Quizá ninguna obra de ciencia ficción se base menos en el texto y la narrativa lineal, y más en el estilo visual y el tono, que Æon Flux de Peter Chung. No la película de acción de Karyn Kusama de 2005, visualmente impresionante pero insatisfactoriamente directa, sino la serie de animación de los años noventa creada para Liquid Television de MTV. La serie resuena mucho con nuestra actual obsesión –y confusión– respecto a una red de ideas sobre la vigilancia, la privacidad, la transparencia, el espectáculo, los actos performativos, la ética y los efectos de observar y ser observado. Décadas después, Æon Flux sigue presentando una alternativa fresca a la moralización en blanco y negro sobre la vida en una sociedad de vigilancia. La obra toma en serio el poder opresivo de la misma, pero es obstinadamente lúdica, y no tiene miedo a señalar con qué frecuencia nos exponemos voluntariamente a la lente que todo lo ve.
Chung, un animador veterano conocido por su trabajo en Aventuras en pañales, Las Tortugas Ninja y Transformers, crea una estética que mezcla anime japonés, expresionismo alemán y ciberpunk. Sus paisajes urbanos angulosos, sobrios, a menudo brutalistas, están poblados por personajes humanos alargados, distorsionados y fluidos, dibujados al estilo del retratista austriaco del siglo XIX, Egon Schiele.
La serie se desarrolla en Monica y Bregna, dos futuristas ciudades vecinas que se encuentran permanentemente en guerra, a pesar de que la causa del conflicto, y lo que está en juego en él, siempre permanecen la bruma. Bregna es el lugar donde se desarrolla gran parte de la acción de la serie, con la protagonista Æon, una agente secreta estafadora, navegando los caminos y resquicios de la ciudad, un estado de vigilancia dirigido por el incontenible sinvergüenza Trevor Goodchild. Æon y sus compañeros usan ropa de alta tecnología que combina el charol y los arneses del mundo BDSM con toques de thriller de espionaje tecnofetichista (pensemos en las tirolesas, los lentes de espía y las fantasiosas pistolas mejoradas de James Bond), además de cascos y armaduras al estilo Stormtrooper inspirados en la ciencia ficción steampunk y distópica, que recuerdan a los atuendos militares fascistas de la Segunda Guerra Mundial.
En obras memorables de ciencia ficción, el tono, el estilo y los pertrechos tecnológicos que conforman una determinada visión del futuro perduran tanto o más que la trama y los personajes, desde la grandeza polvorienta y curtida de Tatooine en La guerra de las galaxias, hasta las gabardinas negras, las gafas de sol y el ballet en tiempo-bala de Matrix. Lo mismo ocurre en la literatura: pensemos en la prosa meditabunda y a menudo formal de Isaac Asimov en sus clásicas historias de robots (“La generalización radical que se le ofrecía, i.e , su existencia, no como un objeto particular, sino como miembro de un grupo general, era demasiado para él”) o en el narrador autoconsciente de Ursula K. Le Guin en La mano izquierda de la oscuridad, que reconoce la parcialidad de su propia versión del relato, haciendo hincapié en el enfoque antropológico de la autora sobre la vida y la cultura en el planeta Gethen (“La historia no es toda mía, ni contada sólo por mí. De hecho, no estoy seguro de quién es la historia; ustedes pueden juzgar mejor”).
Las narrativas de Æon Flux son famosamente enigmáticas, su moralidad es opaca y la prioridad de Chung es la estética. En 1992 le dijo a la revista Sound: “Estaba interesado en experimentar con la narrativa visual, contar una historia sin diálogo […] Para mí hay una sólida historia debajo de toda la acción. No es realmente importante para mí si todos están de acuerdo en cuál es esa historia”. Más tarde, en la misma entrevista, dijo: “Lo que me interesa del cine es que no es un medio literal ni lineal … Todo son imágenes externas, todo es físico”. El aspecto más externalizado y tangible del estilo de Æon Flux es su fascinación con la vigilancia, la transparencia y lo que les sucede a las personas cuando están observando secretamente, o cuando sospechan que están siendo vigiladas o, cuando se sienten seguras de que nadie las mira.
