“Jamás llegarán a viejos” y el milagro de Peter Jackson

El cineasta neozelandés, responsable de llevar a la pantalla el universo fantástico de J. R. R. Tolkien o de distorsionar la realidad a golpe de excesos, ha sido capaz de reconstruir el mundo perdido de las trincheras de la Primera Guerra Mundial.
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Estamos en Europa, probablemente en Bélgica, entre 1914 y 1918. Vemos a un pelotón de soldados británicos caminar por el frente de batalla de la Gran Guerra, algunos de ellos miran hacia el lente de la cámara, hacia nosotros. La imagen de archivo que proviene del British Imperial War Museum tiene un siglo de edad y se nota: el formato 3:4 con las esquinas redondeadas, el inevitable blanco y negro, la velocidad de 16 cuadros por segundos, la abundancia de rayones que denotan el paso del tiempo y, también, el descuido en el cuidado de esas imágenes tomadas hace poco más de cien años.

Pero, de repente, en el minuto 25 ocurre el milagro. El blanco y negro va difuminándose y van apareciendo los colores en todo el encuadre: en el terreno, en los uniformes, en el paisaje, en el cielo mismo. La velocidad de las imágenes también cambia, de tal forma que de los 16 cuadros por segundo del cine silente pasamos a los 24 del cine sonoro. Y, por si fuera poco, empezamos a escuchar sonidos: las pisadas de los soldados, las pláticas entre ellos, las ruedas de las carretas chapoteando en el lodo, los caballos que relinchan, un sargento que mira de reojo ante la cámara antes de ordenarle a su pelotón que se dé prisa.

De improviso, no estamos viendo añejas imágenes de archivo de la Primera Guerra Mundial, sino una película bélica hollywoodense que parece haberse producido ayer, con todos los medios de producción posibles, con miles de extras en el encuadre, efectos especiales a pasto y cientos de actores desconocidos, pero eso sí, muy naturales. Pero no es ficción: se trata de Jamás llegarán a viejos (They shall not grow old, Gran Bretaña-Nueva Zelanda, 1918), insólito filme documental dirigido por el especialista en cine de horror gore y apabullantes cintas fantásticas, el neozelandés Peter Jackson.

A botepronto, no tiene sentido que Peter Jackson fuera el cineasta elegido por la BBC y el Imperial War Museum para realizar un filme documental conmemorativo sobre la Primera Guerra Mundial al cumplirse un siglo del armisticio que le dio fin. ¿Qué interés había mostrado en el cine bélico-histórico el director de excesivas comedias de humor gore como Picadillo (1987) o Muertos vivos (1992)? ¿Qué rigor documental había demostrado el creador de las trilogías de El señor de los anillos (2001-2002-2003) o El hobbit (2012-2013-2014)?

Preguntas equivocadas. Más allá de que Jackson desliza, hacia el final del filme, una razón muy personal para estar interesado en esta historia –la película está dedicada a su abuelo, quien fue parte del ejército de 1910 a 1919 y al que le tocó luchar durante toda la guerra–, lo cierto es que las autoridades británicas no pudieron haber encontrado un cineasta más adecuado para el proyecto. El mismo responsable de llevar a la pantalla el universo fantástico de J. R. R. Tolkien o de distorsionar la realidad a golpe de excesos, tenía también que tener la capacidad de reconstruir un mundo perdido.

Así pues, echando mano de más de cien horas de pietaje original y tomando como línea narrativa en off los testimonios de más de un centenar de auténticos veteranos de guerra –que habían sido grabados por la BBC en los años 60 y 70 del siglo pasado–, he aquí la delirante, por lo maniática, reconstrucción de un mundo perdido. A la minuciosa restauración de la deteriorada imagen –lograda con el software más avanzado posible, que permitió la duplicación de fotogramas, para pasar de los 16 a los 24 cuadros por segundo–, le siguió una colorización dirigida tanto por historiadores –que señalaron, por ejemplo, los colores de los uniformes de los soldados– como por scouts cinematográficos –que viajaron por toda Europa con el fin de cerciorarse del color exacto de la tierra en ciertos escenarios. A esto le siguió un preciso trabajo de diseño sonoro, con el que no solo se reconstruyeron los ruidos naturales en el frente –gritos, llantos, bombas, metralla– sino incluso las mismas voces de los soldados, interpretados por actores que debían tener el acento adecuado, pues Jackson llegó a saber de qué parte del imperio británico era cada batallón de soldados que aparecía en pantalla, de tal forma que buscó voces cuyo acento fuera congruente con las imágenes. Especialistas en lectura de labios se encargaron de reconstruir los diálogos captados por la cámara.

Los testimonios en off que acompañan a las imágenes –desde el reclutamiento hasta el fin de la guerra– provienen de todo el espectro social del imperio británico. Los hay claramente aristocráticos, otros provienen de las clases medias y no faltan los jóvenes (incluso adolescentes) obreros o granjeros que se alistaron porque no había nada mejor qué hacer, porque sentían que era su obligación como ciudadanos o porque, incluso, sus propias familias los apuraron a hacerlo. Las voces, viejas y cascadas –incluso algunas de ellas quebradas, cuando recuerdan algún momento especialmente doloroso o trágico–, contrastan con las prístinas imágenes rescatadas y reconstruidas que vemos a partir del minuto 25 del documental.

Escuchamos voces de personas que sobrevivieron a la Gran Guerra y que ahora, por supuesto, ya están muertas, pero que acompañan a esa sucesión de rostros jóvenes, vitales, alegres y sonrientes, que decidieron arriesgar su vida por un móvil que desconocían, pero que tampoco cuestionaban –uno de los veteranos confiesa, al inicio, que sabía que había pasado algo, que habían matado a alguien y que por eso había que alistarse: no más. Sin embargo, en la medida que avanza el documental empezamos a ver el verdadero rostro de la guerra, a todo color y con todos los sonidos posibles: la lluvia y el lodo en las trincheras, las ratas como amas y señoras, el cadáver que yace ensangrentado con el estómago abierto, el color del gas mostaza que empieza a diseminarse en el aire, los alambres de púas recortando el cielo…

Jackson ha logrado un genuino milagro cinematográfico que, esperemos, tenga descendencia y, al mismo tiempo, límites precisos. Porque, por ejemplo, ¿no sería extraordinario que este mismo procedimiento se aplicara al reciente documental mexicano El poder en la mirada (Mikelajáuregui, 2019), formado por inéditas imágenes de archivo de la Revolución Mexicana, de tal manera que podamos ver y escuchar con toda fidelidad la música que Plutarco Elías Calles bailó en cierto acto de su campaña presidencial de 1924? ¿O escuchar las voces de los curiosos que se arremolinaron alrededor del cadáver de Emiliano Zapata? ¿O mejor aún, oír los chistes que contaba Álvaro Obregón antes de ser asesinado en La Bombilla? Pero también hay que tener límites: ¿qué tal si a alguien se le ocurre seguir el mismo camino para reconstruir el pietaje de los campos de exterminios nazis? ¿No será que, a veces, es mejor dejar descansar el horror, recordarlo, pero no reconstruirlo?

Jamás llegarán a viejos se exhibió en la pasada Muestra Internacional de Cine de la Cineteca Nacional, pero ya se encuentra disponible en DVD y BR de importación.

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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