La anécdota de Interstellar es así: en un futuro, la humanidad sufre una escasez mundial de alimentos, lo que provoca que buena parte de la población vuelva a la agricultura como principal forma de subsistencia —y, con ello, entre otras cosas, que ya no se fomente la ingeniería a nivel universitario, “porque no se agotaron los televisores, se agotó la comida” (juro que esa línea es enunciada palabra por palabra al inicio de la cinta). Cooper, un expiloto de la NASA ahora metido a granjero, recibe un mensaje a través de una anomalía gravitacional en el cuarto de su hija (esto es como de Los Simpson: “¿Una anomalía gravitacional? ¿En su cocina?”) que lo lleva a una plataforma de lanzamiento donde se encuentra un viejo profesor suyo preparando una misión tripulada —en la nave Endurance— hacia un agujero de gusano que desemboca en un sistema solar con planetas potencialmente habitables. La experiencia de Cooper como piloto será súbitamente requerida para este viaje, y el hombre deberá abandonar a su familia en pos de salvar a la raza humana.
Es una premisa un tanto inverosímil, sí, pero eso no es herramienta para descalificarla. La inverosimilitud es relativamente común en el cine de género, al que Interstellar pertenece. Una premisa ilógica puede dar pie a una excelente película a través del estilo, la estructura del guion o la perspectiva desde la que se aborde (ahí están Back to the Future y Jurassic Park). Hay varias maneras en las que una cinta puede transformar un argumento en una cinta memorable: Interstellar, ni modo, no es capaz de lograrlo.
No lo logra porque, entre otras razones, sus guionistas se ponen problemas que no quieren o no pueden resolver. Su universo es incoherente y también lo son sus personajes y las decisiones que toman. Va un ejemplo con spoiler: Murphy, la hija de Cooper que llega a la adultez durante el viaje de su padre, ha pasado décadas lejos de su familia. Sólo la muerte de su abuelo, el hombre que la crió a ella y a su hermano, la hizo volver brevemente a casa. Sin embargo, este personaje —que en teoría es racional, decidido—, súbitamente adquiere una inédita preocupación por su cuñada y su sobrino. Este inesperado interés deriva en la resolución de la película: Murphy vuelve a casa a rescatar a sus familiares y, mientras recoge sus pertenencias, llega al cuarto de la anomalía gravitacional original, donde recibirá la respuesta que salvará a la humanidad. Esto es un típico change of heart hollywoodense, nada raro de ver pero sí muy inusual en la construcción de personaje que se nos ha mostrado hasta ese momento —una construcción, por otro lado, en la que no hemos visto a la Murphy adulta crecer como personaje. Como este ejemplo de acciones o situaciones azarosas hay varios más: la repentina aparición de un agujero negro del que nada se sabía pese a haber enviado a otro equipo de astronautas diez años antes; el hecho de que Cooper se envíe a sí mismo un mensaje que dice “Quédate” cuando es claro que no va a quedarse (¡porque si no, no podría estar en la posición de enviárselo!), etc.
Los diálogos de Interstellar carecen de la cadencia que tiene una conversación humana —no que tengan que ser así a fuerza: el diálogo puede tener sea la fluidez de una plática, como en The Wire, que lo logra a partir de un slang callejero que se asemeja a la realidad; o bien, no ser tan fluidos, pero sí contribuir a delinear situaciones y personajes, como en The Social Network, donde la gente habla con una rapidez inhumana, casi robótica. Buena parte de los diálogos de Interstellar son enunciados de teoría física que pretenden dar un endeble sustento a las acciones. Pensemos en otras películas situadas en el espacio, mejores, y veamos lo poco que recurren a esto. Pensemos en Moon, en Gravity, en la inevitable 2001. La jeringonza teórica y técnica, idealmente, deberá contribuir a algo. En Primer, de Shane Carruth, por ejemplo, los a veces enrevesados diálogos ayudan a la sensación de enrarecimiento de la atmósfera. (Y, sin embargo, Primer tiene líneas sorprendentes, como la siguiente: «Tengo hambre: no he comido desde hoy en la tarde», que pinta de un plumazo las complicaciones y paradojas del viaje en el tiempo.) En Interstellar los guionistas parecen haber utilizado tres clases de líneas: conversación de rutina (ir a la escuela, comentar el clima, etc.), enunciados teóricos y frases gordísimas que no desentonarían en un libro desuperación personal. Para muestra, esto que dice Amelia Brand, compañera de viaje de Cooper: «El amor es la única cosa que somos capaces de percibir que trasciende el tiempo y el espacio». «Lo cursi es lo fallidamente bello», dijo Carlos Monsiváis. Este tipo de líneas de Interstellar, diseñadas para insertarse directamente en la sección de “Citas” de IMDb, son un buen ejemplo de ramplona cursilería.