Esto podría llevar a pensar que Æon Flux es escalofriantemente profética, o que está cargada con invaluables lecciones para lidiar con el caótico escenario de la tecnología y la sociedad actual. Lamentablemente, la serie no tiene respuestas para nosotros: no hace prescripciones políticas ni defiende ningún terreno filosófico. Lo que hace de manera extraordinaria es dramatizar la dificultad de desenredar la vigilancia de la curiosidad, el erotismo y el deseo, nuestras esperanzas de hacer que el poder rinda cuentas y los placeres que sentimos al montar un espectáculo. Su mundo de ciencia ficción nos permite apreciar por qué sigue siendo tan difícil definir nuestros propios términos cuando intentamos hablar sobre la vigilancia omnipresente y sus consecuencias.
Æon Flux comenzó como una serie de viñetas sin diálogo con duración de entre dos y cinco minutos, transmitidas por MTV en 1991 y 1992, en las cuales el personaje principal moría (¡!) al final de cada episodio. En 1995, la cadena emitió una temporada de diez episodios de media hora, con diálogos, coqueteando así con una mayor continuidad. El primero de estos episodios más largos, “¿Utopía o Deuteranopía?”, trata principalmente de la vigilancia, la transparencia y el voyerismo.
El episodio tiene una trama bastante clara para los estándares de Æon Flux: Trevor Goodchild inicia su liderazgo de Bregna al declarar un régimen de apertura radical, que inaugura al literalmente desnudarse en un video en vivo frente a una reportera y su cámara flotante montada en un dron. A continuación, en la misma escena, matará en cámara, después de que la reportera, que resulta ser una asesina, lo ataque. Æon y su desventurado compañero, Gildmere, tratan de frustrar el recién establecido dominio de Trevor, mientras buscan averiguar qué hizo con Clavius, el líder anterior.
Sin embargo, cuanto más observamos, más se enredan los hilos: no sabemos por qué Trevor quiere estar al mando, ni cuáles son las nuevas políticas que quieres poner en marcha (más allá de la “nueva apertura”, de la cual no se nos ofrece mayor contexto), o qué mueve a Æon a estar en su contra. La trama carece intencionalmente de, u oculta por completo, cualquier sentido sobre lo que está en juego. Æon y Trevor parecen estar jugando un juego erótico del gato y el ratón al mismo tiempo que maniobran políticamente, y Gildemere, que le es leal a Clavius, parece un bufón que representa los esfuerzos errados del espectador de encajar la trama en el género del espionaje o del thriller político.
Lo que impacta más que la trama resbaladiza es el estilo, los pequeños detalles arquitectónicos y tecnológicos, y las escenografías virtuales: Trevor desnudo, ágil y triunfante, frente al zumbido de un dron; la mirada sorprendida de la periodista con la imperturbable cámara, las repetidas tomas de los personajes de cuerpo como serpentina de Chung, enrollándose como tendones sin huesos alrededor de esquinas y pilares, observándose sigilosamente unos a otros; la cámara de seguridad que transmite a Goodchild durmiendo, y el artilugio a lo Ferris Bueller que lo desliza discretamente debajo de la cama y lo sustituye por un maniquí. La forma en que nuestra mirada es canalizada a través de las lentes de las cámaras una y otra vez, las imágenes que distorsionan aún más los cuerpos de los personajes (en un momento, Æon se dirige a una cámara y su cabeza se ve enorme, como la de una muñeca Bobblehead); la escena en la que Æon apresa a Trevor y lo obliga a ver mientras un adorable guardia de seguridad le frota y le besa los pies; la manera en la que todos los edificios de Bregna están construidos con grandes ventanas que dan a la calle y a las demás ventanas, creando un panóptico urbano total en el que todo el mundo tiene el placer (¿y el deber?) de observar y de ser observado. Hasta las escenas de combate se ven distorsionadas por la fijación del episodio en mirar: en un momento dado, Æon tira a Gildemere de una escalera e, inexplicablemente pasamos de una perspectiva de tercera persona que nos permite seguir fácilmente la acción, a la perspectiva de Æon mientras el hombre rebota contra el pavimento.
El episodio comienza con una vista urbana hiperindustrial. La cámara “animada” se desplaza sobre una sección de la vida urbana, al estilo de una casa de muñecas: un auto cargado de cajas se detiene frente a un ascensor, un hombre tira una caja por una cornisa –de manera intencionada o no, nunca lo sabremos. Æon parece cargar la caja en el auto y, el hombre que la tiró irrumpe por una puerta, con cara consternada, justo mientras Æon desaparece de nuestra vista. Esta es la típica narración de los primeros miniepisodios de la serie: nadie sabe a ciencia cierta qué pasa y a nadie realmente le importa. En cuestión de segundos, la cámara en movimiento hace que nos demos cuenta de que hemos estado observando a través de los ojos de Trevor, cuando dice: “el estado no observado es una neblina de probabilidades, una ventana de, y para, el error. El observador observa, la niebla se colapsa, un evento se resuelve. Una teoría se convierte en certeza. ¿Cuál es la verdad? Dime si lo sabes y no te creeré. Las cosas nunca son lo que parecen.”
