcétera. Cuando no es explícito, como The Prestige de Christopher Nolan, es una estafa: la narración juega con unos parámetros que no le muestra al espectador hasta el final, como quien firma un contrato con la compañía de seguros.
Así, Sirât pasa del viaje de Leone y Kubrick a algo que podría ser el drama por el drama de Lars von Trier o el humor macabro de George A. Romero. De modo que el público cae en distintos refugios:
El espectador 1 se suma a los críticos, acepta el drama por el drama y adopta el lema “todo el mundo es tonto menos yo”.
El espectador 2 opta por el humor macabro y espera la próxima desgracia para estallar en carcajadas.
El espectador 3 combina ambas y adopta una postura paternalista similar a la que se toma con Paul Naschy: asumir el drama y a la vez el humor, que se figura involuntario.
El espectador 4 es el que se sale del cine. Se siente estafado, porque esos giros argumentales incumplen las cuatro reglas del cine, y en su desesperación empatiza con el dolor de las activistas de la CUP cuando se enteraron que se habían liado con policías infiltrados.
Este espectador 4 es al que se refieren las críticas. Le llaman idiota con Susan Sontag: “Las películas que generan rechazo suelen ser las más fértiles”, “si el gran público recela del arte de vanguardia, rechaza la novela moderna y detesta la arquitectura racionalista, ¿por qué iba a ocurrir algo diferente con el cine atípico?”. Pero se les olvida que Walter Benjamin incluyó esa misma idea en la versión de 1935 de La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica, pero la cambió en la versión de 1937 por otra más realista: en el cine el disfrute está unido a la crítica. Siempre hay a mano alguna cita de algún intelectual para justificar lo que nos apetece.
El cuarto espectador no puede disfrutar cuando la película deja todas las premisas iniciales inconclusas, en una especie de anti deus ex machina, y piensa cómo podrían haber sido las cosas. Si en El bueno el feo y el malo la guerra es un trasfondo que arroja una mirada cínica al poder y al sacrificio inútil, aquí solo es un macguffin para los propios giros de guión que arruinan la película. O si en 2001… el viaje físico por el espacio se transforma en un viaje lisérgico por la evolución y la trascendencia, en Sirât hay un momento decisivo, cuando los personajes toman droga, en que el espectador 4 piensa que empieza lo guapo de verdad, que la pantalla se va a llenar de coloritos y el viaje físico por el desierto se va a transformar en un viaje espiritual por el dolor y el ser.
Pero no. Pasan nuevas cosas absurdas, y un personaje se pregunta cómo es posible que no hayan ocurrido antes. El espectador 4 se retuerce de dolor en la butaca, el espectador 1 de falso misticismo, el 2 y el 3 de risa.
Hay un quinto espectador. Se trata de una evolución del cuarto, cuando recuerda las palabras de Pasolini: “Escandalizar es un derecho, escandalizarse es un placer, y quienes se niegan a ser escandalizados son unos moralistas”. Ese espectador 5 es consciente que todo es artificio, y se deleita en el placer de haber sido escandalizado por la falta de respeto a las cuatro reglas, que en el fondo qué más dan. Por añadidura se ríe de la fanfarronería de la profundidad que nadie entiende y que requiere de un montón de citas intelectuales. Incluso le puede sacar una lectura interesante: que todo encuentro del ser humano con el mundo es irónico, como propone el filósofo ultrarracional Ismael Crespo Amine en su último libro, Experiencia irónica y civilización. Y sobre todo admira la ambigüedad: ¿nos ha tomado el pelo de forma sublime Oliver Laxe, a riesgo de su propia reputación entre el público? Si así fuera, piensa el espectador 5, ello más bien le encumbraría a sus ojos. Sí que hila fino Laxe, va a por todas.
El espectador 5 también recuerda que el arte se consuma en su recepción, según decía Benjamin. Por tanto, con tantas recepciones distintas, Sirât ha de ser una gran obra de arte. Pero la recepción no es todo. Si así fuera, reflexiona, sería más obra de arte preguntarle a un jefe, el primer día de trabajo y delante de todo el mundo, si va a ir a la huelga, y ante su interés cortés pero suspicaz responderle “la de esta que cuelga”. El espectador 5 halla en este pensamiento el disfrute último de Sirât, y le hace una mueca de agradecimiento a Laxe. Qué bien sabe esa buena comida reservada a los aristócratas de la que hablan los críticos.