Esta incapacidad de los creadores para escribir diálogos solventes o idear soluciones para sus tramas se extiende a sus personajes. Pensemos en las dos únicas mujeres de la película, Amelia Brand y Murphy Cooper. Ambas son científicas: idealmente deberían ser racionales, capaces del análisis y el pensamiento crítico. Son mujeres que, en una sociedad que no tiene el tiempo ni los recursos para solventar estudios académicos, logran realizar posgrados y trabajar para la NASA. No obstante, ambas muestran una capacidad de decisión muy limitada. Amelia, por ejemplo, decide seguir adelante con el plan de un padre que la traicionó y, a la vez, buscar al hombre que amaba. Es decir, las motivaciones de ese personaje no son sus propios deseos sino los de alguien más. Murphy, por su lado, se ve paralizada en la resolución de su problema teórico; a diferencia de Gravity, donde la solución a los problemas de la doctora Ryan Stone llega a través de una visión que la motiva a actuar (y el resto de la película es el testimonio de ese esfuerzo, físico y mental), Murphy recibe la respuesta exacta de parte de su padre. Corte a: su personaje gritando “¡Eureka!” y besando, ¡por fin!, a su colega: libre de la voluntad paterna, el personaje puede, después de tanto tiempo, vivir. Esto es relevante: permite ver cómo la ausencia de inventiva de los creadores se traduce en ausencia de inventiva de los personajes. Un personaje no es más listo que su propio guionista: los personajes de Interstellar parecen ser de miras muy cortas.
Pese a todo, Interstellar tiene momentos deslumbrantes. La entrada al agujero de gusano, las tomas de cámaras que parecen estar fijadas en las naves, las mudas explosiones en el espacio, la toma del Endurance aproximándose a su estación giratoria, el encuadre de Cooper flotando en algún punto de la quinta dimensión, el movimientoque describe la cámara mientras se aleja por los aires de la pelea en suelo firme de Cooper y Mann. La mayoría de estos momentos sucede cuando se deja que la cámara fluya sin cortar apresuradamente y los elementos del encuadre tomen forma —las conversaciones en esta película rara vez tienen a más de un actor a cuadro, y llegan a tener más de veinte cortes, una salvajada que impide la apreciación de lo que está en pantalla—, cuando la música de Hans Zimmer —de una belleza inexpugnable la mayor parte del tiempo, aunque sonorizada a un volumen imposible en varias ocasiones, llegando a estorbar incluso a la hora de escuchar los diálogos— y la imagen se unen para formar, bueno, un montaje cinematográfico. El problema surge cuando hay que contemplar largos minutos de lugares comunes, diálogos tiesos, estilo torpísimo y personajes actuando de manera errática para llegar a unos efímeros segundos de belleza.
El aspecto más elogiado de Interstellar —aquel en el que se concentran sus entusiastas y los críticos que la favorecen— es su directa apelación a los sentimientos; en este caso, al amor, al que en más de una ocasión se hace alusión de forma verbal, como para que no se nos olvide cuál es el motor de la película. Pero hay algo que esos críticos —y los creadores de Interstellar— parecen omitir: el amor por sí mismo no alcanza para construir una obra valiosa.~
Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.