Mientras vemos y escuchamos “¿Utopía o Deuteranopía?”, nos vemos inundados por discursos de estas sacrosantas nociones de vigilancia, privacidad y transparencia –verdades y mentiras, interpretación y realidad–. Sin embargo, Chung y el resto de los cineastas exponen sus argumentos de manera instantánea en esta primera toma de la serie: ninguno de estos términos culturalmente cargados es sagrado, y todos están aprovechando estas ideas por razones diferentes, ya sea para justificarse a sí mismos, para esconder sus verdaderos motivos, para aferrarse al poder, o simplemente por la adrenalina. En el episodio, Trevor anunciará que “nada es sagrado, nada es secreto”, y después ensalzará con el mismo fervor las virtudes de la privacidad, mientras conduce a Æon a una cita secreta dentro del cuerpo vacío del exlíder de Bregna: “yo le daré libertad. Verdadera libertad. Libertad de las miradas indiscretas y de las expectativas. Un lugar privado. Un lugar nuestro.”
Sorprendentemente, se trata de un conjunto de maniobras muy propias de la década de 2020. Æon Flux aprecia que aquello que atraviesa y confunde nuestras devociones sobre la privacidad, nuestras respuestas inconsistentes a la vigilancia, es que a muchos de nosotros nos gusta observar a los demás, y anhelamos que nos observen. A lo largo del episodio, y de la serie, Æon y Trevor son posicionados como adversarios. Pero también son adictos, de manera perversa, a girar el uno en torno del otro en una especie de coreografía política-erótica-competitiva intensamente cargada. Mientras más ves este episodio, más te sientes atraído a su órbita: estamos observando a personas observando a otras personas que saben que están siendo observadas. Sus acciones se adaptan a la presunción de que son observadas, así que todo es inherentemente teatral, hasta cuando está escenificado para parecer espontáneo.
Hoy en día, lo que nos desborda son las premisas artificiales de reality shows, de transmisiones de Twitch, de cámaras en dormitorios de OnlyFans, de tiernos vlogs familiares. Mientras tanto, navegamos las imposibles negociaciones de nuestra privacidad, desde las cámaras en los timbres a las filas de seguridad en aeropuerto, el seguimiento inesperado de nuestra ubicación, los motores de búsqueda intrusivos y las bases de datos que intercambian nuestra información entre ellos, de forma interminable y silenciosa. Este episodio nos ofrece la sensación agotadoramente familiar de que los límites entre lo público y lo privado, lo orgánico y lo artificial, se difuminan.
Lo que hace a Æon Flux verdaderamente relevante es el aplomo con el que sus personajes habitan estas contradicciones, con una confianza y una falta de disonancia cognitiva que parecen de otro mundo. La auténtica química que hay entre Æon y Goodchild es enteramente escenificada, una actuación del uno para el otro. Mientras tanto, la narrativa que parece menos controlada y planeada –como cuando varios soldados vestidos con armaduras persiguen a toda velocidad a Æon, mientras ella se deshace de un cadáver– está montada de una manera que les hace parecer forzados. Los soldados se mueven rápido pero, a diferencia de Æon y Goodchild, sus movimientos son rígidos y torpes, sus brazos están inclinados en ángulos poco naturales, parecen figuras de acción manipuladas por un niño.
Cuando Æon llega, literalmente, al fondo del plan de Goodchild, penetrando su búnker secreto dentro del cuerpo de Clavius, ella se burla: “creí que tenías una operación en marcha aquí. Pensé que estabas trabajando en algo. ¿Dónde está el cuarto lleno de humo?, ¿dónde están los personajes malvados?” Intercambian algunos gruñidos enigmáticos, pero no nos enteramos de nada. En este universo de ciencia ficción no es tan fácil: el secretismo no te acerca a la verdad, y Æon y Goodchild son tan falsos entre ellos aquí, en la aparente privacidad total, como cuando se persiguen en las ajetreadas calles de la ciudad. ~
Este artículo es publicado gracias a una colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de Slate, New America, y Arizona State University.
es el editor encargado del Center for Science and the Imagination de la Arizona State University, y director asistente de Future Tense, un proyecto de Slate, ASU y New America que explora las tecnologías emergentes, las políticas públicas y la sociedad.