La película empieza en la cama donde una pareja joven desvestida se despierta en actitud amorosa, pero no hay voluptuosidad en ese arranque ni en el resto de Nuestra hermana pequeña; Hirokazu Koreeda es como director recatado, y las turbulencias eróticas, los deseos, las infracciones de la moralidad convencional, que no faltan nunca en su obra, forman una sustancia dramática esfumada, enunciada a veces y nunca explícita. Koreeda es un gran poeta del understatement.
Al lecho le sigue el velatorio, y al duelo la comida, componentes de un ciclo natural que su cine explora insistentemente, dentro del marco, a veces astillado, de la familia. En este último y excelente filme, la muerte que domina los nimios acontecimientos es la de un padre de dos familias que rompió con su primera esposa, madre de tres hijas, y tuvo una cuarta con la segunda, cuya viudedad da pie a unos iniciales quince minutos de metraje ceremoniosos y levemente sarcásticos. Lo que enseguida advierte el espectador es que la acción se va a desarrollar en un claustro femenino, el de las tres hermanas adultas, que acogen en él a la hermanastra de quince años, no tanto por caridad como por provecho: en esa muchacha dulce, bella y sensata ven algo así como la rectificación de sus propios padres fallidos, el hombre que las dejó tiradas y la mujer abandonada que las abandonó a ellas mismas. La aparición tardía de la madre de las tres hermanas mayores, a propósito de otro rito fúnebre, la muerte de la abuela, da pie a un abanico de escenas de delicado humorismo que desembocan, sin estridencia, en el conmovedor diálogo y acto de comprensión de la hermana mayor Sachi respecto a esa madre esquiva y ligera de cascos.
Como en su obra maestra Still walking (2008), la trama argumental se teje en torno a un personaje ausente y fallecido; en esta, como se ha dicho, el padre fantasma de dos hogares, en aquella Junpei, hijo primogénito de la familia protagonista, que se ahogó accidentalmente, marcando con su muerte a sus padres (ancianos en el presente del relato) y hermanos, que, ya casados, pasan con sus propios hijos de corta edad un día en el hogar paterno de la ciudad costera de Kamakura, en un movimiento inverso al que se producía en el clásico de Ozu Cuentos de Tokio, donde eran los ancianos quienes visitaban a sus hijos mayores en la capital. Hay que decir que a Koreeda se le adjudica el papel de heredero del trono estilístico del gran Ozu, pero yo opino que esa estirpe tiene en el cine japonés actual otros aspirantes de talento; el director, sin eludir la parentela con su compatriota, se reclama más cercano a Víctor Erice y Ken Loach, rara pareja.
Nuestra hermana pequeña seduce desde principio a fin como sutil estampa de relaciones y comportamientos, y el lirismo que es sello de Koreeda no tiene en este caso brotes de alto calibre como era en Still walking la estremecedora secuencia de la mariposa que entra en la casa de noche y es perseguida por la madre (la extraordinaria actriz Kirin Kiki, que hace un breve papel aquí, después de su rutilante protagonismo en Una pastelería en Tokio de Naomi Kawase), convencida de que en ese mínimo volátil está el espíritu de su hijo ahogado. Tampoco incurre el director en los toques de inocencia macabra de otro estupendo título suyo, Nadie sabe. La nueva vida de las tres hermanas Koda con la pequeña Asano trascurre por cauces de comedia pastoral –la importancia que tienen los frutos del ciruelo y su intoxicante licor– y desdicha benigna incluso en lo mortuorio, siendo siempre lo esencial la pintura, de pincelada suave aunque precisa, de lo cotidiano: el fútbol de los escolares, la epifanía de los fuegos artificiales, la llegada a puerto de los alevines que todos quieren devorar en un extraño preparado culinario, y sobre todo el día a día de las hermanas, en el que cada una tiene su papel bien definido, Yoshino la simpática presumida, Chika la atolondrada dependienta en una tienda de prendas deportivas, y la mayor Sachi (gran actriz Haruka Ayase) encallada en una relación amorosa con un pediatra casado sobre un fondo, interesantísimo, de las rutinas del hospital donde Sachi trabaja en cuidados paliativos. La pequeña Suzu las observa y les toma el pelo, las tranquiliza con su candor y las ayuda con su clarividencia.
La comida tiene en el cine de Koreeda una sensualidad inusitada, que trasciende la formalidad ritual que se veía en Ozu o el simbolismo de clase, tan zumbón, de tantas películas de Chabrol. Es memorable el pregenérico de Still walking, en que madre e hija pelan rábanos y zanahorias en primerísimos planos y van cocinando los distintos platos de la comida familiar mientras revelan la morfología de los comensales. También las apetencias insatisfechas de los hermanitos separados de Milagro o el hambre pura y simple de los niños abandonados de Nadie sabe cobraban un relieve singular. En Nuestra hermana pequeña los avatares del restaurante que va a cerrar y dejar de servir sus emparedados de pececillos, la gula impertinente de la hermana Yoshino, la fascinación generacional con el aguardiente de ciruelas son episodios de una felicidad amenazada que, en su robusta simpleza de cocina casera, produce a los personajes del filme un gozo inmediato que nos trasmiten.
Lástima que el director tenga tan mal oído para la banda sonora de sus películas. Es música melódica y occidental, por así decirlo, y sobra casi siempre. En Nuestra hermana pequeña está llevando a algunos a proclamar que Koreeda ha caído víctima del sentimentalismo. Nada más lejos de la realidad de su lacerante mirada compasiva. Pero las cuerdas melifluas de la compositora Yōko Kanno son un tormento. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).