Harry Potter, ¿un clásico?

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POTTER ES UN ADOLESCENTE

Hace unas horas terminé de leer el sexto libro de la saga de Harry Potter. Como buen amante de la gran literatura fantástica, me adentré al mundo de Hogwarts con escepticismo. Debo decir que la mayoría de mis dudas se derrumbó al terminar el último volumen. La serie de Rowling es más profunda de lo que aparenta: esconde analogías relevantes entre su trama y personajes fantásticos y la historia del mundo y sus protagonistas (sobre todo del siglo XX). Y, sí, es verdad: mientras Harry ha ido creciendo, la pluma de su creadora se ha ido afinando. En el quinto y el sexto libro hay un ojo para el detalle y un cierto colmillo literario del que carecían sus predecesores. También es cierto que la serie –tal y como Rowling prometió- ha dejado su tono de Oliver Twist/fábula de Esopo para adoptar un tono mucho más oscuro y adulto. Sin embargo, Harry Potter sigue sin tener un lugar asegurado en el panteón de la gran literatura fantástica moderna. Y, a decir verdad, J.K. Rowling no parece tener la culpa.

El problema no está en cómo ha crecido el personaje principal, ni hacia dónde lo ha llevado su autora: el defecto insalvable está en el escenario inicial. A pesar de que Harry ha crecido, sigue pareciéndonos poco plausible el hecho de que un muchacho de 16 años vaya a enfrentarse, tête a tête, contra el mago más malvado de todos los tiempos, Voldemort. El ambiente de Hogwarts –por más plagado que esté de asesinatos y traiciones- sigue pareciendo limpio, inocuo, opuesto a su principal propósito: como una gran batalla que ocurriera dentro de una guardería. El hecho mismo de que Dumbledore –el gran mago de su tiempo- sea el director de una escuela suena, la verdad, como algo… ñoño. Rowling, de nuevo, no tiene la culpa. No podría haber sabido que aquel primer libro –tan lejano, tanto en ambición como horizontes, a sus posteriores entregas- que escribió en 1997 iba a resultar un fenómeno mundial. No le creo, por supuesto, que haya pensado toda la historia de antemano, tanto como no le creo a George Lucas que, al dirigir la primer película de la Guerra de las Galaxias, haya sabido que Darth Vader sería el padre de Luke Skywalker. Y si vemos la puesta en escena de Harry Potter desde el punto de vista del primer libro, entenderemos sus limitaciones: esta era una pequeña historia sobre un niño huérfano y cómo en doscientas cuartillas se enfrentaba y vencía al hombre que, años antes, había matado a sus padres.

Sin embargo, la historia ha ido creciendo tanto en volumen como en ambición y es insoslayable el hecho de que, cada vez que vemos a Harry enfrentarse a algún ente maligno, sentimos que le queda grande el saco. Este que tenemos enfrente no es Aragorn –guerrero de cien batallas, descendiente directo de reyes- retando a Sauron en las puertas de Mordor. No. Lo que vemos es a un adolescente –que se supone intrépido pero, en el fondo, está muerto de miedo- con una varita de madera, intentando hacerle frente a un asesino serial con cara de serpiente cuando, en el fondo, lo que realmente quisiera es irse a su cuarto y ponerse a leer la versión mágica de Playboy. Y si Rowling quiere enterrar a su héroe junto a otros grandes de la fantasía, tendrá que hacer, precisamente, eso: matar a Harry Potter, porque todos sabemos que si el cuento fuera cierto, el adolescente no duraría ni un segundo frente a Voldemort.

Desgraciadamente, dudo que lo haga. Por más muertes que nos haya arrojado en el camino, Harry Potter sigue siendo lo que en un principio fue (y no hay conjuro o pluma que lo arregle): la historia de un niño huérfano que puede volar (pero no puede curarse la miopía) y cuya idolatría no recae en grandes magos o guerreros, sino en el director de su escuela. Y ese tipo de historias siempre tienen un final feliz.

– Daniel Krauze

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