Uno es feo y el otro un playboy. Uno es de estirpe divina y el otro llegó al mundo sin un solo poder. Los dos tienen complejos y deseos de vengar al padre. Sus neurosis y manías los vuelven memorables –y no sólo salvadores del mundo. Más bien, las neurosis y manías de los directores encargados de su adaptación del cómic al cine: como una excepción a la regla, Hellboy, de Guillermo del Toro, y el Batman de Christopher Nolan (mucho más que el de Tim Burton) son superhéroes de autor.
Las secuelas a sus primeras partes –Hellboy II: el ejército dorado y El caballero de la noche– llegaron a las salas de cine con una semana de diferencia. Y en ese orden, cosa que en estos casos determina su tiempo de vida en la memoria colectiva. Por esta y por muchas otras razones (cómo superar la magia de ver a Heath Ledger, q.e.p.d., en maquillaje de Guasón), es seguro que a estas alturas el murciélago ya habrá desplazado al demonio como tema de conversación.
Hay escenas, sin embargo, que trascienden las películas y son manifiestos en código de algo mucho mayor: en este caso, de la legendaria resistencia de Guillermo del Toro a matizar la crueldad de su imaginario fantástico, y de su capacidad para ser subversivo y no sólo provocador. Llamémosla la “escena de la especie en extinción”. Antes de llegar a ella, Hellboy II despeja cualquier duda sobre la inventiva del director. Con sólo setenta millones de dólares –en sus propias palabras, mucho dinero para gastarse en un día pero poco comparado con otros blockbusters de acción– Del Toro trama una batalla entre todas las especies concebidas: elfos, trolls y otros regulares de la mitología fantástica (el pie de una vez puesto en su próximo proyecto, El hobbit), neoyorquinos que andan en metro (desde Mimic advertidos de las cosas que pasan ahí) y las criaturas reclutadas por el Buró de Defensa e Investigaciones Paranormales de Estados Unidos (monstruos, extraterrestres y engendros de la mitología popular). Estos últimos son lidereados por la estrella de la película, un personaje de cómic, parte engendro nazi y parte hijo de Satán. Según se plantea en la primera entrega de la serie, Hellboy (2004), el demonio fue invocado por una sociedad ocultista durante la Segunda Guerra Mundial. Entonces todavía un bebé, el niño del infierno fue encontrado por un grupo de soldados americanos y criado como un hijo por el profesor Broom (John Hurt). A pesar de su naturaleza demoníaca (y su color rojo vivo, los cuernos y la cola), Hellboy fue educado bajo la fe católica de su padre adoptivo y entrenado para ayudar al gobierno de su país a controlar catástrofes con perfil paranormal.
La representación visual de Hellboy ya le había costado a Del Toro una que otra sugerencia creativa. Cuando, hace ya más de una década, el director mostró interés en adaptar el cómic de Mike Mignola no se avistaban El laberinto del fauno, las nominaciones al Óscar ni el triunvirato de los Tres Amigos. Fue hasta que su trabajo como director de Blade II (2002) reveló su potencial taquillero que Columbia aceptó financiar el proyecto (aunque se desinteresaría por la secuela). El estudio creía contar con un margen de disuasión; por ejemplo, para hacerlo reconsiderar su elección de Ron Perlman para encarnar a Hellboy y contemplar mejor un nombre como Bruce Willis. También creía contar con un margen para discutir qué tan bueno sería que el diablo pareciera diablo. Se le consultó a Del Toro si creía imprescindible que su personaje tuviera cola o que fuera de color rojo.
Si había riesgo en las connotaciones religiosas, políticas o –todo es posible– de género, fue algo que Del Toro se rehusó a considerar. Su diablo sería rojo, tendría cola y cuernos y se llamaría Niño del Infierno. Además, sería fumador compulsivo de puros, tendría problemas de canalización de ira, despreciaría la autoridad y –se descubre en la secuela– almacenaría six packs de Tecate en su locker del Buró. Y, por razones que no se deben revelar antes de tiempo, lleva en su muñeca (gruesa y roja) un rosario enrollado con el crucifijo colgando.
Visto en retrospectiva, quizás el problema no era que un demonio encarnara a un héroe (nada los entusiasma tanto como un malo convertido); el problema, común en años recientes, está representado por la especificidad de las cosas y las consecuencias que acarrea nombrarlas o señalarlas. Tal vez si el Mal fuera identificado con una sola religión, esa comunidad se indignaría por la responsabilidad que se les adjudica, y todas las demás por la autoridad que se les niega. Y así con cada cosa. Una especulación sin fin.
Pero Hollywood ha probado su habilidad para desactivar bombas. Una y otra vez ha acogido las películas que lanzan dardos críticos (al sistema, al gobierno, a sí mismo) y luego las ha premiado en la ceremonia que representa al statu quo. Si todo cabe en el rubro de autocrítica, autoparodia o arrepentimiento histórico, es difícil dar con un tema que pueda ser considerado tabú.
De vuelta a la “escena de la especie en extinción”. Trepado en un edificio, y para horror de los neoyorquinos que pasan por ahí, Hellboy se debate entre salvar al bebé (humano) que sujeta con su cola (por algo era importante que tuviera cola) o dispararle a una planta gigante, muy muy violenta, que amenaza con devorarlo a él, al bebé y muy probablemente a todos los demás. No habría dilema a la vista de no ser porque la planta enojada es nada menos que el Dios del Bosque, un ente alborotado por el príncipe de los elfos, dispuesto a romper la tregua entre humanos y criaturas fantásticas que su padre, un rey sabio, había acordado hace mucho tiempo. El príncipe quiere disuadir a Hellboy de matar a la planta con argumentos que hoy en día ni Dios podría refutar: todas las especies son necesarias para el equilibrio del mundo, y tanto él como el demonio y todas las criaturas necesitan hacer contrapeso a la tiranía de la raza humana.
Hellboy lo piensa un instante y toma su decisión. Una bala dirigida al centro de la cabecita furiosa (o el cáliz) termina con la vida del Dios del Bosque. Hellboy ha rematado una especie en extinción (y encima mitológica). De paso, ha dado un giro interesante al ejercicio del libre albedrío inculcado por su padre adoptivo y usado hasta ese momento sólo para desmarcarse de su naturaleza diabólica. Acción determina carácter, y la de Hellboy lo confirma como un verdadero cabrón.
La escena es bella y el desenlace brillante. Genera una catarsis que tiene menos que ver con un espíritu antiecológico que con atestiguar la transgresión de las reglas que, en cada época, suelen supeditar el arte al discurso incuestionable en turno. Aunque el sentido común diga que un narrador es ético siempre que no traicione la verdad de su relato, no falta quien llamará “asesino” a todo el que mate algo verde (producto de la clorofila), aun si ese algo verde es enemigo de la humanidad.
El demonio que fulmina a la planta (y no en vano sino para salvar al hombre) es la metáfora mejor camuflada y más elocuente del perfil de un director íntegro, en general, y de Guillermo del Toro, en particular. Más dionisiaco que no, reacio a las visiones idílicas y desconfiado de los príncipes elfos que buscan empujar su agenda con el sobado argumento: “Lo que nos conviene a los dos…” ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.